Historia de tres regalos y un Regalo

En aquel tiempo, residían en Caldea tres astrónomos muy sabios, que pasaban las noches escrutando, por turnos, los campos de estrellas que se veían desde su observatorio astronómico, situado en la cima de un gigantesco Zigurat [o montaña artificial de ladrillo], muy parecido a la Torre de Babel, mas no tan alto, ni mucho menos, pues no pretendían desafiar a Dios alguno, sino desentrañar los secretos del universo. Y eran tan sabios, que a pesar de pertenecer a culturas y razas diferentes -ya uno provenía de Sabá (Yemen) y los otros dos de Madíán y Efá, en Arabá (Arabia) (cf. Is.60,6 y Sal.71,10-11)-, sabían convivir en paz y trabajar en equipo, respetando mutuamente las posturas y conocimientos de los demás, y poniéndolos en común, sin ocultarse descubrimiento alguno, por pequeño que fuera.

Cada uno de ellos era una biblioteca andante y, juntos los tres, tenían conocimiento de muchas profecías del “Pueblo escogido”, se hacía la promesa, de parte del Dios de Israel, de un “Hombre-Dios”, “Verdadero Hombre y Verdadero Dios”, que sería ungido Rey y Salvador de su pueblo y de todos los pueblos con él, pues sería “Rey de reyes y Señor de señores” (cf. 1Tim.6,15 y Ap.19,16), y que “nacería en la plenitud de los tiempos” (cf. Gál.4,4). Y, por la posición de los astros y por otras profecías presentes en escritos y tradiciones antiguas, intuían que ese tiempo estaba para cumplirse ya.

Aquel día, después de orar para pedir la iluminación de los cielos en esta búsqueda, una luz fuerte brilló en las tinieblas de la noche estrellada (cf. Is.60,1-3 y Mt.4,12), pues aquella luz eclipsó las demás luces, quedando ella sola en el cielo. Esto ocurrió durante el turno Melchor, que después de frotarse los ojos repetidamente, para cerciorarse de no ver visiones, despertó a sus compañeros para que confirmaran su descubrimiento. Entre los tres, calcularon los parámetros de aquella estrella: altitud…, longitud…, latitud… y su posición en el cielo con respecto a otros astros conocidos, pero era extraño… ¡Aquella estrella se movía!… Pasando sucesivamente de una constelación a otra sin detenerse en ninguna… y tenía cola, sí, pero no como los cometas, pues no dejaba de ser una estrella. Aquello era un caso serio.

Durante varias noches siguieron su curso y trazaron una trayectoria que iba de Este a Oeste y de Norte a Sur, hacia el antiguo Reino de Israel, en ruta de colisión con la actual  Judea… ¡Eso era claro! Resolvieron repasar las profecías de Israel y aquellas otras que las respaldaban y completaban en otras culturas antiguas y llegaron a la conclusión que aquella estrella indicaba un magno acontecimiento, el nacimiento de alguien de grandeza incomparable, a juzgar por el tamaño, el brillo y la naturaleza inusualmente raros de aquella estrella, que sólo podía ser la “estrella del Mesías”, esperado desde antiguo por aquel pueblo y, desde ahora, también por ellos.

Decidieron ponerse en camino, con sus utensilios astronómicos, para seguir el curso de aquella estrella tan brillante e ir corrigiendo el rumbo de su caravana en función de aquel astro, para descubrir dónde caería. Aquel día nadie durmió, todo era un bullir de pajes y preparativos, mientras ellos se sentaban a decidir las últimas cosas importantes, antes de partir. Gaspar habló el primero y dijo que si aquella estrella indicaba el nacimiento de alguien tan importante para el futuro de su pueblo y de los demás pueblos, no podían presentarse con las manos vacías y los demás estuvieron de acuerdo con él. Baltasar preguntó, entonces: “¿Y qué podemos regalarle a un personaje tan magnífico que reúne en sí mismo, y de manera inseparable, la condición de ser Hombre, Rey y Dios?

Todos convinieron en que era un problema grave y difícil de resolver, por muy sabios que fueran. Esta vez, fue Melchor el que habló: “Para Dios, en su infinita sabiduría, no hay secretos y nada se le oculta, pero al hombre, en su limitado saber, sólo le es permitido conocer en pequeñas parcelas. En mi cultura hay un dicho: “Divide y vencerás”. Afortunadamente somos tres; propongo que cada uno de nosotros se responsabilice de encontrar el regalo más adecuado a la cualidad de este personaje que le haya correspondido en suertes”.

Y todos estuvieron de acuerdo y así lo hicieron. Escribieron las tres cualidades del supuesto personaje en sendas papeletas, las introdujeron en un saquito de tela y cada uno fue sacando, por turno, una de ellas; así, a Melchor le correspondió la papeleta que proclamaba: “Rey”, a Gaspar la que rezaba: “Dios” y a Baltasar, la que decía: “Hombre”. Como la cosa urgía y el viaje era largo, convinieron darse tan sólo tres días de plazo para encontrar el regalo más apropiado, allá donde fuere, y reunirse otra vez, al cabo de esos tres días.

Cuando volvieron a reunirse, al amanecer del cuarto día, Melchor traía un cofrecillo, bellamente enjoyado, que contenía “Oro” y que, según su criterio, era lo que convenía a su “Realeza” temporal; Gaspar traía otro, igualmente enjoyado, que contenía “Incienso” y que, según su piedad, era lo que correspondía a su “Divinidad” atemporal; y Baltasar, por su parte, traía un cofrecillo, bellamente labrado, que contenía “Mirra” y que, según su experiencia, era lo más adecuado para su “Humanidad”, sufriente y mortal. Los tres estuvieron de acuerdo en que aquellos regalos eran, a la vez, representativos y proféticos de aquel personaje y, sin más dilación, se pusieron en camino, en pos de aquella estrella, que ya les llevaba la delantera.

Y la siguieron, dejándose guiar por su luz, hasta llegar a las tierras de Judea y, una vez allí, al divisar Jerusalén, la ciudad tres veces santa, de la que tanto habían oído hablar, donde se alzaba, imponente y majestuoso, el Templo de mármol y oro del Dios de Israel, brillando y refulgiendo a la luz del atardecer, como un faro esplendoroso o una zarza ardiente en mitad del desierto. El atardecer dio paso al anochecer y la ciudad de David los deslumbró, aún más, con sus luces, capaces de apagar la luz de las estrellas y, también la de su estrella. Y, dejándose engatusar por ellas, olvidaron la estrella que los había guiado hasta entonces y se dirigieron, cada vez más decididos, hacia sus puertas.

Hipnotizados por la belleza del Templo y la grandeza de los palacios de aquella ciudad gigantesca, cuyas luces semejaban una estrella caída en mitad del desierto, habían perdido sus pasos, alejándose del rumbo que llevaban, y, al estar amaneciendo, habían perdido, también, su estrella. Se alarmaron tanto que, por subsanar aquel primer error, cometieron otro aún más grave, el de entrar en la ciudad y preguntar al monarca Herodes dónde se encontraba el heredero al trono del pueblo judío, cuyo nacimiento era anunciado por aquella portentosa estrella que habían seguido desde tierras lejanas y que anunciaba, a la vez, la humanidad, la realeza y la divinidad de Aquél a quien pertenecía y servía de heraldo (cf. Mt.2,1-2).

Y Herodes, el idumeo, que no judío; rey usurpador del trono de Judea, al servicio de los invasores romanos que lo sentaron en él, y matador de herederos reales, que pudieran discutirle o arrebatarle el trono, al oír semejante afirmación de boca de aquellos extranjeros, se asustó (cf. Mt,2,3)y los despidió hasta el día siguiente y, lleno de angustia e indignación, pues alguien así sólo podría ser el “Mesías” de los escritos antiguos… ¡Y ese entrometido tenía que nacer precisamente ahora, durante su reinado, cuando menos se le necesitaba! Y resolvió llamar a todos los sabios y entendidos del reino para saber la verdad y gravedad del asunto. Les dio el plazo de un día para investigarlo y, al caer la tarde, volvieron a reunirse todos en palacio para anunciarle al rey lo averiguado: ¡Nada de nada!

El rey montó en cólera de impotencia y no le quedó más remedio que consultar a los odiados sacerdotes y levitas del Templo (cf.Mt.2,4), pero ninguno sabía ni recordaba nada, pues habían pasado siglos sin que profeta alguno hubiera hablado de parte del Dios de Israel… ¡Era desesperante! En aquel momento llegó el sacerdote Eleazar, procedente del Templo, portando un pergamino muy antiguo, que desenrolló ceremoniosamente delante del monarca y anunció a todos, con orgullo mal contenido: “Buscad en Belén [o “Bethlehem”, que en hebreo y significa: “Casa del Pan”. Parece una hermosa coincidencia que Aquel que es el “Pan del Cielo”, el “Pan el de la Vida”, la “Eucaristía”, nazca en la “Casa del Pan”, pero para Dios no hay coincidencias, sino Misericordia y Providencia] de Judá, la casa y cuna del Rey David”, “porque así lo ha escrito el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres en manera alguna la menor entre las ciudades ilustres de Judá, pues de ti saldrá un jefe, que será el pastor de mi pueblo, Israel” (Mt.2,5-6). Y añadió con calma, paladeando sus palabras, mientras enrollaba lentamente el libro, sin dejar de mirar a Herodes, que le escuchaba estupefacto: “Es el “Mesías” legítimo…, el llamado “Hijo de David” (cf. Lc.1,32)…, Aquél “cuyo reinado no tendrá fin” (cf. Lc.1,33)… y bajo cuyo cetro “serán bendecidas todas las naciones de la Tierra” (cf. Gen.12,3 y Gál.3,8)”.

¡Aquello era demasiado! Herodes no aguantó tanta indignación y se rasgó las vestiduras en presencia de todos; aquella noche no pudo dormir, maquinando una solución desesperada. Al despuntar el alba, mandó llamar, en secreto, a los tres sabios extranjeros y, fingiendo magnanimidad de corazón, les indicó el lugar señalado por el profeta Isaías, rogándoles encarecidamente que volvieran a él, cuando lo encontraran, y le dieran noticias concretas sobre su paradero, para poder ir él mismo, con su séquito real, a rendir homenaje a tan señalado rey y entregarle sus propios dones (cf. Mt.2,7-8), mientras pensaba para sus adentros: “¿Veneno…, hierro…, fuego…?”.

La propuesta de Herodes les resultó muy sospechosa a los tres sabios: Si tantas ganas tenía aquel rey de conocer y rendir homenaje al nuevo Rey, ¿por qué no les acompañaba directamente, en lugar de quedarse en casa, aguardando noticias?… ¿Acaso tramaba algo?… Se pusieron en marcha lo antes posible, tratando de dejar atrás la asfixiante y sediciosa atmósfera de la corte de Herodes y, al salir de la ciudad, como ya había atardecido, los sabios encontraron, en seguida, su amada y esquiva estrella, y se sintieron felices y aliviados por ello (cf. Mt.2,10), aunque sabían muy bien, en su interior, que los esquivos habían sido ellos.

Pensaron al modo humano y se equivocaron (cf. Mt.16,23), perdiendo la claridad de la luz divina en favor de las fugaces y engañosas luces humanas, pues aquella precipitada decisión suya les había metido en la boca del lobo, la del sanguinario y receloso rey Herodes, que no toleraba que le disputaran el trono ni aún sus propios hijos, poniendo en riesgo la vida del Mesías y la de muchos bebés inocentes, que la perderían, sin ellos tres saberlo (cf. Mt.2,16-18); algo que se hubiera evitado si hubieran seguido fielmente la estrella, sin distracciones vanas, pues ésta les habría llevado a su destino, sin ninguna incidencia.

La estrella se había parado en mitad del cielo y parecía estarles esperando; había dejado de moverse en algún punto no lejano de allí y decidieron apresurarse a contemplar aquel portento, descubriéndola inmóvil en la vertical de una pequeña casa, encima de una pequeña aldea (cf. Mt.2,9). Aquélla debía ser Belén de Judá y la pequeña casa de madera de cedro (cf. 1Crón.17,1 y 2Sam.7,2) , que debió conocer tiempos mejores en la antigüedad, la morada del Mesías de Dios, el verdadero Rey de Israel.

Nerviosos de ansiedad, como si de niños pequeños se tratara, se abalanzaron sobre la puerta de aquella casa y llamaron, los tres a la vez, con insistencia creciente, saliéndoles a abrir una temblorosa jovencita, de unos quince años de edad, con un niño de poco más de un año en sus brazos (cf. Mt.2,11); su marido debía de estar trabajando fuera y se encontraba sola en la casa, asustada por los golpes y turbada al ver tantos camellos, cargados de voluminosos equipajes, y hombres armados, de razas diversas, con extraños ropajes, hablando lenguas extrañas, en torno a su morada.

Sin dudarlo dos veces, los sabios preguntaron a la joven el nombre de su Hijo y, al escucharle decir: “Jesús” [o “Yahshua”, que en hebreo significa: “Dios (Yah) salva (shua)” o “Salvación de Dios”, tal como Le llamó el Arcángel Gabriel, el día de la Anunciación.], sin resistencia alguna por su parte, cayeron de rodillas ante el Él y lo adoraron. No sabían, todavía, que “al Nombre de Jesús, toda rodilla habría de doblarse ante Él, en el Cielo, en la tierra y en el abismo” (cf. Fil.2,10 y Jn.18,6)). Mientras tanto, la asustada jovencita, que -como habréis adivinado ya- se llamaba María, se preguntaba qué saludo era aquel (cf. Lc.1,29)y quiénes eran aquellos hombres ataviados con tan extrañas vestiduras, que, entre lágrimas y sin levantar la cabeza del suelo, dejaban a sus pies cofres enjoyados, que contenían oro, incienso y mirra (Cf.Mt.2,11). Allí nadie hablaba y, ante la falta de explicaciones, resolvió callar y guardar todas aquellas cosas en su corazón, meditándolas, después, en su interior (cf.Lc.2,19).

En su limitada sabiduría humana, los sabios habían pensado que aquéllos eran los regalos más apropiados para un Mesías-Rey, pero allí, postrados ante Él, habían descubierto cuán equivocados estaban, pues el regalo que el Mesías esperaba de ellos no eran sus cosas, sino ellos mismos, y comprendieron, también, la pobreza de las riquezas humanas, pues… ¡El verdadero Regalo era Él!

Aquel Mesías-Rey era el Regalo que cumplía la promesa de Dios para su Pueblo y para todos los pueblos de la Tierra. Y ellos estaban contemplando, ahora, con los ojos cerrados, en adoración, “lo que muchos desearon ver y no pudieron”, y oyendo en su corazón, “lo que muchos desearon escuchar y no les fue dado” (cf. Lc.10,24); “aquello que ni el ojo vio ni el oído oyó ni mente humana alguna pudo concebir ni imaginar” (cf.1Cor.2,9); allí, postrados ante Él, sin mediar palabra ante la “Palabra” verdadera y encarnada (cf. Jn.1,14), en el lenguaje universal del Amor de Dios, que habla al corazón de todo hombre, recreándolo y conformándolo con aquella Divina Sabiduría, que eclipsa y desborda toda sabiduría humana.

Nunca supieron cuánto tiempo estuvieron así, tirados por el suelo, en adoración profunda. Algo debió salir de aquel Niño mientras estaban postrados ante Él, algo que los sumió en un profundo descanso interior, semejante a un lúcido sueño reparador; una fuerza que había estremecido sus corazones y sobrecogido sus almas, haciendo que ardieran de Fe, Amor y Esperanza en su presencia. Era como si una culpa vieja se fuera y una luz nueva los invadiera; como si un fuego abrasador hiciera innecesaria la luz de aquella estrella que les guió, pues, ahora, la estrella les ardía dentro: “lámpara para mis pasos, luz en mi sendero” (Sal.118,105), mostrándoles el camino de vuelta. Una sabiduría nueva, que echaba por tierra la suya, hablándoles en sueños y revelándoles las cosas de Dios, que les instruía por dentro –tal acontecía con José, el esposo de María (cf. Mt.1,20-24)-, alejándoles de aquel rey malvado (cf. Mt. 2,13-15;19-23) e impulsándoles a dar testimonio de aquel Niño a todos menos a él y las luces engañosas con que se adornaba (cf. Mt.2,12).

Sin embargo, según una antigua tradición, aquellos sabios, los tres Reyes Magos, nunca regresaron a su tierra. Juntos viajaron por donde la estrella interior les conducía; juntos evangelizaron los pueblos que, a su paso, se encontraban, anunciándoles lo que aquella sabiduría interior les enseñaba, y juntos entregaron sus vidas a Dios, cuando tuvieron que dar testimonio de aquel Mesías-Rey con su sangre, en una tierra muy lejana de la suya, para alguien cuya Patria es el corazón de Dios y su morada definitiva el Cielo prometido. Y juntos reposan sus restos, ahora, en una catedral cristiana [La catedral de Colonia, en Alemania].

Y cumplido su anhelo, convertidos en esa triple estrella, que surca nuestro cielo, una vez al año, en la solemnidad de Epifanía, trayendo la alegría al corazón de muchos niños y la salvación a muchos hombres, que se dejan guiar por Dios y aprenden a seguir su Estrella interior: el Espíritu Santo, hasta descubrirlo Dueño y Señor de su corazón, convertido en la “Casa del Pan”, en el “Hogar de Belén”, para la salvación del mundo y su propia salvación, pues el designio divino es que nos salvemos en racimo, en la comunión de los santos, según el Credo de nuestra fe.

P. Juan José Cepedano Flórez CMM.

+ Bosa-Santafé de Bogotá, a 6 de Enero de 2018, en la Solemnidad de Epifanía.

 

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