07 Abr Beato Engelmar, Abogado en la pandemia, tanto de los infectados como de los que les asisten:
Tifus en Dachau:
A finales de diciembre del año 1944 la situación en el Campo de Concentración de Dachau empezó a ser cada vez más insostenible. Con rapidez vertiginosa una epidemia de Tifus se extendió por todo el Campo. A diario la muerte se cobraba su ración de víctimas.
Los prisioneros contagiados por el tifus eran tantos que no podían ser internados en las dependencias de la enfermería del Campo. Con rapidez las autoridades del Campo destinaron algunos barracones como enfermería, aislándolos del resto de los barracones del Campo.
Expuestos a la enfermedad sin protección alguna, los enfermos morían como mueren las moscas. Según una estadística del Campo el término medio de las defunciones diarias alcanzaba el centenar.
La situación en que se encontraban los enfermos confinados en estos barracones era ciertamente lamentable: yacían sobre tablas encima de sus propios excrementos, cubiertos de piojos –agentes transmisores de la enfermedad– y de pulgas. Se pasaban los días y las noches suspirando entre delirios y revolcándose por los ataques de locura y desesperación.
Se necesitan voluntarios:
Debido a lo peligroso de la enfermedad nadie se prestaba a cuidar de los contagiados de los barracones en cuarentena. La administración del Campo empezó a pedir voluntarios para cuidar de los enfermos y puso sus ojos en los sacerdotes católicos. El sacerdote Sales Hess, testigo de primera mano de aquella situación, nos cuenta: “Encontrándose metida de lleno en una situación tan apurada, la dirección del Campo se acordó de los curas católicos […] Reconocieron entonces nuestro espíritu de sacrificio, pues hasta entonces los curas y los religiosos éramos considerados a los ojos de las SS como parásitos. La decisión de hacerse voluntario no era fácil; se requería un heroísmo de lo más alto. El sacerdote que se ofreciera voluntario para ir a cuidar de los infectados sabía que no podría volver a vivir en su propio barracón; que ya no podría volver a celebrar ni oír misa; y que el trabajo que allí le esperaba era extremadamente duro.
A todo ello había que añadir el constante peligro de quedar contagiado y la escasez de medicinas. Cada uno que se ofreciera voluntario podía contar, con un noventa por ciento de seguridad, son su propia muerte […] Sea cual fuera la intención de la administración del Campo a la hora de buscar voluntarios, el caso es que varios sacerdotes respondieron a la petición […] Del barracón 26 se ofrecieron 10 sacerdotes y otros 10 del barracón 28; todos ellos verdaderos héroes en el sentido más estricto de la palabra. Con la llegada de estos 20 sacerdotes a los barracones de la muerte comenzó una ingente actividad pastoral: quien lo solicitaba podía confesarse, comulgar, recibir los santos óleos e iniciar así el camino del último tramo de su vida con ánimo tranquilo y consolado.” Hasta aquí las palabras del P. Sales Hess.
El sacerdote Otto Pies recuerda que los 20 sacerdotes que se ofrecieron voluntarios lo hicieron “con plena conciencia del peligro que corrían y dispuestos a ofrecer sus vidas.” De los 20 sacerdotes voluntarios, 10 eran alemanes –entre ellos el P. Engelmar- y 10 eran polacos. Como buenos samaritanos, estos sacerdotes voluntarios decidieron ofrecer sus vidas al servicio de los más pobres de los pobres. Como verdaderos mensajeros del cielo fueron recibidos estos sacerdotes en aquellos barracones, infectados de miseria. El P. Engelmar, al ofrecerse voluntario para este servicio de genuina caridad cristiana, realizó la decisión más importante de su vida: se encaminó voluntariamente hacia la muerte por amor a aquellos hermanos suyos. Aquellos bloques infectados de tifus en Dachau se convirtieron en la última parroquia y misión del P. Engelmar.
El sacerdote Josef Witthaut, amigo personal del P. Engelmar y prisionero junto con él en Dachau, comenta así la decisión tomada por el P. Engelmar: “Cada mañana los cadáveres semicubiertos por la nieve evidenciaban la situación en que se encontraban los barracones de la epidemia. Como vecino de dormitorio que fui del P. Engelmar, estoy seguro que él era consciente de lo que hacía.”
Richard Scheider, otro de los sacerdotes que vivió durante cuatro años con el P. Engelmar en el Campo de Concentración de Dachau, escribió el 12 de diciembre de 1979 un informe, basado en los recuerdos que había conservado en sus apuntes. En dicho informe relata el comportamiento del P. Engelmar en aquel lugar de sufrimiento, enfatizando sus dones humanos y morales. Reproducimos la última parte de su testimonio, donde justifica las razones por las que el P. Engelmar puede ser considerado como un mártir de la fe y de la caridad hacia el prójimo: “Su celo por las almas se hizo especialmente evidente cuando se declararon las fiebres tifoideas en el Campo. Los barracones abarrotados de gente y la higiene insuficiente fueron la causa de que se produjera la epidemia. Algunos barracones fueron aislados y destinados solamente para los enfermos. Tan alta fue la cifra de mortandad que, después del mes de Diciembre de 1944, los casi mil pacientes de uno de aquellos barracones murieron todos en el espacio de cuatro semanas. Al final ya nadie quería ir a trabajar en los barracones infectados.
Movidos por tanta miseria, se acercaron a los sacerdotes pidiendo voluntarios, que hasta el momento no habían sido requeridos para este trabajo. Preguntando quién se ofrecería voluntariamente para cuidar de los contagiados por la enfermedad, fueron tantos los sacerdotes que se ofrecieron voluntarios, ya del clero secular así como de entre los religiosos, que el número vino a ser mayor del que era necesario. El P. Engelmar fue uno de ellos. Con grandes muestras de alegría los enfermos les dieron la bienvenida. Tanto católicos como ortodoxos no tenían sino una sola petición: poder recibir los últimos sacramentos. Ahora ya nadie podía frenar al P. Engelmar. Como luego la gente me contó, el P. Engelmar no paraba un momento de atender a los moribundos.
Utilizando el camino que iba desde la ‘plantación’ al Campo, los sacerdotes que estábamos fuera no dábamos a vasto a la hora de conseguir el suficiente óleo para la unción de los enfermos. Lo mismo nos pasaba con las hostias consagradas, que metíamos en la zona en cuarentena a través de las alambradas de espinos, cuidándonos mucho –como es lógico- de no ser vistos por nadie. Algunas veces se pudo celebrar la Misa, de la manera clandestina, como lo hacían los cristianos cuando eran perseguidos. A través del viñedo, todos en el Campo de Concentración vinieron a saber del celo apostólico y de la compasión del P. Engelmar y del jesuita, P. Lenz, hacia sus semejantes. Ambos se sacrificaron totalmente por los enfermos. Como muchos otros, también ambos quedaron contagiados de la enfermedad y casi al mismo tiempo.
El P. Lenz salió adelante, gracias a los esfuerzos que se hicieron por salvar su vida. El P. Lenz era muy conocido en todo el Campo y altamente estimado por su celo y compasión, lo que en una ocasión le acarreó el que fuera encerrado durante cuatro semanas en una celda, tan pequeña que solamente se podía estar de pie. Tan pronto como se supo en el Campo que también el P. Lenz había contraído el tifus, la gente empezó a comentar: ‘No puede morirse’. Se extrajo sangre de aquellos prisioneros, que se habían recuperado del tifus, gracias al tratamiento recibido. Con ella se le hicieron transfusiones al P. Lenz, que recibió tanta sangre con anticuerpos, que se recuperó y no llegó a morir.
Unzeitig, en cambio, no había desarrollado suficientes anticuerpos como para superar la infección. Así él dio rienda suelta a su ardiente fe y amor hacia sus semejantes, sacrificándose por entero hasta morir. Se podría decir, sin muestra alguna de adulación, que el P. Engelmar Hubert Unzeitig fue un mártir: un mártir de la fe, porque por causa de la fe fue confinado en el Campo de Concentración de Dachau y allí alcanzó la muerte, movido por su celo hacia las almas; y un mártir del amor fraterno, porque puso en riesgo su vida al cuidar de aquellos prisioneros en el campo, que no eran considerados como personas, sino simplemente como números.”
Otro sacerdote, prisionero también en Dachau, el P. Johannes Maria Lenz SJ, mencionado en el testimonio anterior, nos ha dejado un importante testimonio de la actividad del P. Engelmar como voluntario entre los enfermos de tifus. Cuenta el P. Lenz: “Los cuidados y servicios realizados eran para el P. Engelmar expresión necesaria y fruto consecuente de su amor sacerdotal hacia el prójimo. De buena gana confesaba a sus pobres y de manera tranquila y bondadosa les repartía consuelo […] El P. Engelmar era un hombre dispuesto a cualquier sacrificio […] Una tarde me avisaron que alguien preguntaba por mí en una ventana de la segunda habitación. Era Engelmar quien llamaba y preguntaba por mí. Ahora no recuerdo bien lo que quería, pero recuerdo que en aquella ocasión Engelmar estaba lleno de alegría y de buen humor. La felicidad de poder realizar su trabajo sacerdotal se reflejaba en sus ojos y en su semblante.
Algunos días después me mandó llamar de nuevo. Quería óleo de enfermos para sus pacientes moribundos, porque se le había terminado el suyo. Compartí con él del que yo tenía. Pero en esta ocasión su rostro me asustó: la fiebre le brillaba en los ojos y había manchas rojas en sus flacas mejillas. Se mantuvo de pie, un tanto encorvado. Se estrechó su fina chaqueta alrededor de sí, porque le sacudió un fuerte escalofrío. Era todavía invierno, alrededor del 20 de febrero de 1945. Le aconsejé que se cuidara, a lo que me contestó con una suave sonrisa. Creo que no se daba cuenta del estado tan grave en que se encontraba ni parecía darse cuenta que la muerte ya le había echado mano sin remedio. Él quería seguir ayudando todavía a muchos, porque muchos eran los que le esperaban. No pensaba para nada en sí mismo.”
Oficialmente el P. Engelmar junto con los otros 19 sacerdotes empezó a trabajar con los afectados del tifus el 11 de febrero de 1945. De los 20 que se ofrecieron voluntarios, sólo 2 salieron con vida: el dominico P. Leonhard Roth OP y el jesuita P. Johannes María Lenz SJ.
El amor multiplica las fuerzas:
A pesar de tener los días ya contados, el P. Engelmar pudo escribir todavía en las últimas semanas de su vida unas cuantas cartas. Lograr que las cartas salieran del Campo resultaba difícil sobremanera, ya que por aquel entonces los bombardeos de los Aliados eran más frecuentes y agresivos. En estas últimas cartas aparece el mismo P. Engelmar de siempre: hombre espiritual y creyente, amigo bueno y amable, sacerdote celoso y misionero valiente.
La primera carta del año 1945, fechada el 14 de enero, iba dirigida en su primera parte al P. Otto Heberling CMM, su superior en Austria. En ella podemos leer:
“Ninguno de los ataques aéreos nos ha golpeado. Con la confianza puesta en Dios empezamos el nuevo año, esperando una vez más ser capaces de trabajar por su gloria y por la salvación de las almas.”
En la segunda parte de la carta, arriba mencionada, dirigida a su familia, podemos leer:
“Desde Navidad estamos soportando un invierno bastante severo con algo de nieve. Y, sin embargo, qué feliz se siente uno cuando, a pesar de todo, los aviones enemigos no le han destruido el techo sobre su cabeza, como últimamente ha ocurrido con frecuencia en Múnich. ¡Ojala la gente diera con el camino que conduce a la paz, al menos internamente, dado que externamente tienen que soportar la situación sin esa felicidad! Con gusto ofreceremos todo y rogaremos a Dios por esta intención a lo largo de este nuevo año. No debemos nunca olvidar que todo lo que Dios nos envía o permite es para nuestro bien. Depende únicamente de nosotros hacer uso de todo ello para la gloria de Dios y para hacer felices a otros. Obrando así, obtendremos de todo ello el mayor de los frutos y la vida se volverá más llevadera.”
En la carta que escribió a su hermana el 28 de enero de 1945 le agradece los paquetes de Navidad recibidos. Hacia el final de la carta escribe:
“Me encuentro todavía bien, gracias a Dios. También aquí el invierno está siendo bastante severo, con nieve y, algunas veces, con frío intenso, alternando con tiempo más suave. Pero, como te decía, tengo suficiente ropa de invierno, por lo que no me voy a congelar. Por lo demás, continuemos aceptando de las manos de Dios todo lo que Él nos mande en el futuro y ofrezcámosle todo, suplicándole que envíe pronto a la humanidad, tan afligida, la paz que tan ardientemente desea.”
La última carta que escribió, tal y como se conserva, no lleva fecha ni destinatario. Con toda probabilidad iba dirigida a su hermana Adelhilde Regina, misionera de Mariannhill. Es de suponer que, cuando escribió estas líneas, ya estaba contagiado de tifus, pero nada dice de ello en su carta. Esta carta puede ser considerada como su testamento.
“También yo me sentí muy feliz al tener, después de tanto tiempo, una señal de vida de tu parte. Quizá todo se deba a que los medios de transporte andan en estos días muy alterados. Sin embargo, esta situación no tiene por qué hacernos perder la calma, ya que nos sentimos bien protegidos en las manos de Dios, como dice San Pablo: ‘En la vida y en la muerte somos del Señor’. ¿Qué serían de todas nuestras actividades, planes y habilidades, si la gracia de Dios no nos condujera y guiara? La gracia del Todopoderoso nos ayuda a vencer las dificultades. En efecto, como dice Santa Felicidad, ‘el Salvador mismo es quien sufre en nosotros y lucha del lado de nuestra buena voluntad por el triunfo de su gracia’. Así, de esta manera, podemos aumentar su gloria, si no ponemos ningún impedimento en el camino de su gracia y nos rendimos totalmente a su voluntad.
El amor multiplica las fuerzas, inventa cosas, da libertad interior y alegría. El corazón del hombre no puede imaginar ‘lo que Dios ha preparado para los que le aman’. También es cierto y no hay duda de ello que, como si de una fuerte helada se tratara, los hombres tienen que soportar ahora la dureza de la realidad, llena de agitación, prisas, deseos impetuosos, exigencias, divisiones y odios. Pero los rayos cálidos del sol, que es el amor de Dios Padre, son más fuertes y, al final, triunfarán. El bien es inmortal y la victoria debe ser de Dios, aunque a veces parezca tarea inútil extender el amor de Dios en el mundo. De cualquier forma, el corazón del hombre desea el amor y, al final, nada se resiste a la fuerza del amor, con tal de que esté basado en Dios y no en las criaturas. Sigamos haciendo lo posible y ofrezcamos sacrificios para que reinen de nuevo al amor y la paz […] Gracias a Dios, nos mantenemos bien y sanos […] Siempre me acuerdo de vosotros en la oración. Vuestro sinceramente, Hubert.”
El 20 de febrero de 1945 el P. Engelmar dejó de ser enfermero para pasar a ser un enfermo más en los barracones en cuarentena. Los médicos le diagnosticaron tifus en estado avanzado. Durante aquellos días experimentó una leve mejoría, recayendo enseguida y muriendo el 2 de marzo de 1945. El día antes había cumplido 34 años. El certificado de defunción dice que el prisionero Hubert Engelmar Unzeitig murió el viernes 2 de marzo de 1945, a las 7,20 de la mañana. Fueron sus compañeros sacerdotes los que le atendieron en su enfermedad, le dieron el consuelo de recibir los últimos sacramentos y, ya fallecido, celebraron un Requiem por su eterno descanso.
P. Lino Herrero Prieto CMM
Misionero de Mariannhill


























