
27 Feb Tres ingredientes de un “Mártir de la Caridad” (II): La Entrega
Queridos hermanos: Sed bienvenidos al segundo día de este Triduo al Beato Engelmar Unzeitiz CMM y, también, al segundo de los ingredientes necesarios para ser un “Mártir de la Caridad” como él lo fue: La Entrega. Esa cualidad del amor verdadero, que lejos de dar de lo que le sobra, como sello de autenticidad y de identidad, es capaz de compartir, incluso, aquello que necesita para vivir, como aquella pobre viuda del Evangelio, y no se cierra sólo a lo material, sino que, saltando a lo espiritual, dispone, también, de nuestro tiempo y de nuestras habilidades, capacidades y disposiciones personales, implicando todo nuestro ser; lo que llevó al Beato Engelmar a transformar, en pan, su corazón, para alimentar a sus hermanos, mereciendo, por ello, el título de “Ángel de Dachau”.
En cierta ocasión, dijo Jesús a sus discípulos: ««Dadles vosotros de comer». Ellos le dicen: «¿Vamos nosotros a comprar doscientos denarios de pan para darles de comer?» Él les dice: «¿Cuántos panes tenéis? Id a ver». Después de haberse cerciorado, le dicen: «Cinco, y dos peces». […] Y tomando los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los iba dando a los discípulos para que se los fueran sirviendo. También repartió entre todos los dos peces. Comieron todos y se saciaron. Y recogieron las sobras, doce canastos llenos y también lo de los peces. Los que comieron los panes fueron 5.000 hombres.» (Mc.6,37-38 y 41-44). El que tenga oídos para oír, que escuche.
Por favor, Padre Engelmar, ¿podemos preguntarte una cosa?: ¿cuándo tu amor se convirtió en amor entregado, en entrega generosa? ¡Ummm!, Déjame pensar… Creo que desde el primer momento de estar en el Campo de Concentración, cuando tomé conciencia de cómo funcionaban allí las cosas y aprendí a moverme en mi nueva situación, tratando de ser útil como persona y como sacerdote. Tenía claro que, a pesar de los continuos peligros y las exageradas prohibiciones para casi todo, no podía quedarme de brazos cruzados, por temor a perder la vida, cuando tantos me necesitaban y tanto era el bien que podía hacer con ella, no guardándola para mí, sino viviéndola para ellos.
Y ya que la vida peligraba constantemente, ¿por qué no aprovecharla para producir el mayor bien posible antes de que me la arrebataran?… Y si, antes o después, de una manera o de otra, me quitarían la vida o por accidente o enfermedad la perdería, ¿por qué no entregarla y que me fuera arrebatada haciendo el bien y no la perdiera estérilmente, escondido por miedo en mi agujero? Y ya que entregaba voluntariamente mi vida, ¿por qué no ofrecerla generosamente, colmando la medida de esa entrega? Esta determinación dio alas a mi caridad sacerdotal y me permitió hacer infinidad de cosas, a veces insospechadas, para gloria de Dios y bien de mis hermanos, pues Dios era mi confidente, mi guía y mi cómplice en todo lo que hacía y nunca dejó de sorprenderme hasta el final de mi vida.
Pero, respondiendo a tu pregunta, creo que fue, sobretodo, en el verano del 42, cuando faltaron los suministros de comida en Dachau y se desató una hambruna mortal en todo el Campo. ¡Era inaudito: Teníamos que seguir trabajando con total normalidad, en duros trabajos de esfuerzo, como si estuviéramos recién comidos, con el estómago vacío y, así, por días y días! Gracias a Dios, en el otoño de aquel año, la dirección del Campo permitió la recepción de paquetes con comida desde el exterior y esto supuso un alivio para todos nosotros, pues, gracias a la llegada de aquellos paquetes de comida, los sacerdotes prisioneros pudimos organizar toda una red de distribución de alimentos y, dado que mucha de la comida recibida debía ser preparada y cocinada antes de su distribución, instalamos un fogón en un rincón del bloque 26 y, por ello, los presos bautizaron nuestro barracón con el nombre de la “Iglesia-Cocina”. Ja, ja, ja.
Y es que «depende de nosotros hacer cada cosa por la gloria de Dios y hacer felices a los demás. Obtenemos así el más grande de los beneficios y la vida se vuelve más llevadera…» (De una carta de Enero de 1943). Yo mismo, al comprender que mi familia se estaba privando de la comida para mandármela, a pesar de pedirles que no lo hicieran, consideré una exigencia de caridad cristiana compartirla con aquellos prisioneros, menos afortunados que yo, que no tenían “la suerte de recibir algo”.
Un día, el Cielo bendijo nuestra actividad caritativa con un regalo muy especial: una imagen de la Virgen María, Madre de todos los sacerdotes, con el Niño Jesús en brazos, bajo la forma de un gigantesco paquete de comida, que no sirvió de alimento corporal, pues era de madera, pero sí de alimento y consuelo espiritual para todos los sacerdotes que allí estábamos, ¡casi tres mil! La introdujimos en la capilla de nuestro barracón y la llamamos Nuestra Señora de Dachau; ante ella oramos y lloramos, compusimos canciones y oraciones, y fue nuestro consuelo y fortaleza, para seguir trabajando, bajo su amparo y protección, en el nombre de su Hijo, nuestro Señor, sin desalentarnos, a pesar de la dureza de aquel valle de lágrimas, convertido por el pecado y la vileza del hombre, en el infierno de Dachau.
El Dr. Sales Hess, O.S.B. nos dice que «el P. Engelmar no fue sólo uno de los casi 3.000 clérigos de Dachau que, en un mundo sin Dios, dieron su vida por Cristo; el P. Engelmar fue un héroe de la caridad, un héroe del celo apostólico… Durante años, él cuidó de los inválidos con un celo particular, los confortó, los oyó en confesión, los abasteció de comestibles…».
Y el P. Joseph Witthaut, por su parte, nos dice que el P. Engelmar «siempre estaba pensando en cómo ayudar a los demás. Él se consideraba a sí mismo el último. Cuando recibía un paquete de casa, siempre encontraba a alguien con quien compartir. Mendigaba entre sus hermanos sacerdotes para luego entregar lo recogido allí donde más se necesitaba. Muchas limosnas pasaban por sus manos e iban a parar a los prisioneros más necesitados; a gran número de los cuales conocía, debido a su mucho tiempo de estancia en el Campo».
Queridos hermanos: Un día, el Rey miró a su derecha y vio al P. Engelmar, que acababa de llegar, y mirándole con un amor indescriptible, le dijo: Acércate, mi querido Engelmar, amigo mío, servidor bueno y fiel, bendito de mi Padre, y recibe la herencia del Reino preparado para ti desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me diste de comer; tuve sed, y me diste de beber; era forastero, y me acogiste; estaba desnudo, y me vestiste; enfermo, y me visitaste; en la cárcel, y viniste a verme«.
Entonces, el P. Engelmar, sorprendido, le preguntó: «Perdón, Señor, pero ¿cuándo te vi hambriento, y te di de comer; o sediento, y te di de beber?” Y el Señor, sonriendo, le dijo: “En la hambruna de Dachau, cuando me diste los alimentos que tu familia te dio, cuando mendigaste entre tus compañeros para darme de comer, cuando me acercaste tu agua y tu caldo, quedándote tú sin comer ni beber, para que yo comiera y bebiera. Dichoso tú, amado Engelmar”. “Perdóname una vez más, mi Señor, pero ¿cuándo te vi forastero, y te acogí?” “Cuando aprendiste el ruso para mí y te hiciste mi hermano y amigo, acogiéndome cuando llegaba despreciado y prisionero, y con amor, constancia y dedicación, tradujiste al ruso mi Palabra y Catecismo y creaste toda una pastoral para confortarme, enseñarme y acercarme a Dios, administrándome los sacramentos. Bendito tú, amado Engelmar”.
“Perdóname otra vez, mi Señor, ¿y cuándo te vi desnudo y te vestí?” “Cuando pediste limosna para vestirme, al verme desnudo y necesitado, o te desvestiste tú para vestirme a mí con tu propia ropa, cuando me procuraste abrigo en invierno, mendigándolo para mí entre los que acumulaban prendas sin usarlas. Misericordioso tú, amado Engelmar”. “Disculpa mi insistencia, Señor, pero ¿cuándo te vi enfermo o en la cárcel y fui a verte?” “Cuando estaba preso y enfermo en Dachau, lo mismo que tú, y no por ello dejaste de ir a verme y, olvidándote de ti, me hiciste el bien, con esmero y dedicación, aún a costa de tu salud y de tu vida, dándome los santos óleos, ayudándome a bien morir y cerrándome los ojos, como un buen hijo haría con su padre. Bienaventurado, tú, discípulo amado, mi querido Engelmar, mi buen samaritano y Ángel mío en Dachau. En verdad te digo que cuanto hiciste a estos mis hermanos, a mí en persona me lo hiciste. Bienaventurado tú, mi bien amado Engelmar, mi Buen Samaritano, pasa al gozo de tu Señor” (cf. Mt.25,34-40).
Querido P. Engelmar, “Mártir de la Caridad” y “Ángel de Dachau”, tú que supiste transformar, en pan, tu corazón, para alimentar a tus hermanos. Ruega por nosotros.
P. Juan José Cepedano Flórez CMM.
+ Salamanca, 22 de Febrero de 2020.