
27 Feb Tres ingredientes de un “Mártir de la Caridad” (I): El Amor
Queridos hermanos:
Bienvenidos al primer día de este Triduo al Beato Engelmar Unzeitiz CMM y, también, al primero de los ingredientes necesarios para ser un “Mártir de la Caridad”, como él lo fue: El Amor. Esa capacidad del corazón humano, que, rompiendo el cerco egoísta del amor propio y dejando atrás la zona del propio confort, para salir a las periferias del tú, como diría el Papa Francisco, se atreve a abrirse y exponerse a los demás, ya que siempre se necesita un tú para poder amar, haciendo nuestro amor verdadero y permanente, entregado y oblativo, generoso y altruista, pues “a amar, se aprende amando” y si, además, este amor es santo y sin medida, tal como Dios nos ama primero y nos invita a amar, después, hasta que nos duela, como decía Santa Teresa de Calcuta, o hasta el extremo de dar la vida por sus amigos, como diría Jesús, se convierte, entonces, en ese amor sacrificado y sacrificial, en sacrificio de puro amor, en ofrenda de suave olor, lo que llevó al Beato Engelmar a vivir con el corazón en la mano, recibiendo el título de “Misionero de Misericordia”.
Jesús dijo una vez a sus discípulos: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos, y vosotros sois mis amigos si cumplís lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor. Os llamo amigos, porque os he dado a conocer todo lo que aprendí de mi Padre. Vosotros no me elegisteis a mí; he sido yo quien os eligió a vosotros y os preparé para que vayáis y deis fruto, y ese fruto permanezca. Así es como el Padre les concederá todo lo que le pidan en mi Nombre. Amaos los unos a los otros: esto es lo que os mando» (Jn.15,12-17).
Por favor, Padre Engelmar, ¿podemos preguntarte una cosa?: ¿Cuándo sentiste la llamada a servir a Dios desde el amor? ¡Ummm!, déjame pensar… Pues desde muy pequeño, pero la muerte de mi padre, a la vez, lo retrasó todo, pues yo era el único varón de la familia y tuve que encargarme de la granja familiar, y lo clarificó todo, pues me decidí a entrar en el seminario de Mariannhill para dar respuesta a aquella voz que, insistentemente, en mi interior, me hablaba de ser consagrado, sacerdote y misionero y de llevar el amor y la luz de Dios a los de lejos, a la vez que me pedía una entrega sincera y auténtica a esa llamada y me hacía sentir la necesidad de ser uno con Aquel que me llamaba y que, desde el primer momento, me invitaba a amar y a perdonar como Él, poniendo de mi parte cuanto yo era y tenía, sin reservarme nada para mí y sin pedir nada a cambio.
Y ¿cuándo ese amor te cambió la vida? Cuando traté de ponerlo en práctica en la parroquia de Glöckelberg, a la que mis superiores me habían destinado, pues al estallar la Segunda Guerra Mundial, se hizo imposible enviarme a misiones. Allí traté de inculcar y de practicar este amor con mi feligresía, por lo que a mayores del ejemplo de vida, en mis sermones dominicales, en las catequesis parroquiales y en las clases de religión en la escuela siempre defendí la vida, la concordia y la igual dignidad entre personas, fueran éstas arias o judías; pero la situación política y social estaba muy crispada por el nazismo y las autoridades de Glöckelberg, que querían ganarse las simpatías de Hitler, eran demasiado radicales en la vivencia de las consignas nazis, por lo que acabaron denunciándome a la Gestapo, la policía secreta nazi, que me arrestó y, sin juicio previo, me condenó a vivir y morir, como preso político, en el Campo de Concentración de Dachau.
Su hermana, María Huberta Unzeitig CPS, nos lo cuenta así: «De repente vi cómo paraba allí -en la casa rectoral- un coche y eso me asustó un poco. Al poco rato, mi hermano vino donde yo estaba y me dijo: “¡Mira, la Gestapo está aquí! ¡Ven conmigo rápidamente!” […] Mientras tanto los dos oficiales registraban todo en la oficina parroquial. Página tras página, miraron los sermones de mi hermano y cogieron algunos de ellos. Hubert estaba pálido mientras cogía su pequeña maleta para poner en ella algunas cosas. Yo no fui capaz de hacerle algo para comer. Me hubiera gustado cocinar algo para él. Pero todo ocurrió muy rápido…» (Testimonio del 21-Abril-1941).
Una vez en Dachau, el cariz que tomó la situación fue completamente abrumador y el paisaje de relaciones humanas, totalmente desolador: Aquello era la antesala del infierno y el jefe del Campo se había complacido en presentarse como el diablo en persona. Comencé a temblar de espanto y a sudar frío, mientras pensaba: “¡Dónde me he metido, Señor!, ¿cómo has permitido todo esto?”; hasta tuve la tentación de creer que había sido un pardillo, por confiar en el amor y la bondad de las personas, y un bocazas, que si se hubiera estado quieto y callado y no hubiera dicho esto o aquello no estaría ahora allí. Tenía ganas de llorar de angustia y desamparo, pero, a pesar de todo, tenía que reconocer que yo había hecho lo que tenía que hacer y dicho lo que tenía que decir, pues no era yo el que estaba equivocado, sino que era profeta para un mundo desquiciado, en el que todo estaba patas arriba y era preciso decírselo y despertarlo de su pesadilla de muerte, para que regresaran la paz, el amor y la verdad.
Esto me tranquilizó y me permitió orar, nuevamente, y me llevó a observar cómo funcionaba todo allí, para tratar de cambiarlo. ¿Lo había perdido todo? No, realmente no. Yo seguía siendo consagrado, sacerdote y misionero, eso no había cambiado en absoluto, lo único que había cambiado, y drásticamente, por cierto, era la situación donde poder ser todo aquello… ¿Quién dijo miedo? Le di gracias a Dios por aquella revelación, pues no estaba al final de mis días, sino al comienzo de un mundo lleno de posibilidades, pues todos estaban necesitados del amor de Dios y ahí podía yo hacer y decir muchas cosas; es más, Dachau podría ser, ahora, mi nueva parroquia e, incluso, mi nuevo destino en misiones ¡Aquello sonaba muy bien! Gracias, mi Señor, por este regalo que me has hecho y perdóname por haberme asustado y escandalizado de Ti.
Y ¿cuál sería el plan pastoral para mi nueva parroquia? Pues era bien claro: “Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor”, como decía San Francisco de Asís y “amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt.5,44-46.48), como dice mi bien amado Jesús. Porque «el amor multiplica las fuerzas, inventa cosas, da libertad interior y alegría… los rayos cálidos del sol que es el amor del Padre bueno son más fuertes y al final triunfarán. Lo bueno es inmortal y la victoria debe ser de Dios, aunque a veces parezca tarea inútil extender el amor de Dios en el mundo. De cualquier forma, el corazón del hombre desea el amor; al final nada se resiste a la fuerza del amor, con tal de que esté basado en Dios y no en las criaturas. Sigamos haciendo lo posible y ofrezcamos sacrificios para que el amor y la paz reinen pronto, otra vez» (Testamento Espiritual). Y me puse manos a la obra hasta mi último aliento, lo importante era sembrar, otros cosecharían lo sembrado y se alegrarían por ello; como dijo el salmista: “Al ir iba llorando llevando la semilla, al volver vuelve cantando trayendo sus gavillas” (Sal.126,6).
Según nos dice el P. Johannes María Lenz, SJ, «los cuidados y servicios eran para el P. Engelmar expresión necesaria y fruto de su amor sacerdotal hacia el prójimo. Con gusto confesaba a sus pobres y de manera tranquila y bondadosa repartía consuelo…». Entre las muchas acciones pastorales y misioneras que el P. Engelmar desarrolló en el infierno de Dachau, destacan aquellas que realizó a favor de los prisioneros rusos. El P. Engelmar entró en contacto con ellos en la barraca llamada “Messerschmitt”, donde tenía que trabajar con otros sacerdotes alemanes y austriacos. A pesar de las amenazas de severos castigos, el P. Engelmar administraba los sacramentos, asistía a los moribundos y llevaba la comunión a los enfermos. Junto con otros sacerdotes, el P. Engelmar tradujo al ruso partes de la Sagrada Escritura, textos del Catecismo y párrafos del libro “La Imitación de Cristo”, de Tomás de Kempis, pues los prisioneros rusos leían con gran avidez y a escondidas estos textos.
«Querido P. Engelmar, “Ángel de Dachau” y “Mártir de la Caridad”, tú que supiste vivir y morir con el corazón en la mano. Ruega por nosotros».
P. Juan José Cepedano Flórez CMM.
+ Salamanca, 22 de Febrero de 2020.