
03 Mar Tres ingredientes de un “Mártir de la Caridad” (III): El Sacrificio
Queridos hermanos: Sed bienvenidos al tercer día de este Triduo al Beato Engelmar Unzeitig CMM y, también, al tercero de los ingredientes necesarios para ser un “Mártir de la Caridad”, como él lo fue: El Sacrificio. Esa cualidad del amor entregado que, llevado hasta el extremo y derramado sin medida, se convierte en amor sacrificial, capaz, no sólo de desvivirse por el prójimo, sino de entregar, realmente, la propia vida por aquel a quien se ama, para que tenga vida; lo que llevó al Beato Engelmar a partir y repartir su corazón, como alimento, a desprecio de su vida, como ofrenda de holocausto, entregándose por entero a las necesidades de aquellos más necesitados, que morían por decenas, en condiciones infrahumanas, y desviviéndose por ellos hasta el último aliento de su vida, mereciendo, por ello, el título de “Mártir de la Caridad”.
El profeta Isaías, refiriéndose al siervo doliente de Yahveh, escribió algo que nos hace recordar el proceder del P. Engelmar en el Campo de Concentración de Dachau: “Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca. Tras arresto y juicio fue arrebatado, y de sus contemporáneos, ¿quién se preocupaba? Fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo ha sido herido; […] por más que no hizo atropello ni hubo engaño en su boca. Mas plugo a Yahveh quebrantarle con dolencias. Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca a Yahveh se cumplirá por su mano. Por las fatigas de su alma, verá luz, se saciará. Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará. Por eso le daré su parte entre los grandes y con poderosos repartirá despojos, ya que indefenso se entregó a la muerte […] e intercedió por los rebeldes» (Is.53,7-12).
Por favor, Padre Engelmar, ¿podemos preguntarte una cosa?: ¿Cuándo tu amor entregado se convirtió en amor sacrificial? ¡Ummm!, déjame pensar… Creo que empezó cuando comencé a repartir lo que recibía entre los que nada recibían y terminé dándome a mí mismo: primero, mi tiempo y mi persona y, después, mi salud y mi vida… Sí, así fue,… pero, respondiendo a tu pregunta, creo que fue al final de mi vida, cuando, a pocos días de que Dachau fuera liberado, me ofrecí voluntario para ayudar a los enfermos de los barracones infectados por el tifus, sabiendo que, al hacerlo, firmaba mi propia sentencia de muerte, pues nunca saldría vivo de allí ni volvería a ver a los míos. Al elegir ese camino, me vería obligado a comenzar una carrera contra-reloj contra la muerte, empleándome a fondo, para que, cuando ésta me alcanzara, como sacerdote, hubiera ayudado, consolado y encaminado hacia Dios, ayudándolos a bien morir, a los más posibles.
Tenía muy claro que no eran las autoridades del Campo las que me quitaban la vida con aquella desesperada petición de voluntarios, sino que era yo mismo quien la entregaba libre y voluntariamente, por amor a aquellos a los que Dios amaba. Por eso, cuando el obispo pidió voluntarios para atender los barracones infectados de tifus, supe que debía estar allí y, sin dejarle terminar de hablar, levanté el brazo, diciendo: “Por favor, cuente conmigo” y, en seguida, otros sacerdotes me imitaron, completándose, rápidamente, el número de los voluntarios pedidos por las autoridades del Campo. Quede satisfecho e impresionado por la rapidez y generosidad de aquella respuesta por parte de todos, dándole gracias a Dios por ello.
Recuerdo que, después de hablar, volví a sentarme muy lentamente, abrumado por la exigencia de aquella misión, preguntándole interiormente a mi Señor, cómo afrontaría de manera digna aquella nueva tarea que Él me encomendaba y, mientras lo hacía, vino a mi memoria el recuerdo de mi padre, que murió de tifus, lejos del cariño de los suyos, en la soledad y el anonimato de un campo de concentración de la Primera Guerra Mundial… ¡Qué curioso!…, iba a morir como él, de tifus y en un campo de concentración, lo único diferente sería el número de Guerra Mundial: a él, como padre, le tocó la primera y, a mí, como hijo, me correspondió la segunda… ¡Ja, ja, ja! ¡Lo siento, no quedará ningún Unzeitig para la tercera!… Esta coincidencia me reconfortó y me sacó una sonrisa, mientras lágrimas de emoción rodaban por mis mejillas: Dios había respondido a mi pregunta y sabía perfectamente lo que Él esperaba de mí, pues yo mismo se lo había pedido un día, hace muchos años, antes de que pensara en ser sacerdote, cuando, siendo todavía un niño, llegó a casa la noticia de la enfermedad y muerte de mi querido padre, en el destierro de aquel campo de concentración ruso.
Y, recogiéndome en oración, con una determinación esperanzada, dije en mi interior: “Papá, voy a hacer por esa pobre gente todo lo que una vez quise hacer por ti y no fue posible. Y, al hacerlo, te veré a ti en cada uno de ellos, para que todos ellos puedan sentir, en la acción del sacerdote, la presencia, el cariño y el consuelo de aquel hijo que quisieran tener a su lado, para apretar su mano y dedicarle su última mirada antes de morir, aunque su verdadero hijo se desespere, en la impotencia de no poder hacer nada por su padre, en la lejanía del hogar. Papá, te prometo que voy a tener con cada uno de ellos el mismo cuidado, cariño y atención que hubiera tenido contigo en aquella ocasión y, de esa forma, con cada nueva unción, te estaré ungiendo, escuchando y mirando a ti en cada uno de ellos. Les ayudaré a bien morir, como me hubiera gustado ayudarte a ti, pero con más poder ahora, pues soy sacerdote y puedo perdonar los pecados en nombre de Dios, y les cerraré los ojos tras su muerte, como me hubiera gustado cerrártelos a ti. Amén”.
El P. Johannes Maria Lenz, SJ, compañero de cautiverio del P. Engelmar, nos refiere la última vez que logró ver con vida al P. Engelmar: «Una tarde me llamaron desde una ventana de la segunda habitación. Era Engelmar, que llamaba y preguntaba por mí… Quería óleo de enfermos para sus pacientes moribundos, porque se le había terminado el suyo… La fiebre brillaba en sus ojos y había manchas rojas en sus flacas mejillas… no parecía darse cuenta de que la muerte ya le había echado mano sin remedio. Él quería seguir ayudando todavía a muchos, porque muchos eran los que esperaban su ayuda. En sí mismo, él no pensaba».
Jesús dijo una vez: «Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas, que no son de este redil -aquí no puedo por menos que pensar en los prisioneros rusos del P. Engelmar-; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre»» (Jn.10,14-18).
El Dr. Sales Hess, O.S.B., otro compañero del P. Engelmar, nos dice de él: « El P. Engelmar escaló las cimas de la caridad y del celo sacerdotal en los últimos meses de nuestro internamiento […] Al ofrecerse como voluntario, el P. Engelmar realizó la decisión más importante de su vida: se encaminó voluntariamente hacia la muerte por amor a aquellos hermanos suyos. […] Las enfermerías estaban llenas del insoportable olor de la epidemia. Esas cavernas de muerte, llenas de moscas y cinches, fueron su diario campo de acción. El espacio sobre las camas era tan bajo y reducido, que uno no podía incluso ni sentarse. El sacerdote, encorvado y de rodillas, tenía que arrastrarse de un paciente a otro. El lecho del paciente servía de mesa. […] La mayoría (de ellos) recibieron los últimos sacramentos y ninguno de los que deseaba recibirlos murió sin ellos, gracias al P. Engelmar y sus asistentes. ¡Algo increíble para el infierno de Dachau! Aquellos bloques del tifus en Dachau se convirtieron en la última parroquia del P. Engelmar.
Queridos hermanos: Parafraseando a San Juan Crisóstomo, uno de los Padres de la Iglesia, en su elogio al apóstol San Pablo, creo que hoy podríamos afirmar, también, con él, que “el corazón del P. Engelmar, como el del Buen Samaritano y el Buen Pastor, era el Corazón de Jesús”. Me gustaría despedir el triduo con estas palabras del P. Engelmar, tomadas de su testamento espiritual: “Haced el bien, dado que el bien es inmortal y la victoria es de Dios”.
Querido P. Engelmar, “Mártir de la Caridad” y “Ángel de Dachau”, tú que supiste entregar la propia vida por aquellos a los que Dios amaba, para que tuvieran vida. Ruega por nosotros.
A la memoria de mi Padre.
P. Juan José Cepedano Flórez CMM.
+ Salamanca, 21 de Febrero de 2020.