
09 Nov HISTORIA DE UNAS BODAS (Las Bodas del Cordero)
Llegado el tiempo de las Bodas y el Banquete del Cordero, los que habían merecido ir al Cielo entraban alegres, bulliciosos y festivos en la gigantesca y bien iluminada sala del convite, portando sus lámparas encendidas. Una vez dentro, podían verse dos grandes mesas: una mesa enorme en la parte delantera, muy bien adornada y bien servida, llena de los manjares más exquisitos, entre los que no podía faltar un buen pedazo de humeante y tierno cordero pascual, bien asado y acompañado por una generosa y fragante copa de vino rojo, algo muy apropiado para la ocasión; y otra mesa, mucho más pequeña, en la parte trasera, también adornada y bien servida, llena de manjares igualmente exquisitos, pero sin vino y con los platos, bellamente decorados, pero obstinadamente vacíos… ¡Ni rastro del cordero! Tanto es así, que muchos supusieron que aquella sería la mesa de los sirvientes o de los pobres que Jesús siempre solía invitar a su mesa.
Según iban entrando los invitados, todos iban dirigiéndose, apresuradamente y sin dudar, a ocupar un sitio en la gran mesa, pues todos querían estar cerca de Jesús, en virtud de los méritos conseguidos en vida, pues suponían que Él se sentaría con su Esposa en la mesa principal. Así entraron los hijos, que habían recibido el Bautismo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y eran herederos de la Gracia, y esperaban ser abrazados, besados y acariciados por su Padre durante la cena y por la eternidad. También lo hicieron los siervos, que lo habían dejado todo para seguir al Señor y habían pasado toda su vida trabajando al servicio del buen Dios, siendo encontrados en vela y dándoles la comida a su tiempo a sus hermanos, y esperaban ser recompensados, con el ciento por uno, por su Dios, por toda la eternidad. Igualmente entraron los amigos, aquellos a los que Jesús había dicho: “Ya no os llamo siervos, sino amigos, pues todo se lo había dado a conocer” y ellos querían seguir conociendo más cosas y disfrutar del trato preferencial con su amigo, por toda la eternidad.
Sin embargo, no todos fueron a la mesa más grande, pues, aunque deseaban vivamente estar con Jesús, algunos no se sentían dignos de abrogarse tal privilegio. Además, habían hecho propósito de presentarse ante Él con las manos vacías de sus muchos méritos, para sólo tener los méritos de Jesús si es que alguien se los pedía. Como todavía quedaban algunos puestos por ocupar en la gran mesa, los allí asentados invitaron a los de la mesa más pequeña, diciendo: “Amigos, subid a nuestra mesa, para que no hagan feo estos huecos que han quedado y, así, demos sensación de uniformidad”. Y, poco a poco, muy lentamente, varios de ellos, algunos inseguros y otros a regañadientes, fueron cambiándose hacia la otra mesa, hasta que se llenó totalmente.
Sólo entonces, comenzó a escucharse, cada vez más cercano, el toque solemne del shofar, que señalaba la llegada del Esposo a la sala del festín. Súbitamente, en ese mismo instante, se abrió una puertecita estrecha, por detrás de la mesa pequeña, y una bellísima dama, de porte noble y gentil, y sobrias vestiduras de fiesta, adornadas de flores, pidió permiso a los de aquella mesa para quedarse entre ellos y se sentó expectante, mirando a la puerta principal con una radiante sonrisa en los labios y en los ojos, que brillaban más que sus luminosos vestidos; su cara les resultó muy familiar a todos, pero nadie se atrevió a preguntarle quién era y, al igual que ella, todos dirigieron sus miradas hacia la puerta principal, por donde habría de entrar el Esposo, ya que así, al menos, le verían entrar.
Cuando el Esposo entró en la sala, radiante de mansedumbre y humildad, pero en todo su esplendor de Dios, y con su corazón inflamado y ardiente en llamas de vivo Amor, dirigió una mirada, de afecto profundo y tierno, hacia la abarrotada mesa donde estaban todos sus hijos, servidores y amigos. El Esposo, seguido de su escolta angélica, fue rodeando la gran mesa de invitados, bendiciendo a todos y cada uno de ellos, pero nadie disponía de un puesto libre a su lado donde poder retenerlo y pedirle que se sentara. Cuando hubo terminado de rodear la mesa y de bendecir a todos, el Esposo les hizo una profunda reverencia y una gran alegría y regocijo sustituyó la pena que sentían por no haberse sentado con ellos, a su mesa.
Entonces se volvió hacia la mesa más pequeña y todos pensaron que haría lo mismo antes de dirigirse a una tercera mesa, mucho mejor servida y adornada, que nadie había visto todavía, y donde le estaría esperando la afortunada Esposa, a la que tampoco nadie había visto. El esposo se acercó a la mesa más pequeña y, sonriendo encantadoramente, extendió su brazo hacia aquella dama, que, en el último momento, había entrado en la sala por la puerta de servicio y, ante la sorpresa de todos, la hizo acercarse a su lado.
Todos pensaron que aquella bellísima dama, deliciosamente humilde y sencilla, pero de una gran belleza y resplandor, cuyo corazón, también ahora, resplandecía en llamas, sería la afortunada candidata a Esposa del Cordero. Pero, al llegar ella a su altura, el Esposo la tomó de la mano y la besó dulcemente en la frente, mientras le decía: “Mamá, acompáñame a ocupar nuestro puesto en la mesa nupcial, pues hoy es un día de fiesta y gran regocijo para los ciudadanos del Cielo”. Y, ante la sorpresa de todos, fueron a sentarse con los convidados de la mesa más pequeña. Al ver esto, algunos de los convidados indecisos, que cambiaron de mesa en el último momento, intentaron regresar sus antiguos puestos, que seguían vacíos, pero los ángeles se lo impidieron.
Entonces, el Esposo, puesto en pie, les hizo a los que ocupaban la mesa más pequeña la misma reverencia y bendición que les había hecho a los de la mesa más grande, pero en esta ocasión, en cada reverencia, les fue lavando los pies, uno tras otro, antes de bendecirlos, abrazarlos y besarlos. Después, mandó traer su copa, la copa de la Última Cena, aquella con la que selló la Nueva Alianza nupcial en su Sangre, la levantó en alto y dijo: “Hijitos míos, os dije una vez que no volvería a beber del fruto de la vid hasta que lo bebiera con vosotros en mi Reino. Ese día, por fin, ha llegado. Os doy la bienvenida a todos” y los de la mesa más grande, levantando sus copas, brindaron con Él.
Entonces, dirigiéndose a los de la mesa más pequeña, que no tenían copas y estaban tristes por no haber podido brindar, les dijo: “Amados míos, no andéis agobiados en nuestro día de fiesta. Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de la nueva y eterna Alianza esponsal en mi Sangre” y, pasándoles su propia copa, les hizo beber a todos de ella, comenzando por su Madre. Luego añadió, sonriendo: “Veo que tampoco tenéis corderito pascual en el plato. No os importe, porque Yo-Soy el verdadero Cordero Pascual” y, tomando su pan, lo repartió entre ellos, diciendo: “Tomad y comed todos de él, porque ésta es mi carne servida en alimento, para que os penetréis del Señor”. Así se cumplió la profecía que anunciaba que los elegidos se sentarían a su mesa y Él mismo les serviría.
Después, dirigiéndose a la concurrencia, señaló a los que estaban con Él, en su mesa, y les dijo a todos los presentes: “Estos son mi Madre y mis hermanos, aquellos que escucharon la Palabra de Dios y la cumplieron, a cualquier precio, en todo momento, y hasta el final de sus vidas” y todos se regocijaron con ellos, pues sentían que ellos también, pero en diferente medida, habían escuchado la Palabra de Dios y la habían hecho florecer y dar fruto en sus vidas, así como en la de muchos otros. Entonces continuó diciendo: “Me diréis que si éste es un banquete de bodas, dónde está la Novia del Cordero, aquella que se convertirá en mi futura Esposa”. Y todos asintieron y abrieron los ojos y la boca, expectantes, para escuchar: “Hoy, conforme a la voluntad de mi Padre, tomo mi Esposa de entre los que son mis hermanos. Aquellos que me amaron y se fiaron de Mí hasta el extremo de presentarse ante Mí con las manos vacías de sus múltiples méritos y supieron elegir los últimos puestos en mi banquete, porque les daba igual el sitio, con tal de estar Conmigo, pues solo Yo-Soy su Lote y su Heredad y lo seré por la eternidad. En verdad, en verdad os digo, que ellos supieron elegir la mejor parte y nunca les será quitada. Estos de aquí son, para siempre, mi Amada, mi Novia y mi Esposa, la Esposa del Cordero por la eternidad; y todos vosotros, hijitos míos, muy amados, sentados a la mesa más grande, sois mis invitados a las Bodas del Cordero con la Iglesia enamorada y fiel. Alegrémonos y regocijémonos todos juntos por la eternidad”. Y, a una señal del Esposo, el ángel del Señor anunció: “Dichosos los invitados al banquete de las Bodas del Cordero” y el toque del shofar dio solemne apertura a la Cena del Señor con sus santos y elegidos.
P. Juan José Cepedano Flórez CMM.
+ Salamanca, 31 de Octubre de 2020.
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