
21 Mar HISTORIA DE UNA AMISTAD
Querido Lucas, mi apreciado doctor:
Paz a ti en nombre del Señor resucitado, que reina por los siglos, a El gloria, honor, poder y magestad por siempre jamás. Espero que tu salud, entrañable amigo, sea óptima y que tu tarea, inspirada por el Paráclito Espíritu de Jesús, que nos recuerda y enseña todo, sea fructífera.
Dime, hermano: ¿Cuán avanzado llevas tu trabajo de investigación y recopilación de los acontecimientos que se sucedieron en aquellos días, para escribirlos por su orden, según el encargo de nuestro ínclito amigo Teófilo? Sé por nuestro dilecto apóstol Juan que estuviste hospedado en su casa para saber, de labios de María, todo lo referente a la Natividad y primera infancia de nuestro bienamado Jesús; también me dijo que habías pintado un pequeño retrato de Ella, con su Hijo Jesús en brazos, para hacer después uno mayor. ¡Cuánto daría por verlo!… Pues bien, tal como me pediste en nuestro último encuentro, aquí te envío mi testimonio de cómo conocí a mi Señor y Amigo Jesús, para que aproveches de él cuanto estimes oportuno para el bien de la obra que tienes entre manos.
Todo comenzó hace unos diez años. Yo acababa de cumplir la mayoría de edad y estaba que me comía el mundo y me quemaban las cuatro paredes de casa; tantos pedagogos y materias a estudiar para saber gobernar los múltiples negocios paternos me sublebaban, necesitaba salir de casa y conocer el mundo, ver qué había fuera de aquellas cuatro paredes, probar mis alas, sentirme libre, tomar mis propias decisiones, fundar mi propia familia y establecer mi propio imperio comercial, que rivalizara en grandeza y poderío con el de mi anciano padre, pues él había comenzado a fundar el suyo cuando tenía mi edad. El propio día de mi natalicio, le hice saber mi decisión y le pedí, como regalo, mi parte de herencia. El disgusto que le di fue mortal, en vano suplicó que me quedara y tomara las riendas de todo aquello que un dia sería mi herencia, pues yo era su único varón. Pero mi determinación era inamovible.
El fue generoso: me dio todo lo que me correspondía, que era mucho, y su bendición paterna, pidiéndome volver a su lado, antes de que él muriera, para cerrarle los ojos y hacerme cargo de todo lo que con tanto esfuerzo había creado -ahora que él me falta, se me anega el corazón en lágrimas al recordar aquel momento y ver la dureza de mi corazón, que tomó sus palabras como un desesperado intento de cortarme las alas e impedirme volar-. Salí de mi casa sin siquiera volver la cabeza para un último adiós, no por crueldad, sino por miedo de que aquel gesto me hiciera arrepentirme en el último momento. Me dirigí a la cercana Jerusalén, con la intención de visitar el Templo y ofrecer una limosna abultada para que «el Dios de mis padres» me fuera propicio en mi nueva vida lejos de casa…, precisamente a mí, que acababa de abandonar a mi padre… Cada vez que lo pienso…,¡qué atolondrado fui!
Al entrar en el Templo, me dirigí inmediatamente a las mesas de los cambistas, para trocar mi dinero en moneda del Templo, y, desde allí, me dirigí al Arca del Tesoro, para depositar en ella mi donativo, que, aunque abundante, apenas era una micra de lo que había recibido. Sin embargo, el estrépito que provocó al caer en la alcancía aquel oro del Templo hizo que me sitiera satisfecho de mi acción, al ver el reconocimiento con el que todas las miradas se volvían hacia mí, haciéndose lenguas de mi ruidosa generosidad. Detrás mío, venía una viudita menuda que, a decir verdad, no sé si hechó o hizo que echaba, pues no se oyó sonido alguno, aunque la luz de su cara hacía presagiar que había echado toda su fortuna.
Oí, entonces, la voz de un joven Rabbi que, recostado contra la pared opuesta y rodeado de gente, observaba con aire magestuoso a todos los que por allí pasábamos para depositar nuestra ofrenda. El decía a sus acompañantes: «En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos éstos han echado como donativo de lo que les sobraba, ésta en cambio ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir» (Lc.21,3-4). Me sentí en evidencia ante aquellas palabras y me sonrojé ante aquella impertinencia que delataba mi verdad, pero no me encaré con El, la verdad es que yo había echado de lo que me sobraba; ella, no lo sé. He de reconocer que algo en El me sedujo, nadie antes me había tratado así; no es que quisiera reprocharle nada, pero, de alguna manera, intuía que El tenía la clave del siguiente paso que debía dar y necesitaba hablar con El.
Cuando alivié mi vergüenza y estuve más tranquilo, comencé a buscarle por todos los recintos del Templo, hasta que di con El en el pórtico de Salomón, dispuesto a hablar a una pequeña audiencia. Yo tenía prisa por seguir mi camino, así que me acerqué a El antes de que comenzará su prédica y le solté a bocajarro: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?” (Lc.18,18). El volvió a dejarme en evidencia al responder: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo Dios” (Lc.18,19) –tiempo después sabría que yo había acertado, que El era el “Maestro bueno”, porque El era el “Hijo de Dios”, el “Dios hecho hombre”-.
Para ayudarme a salir de la perplejidad en que me había sumido, continuó diciendo: “Los mandamientos ya los sabes: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre” (Lc.18,20) –justo ahí, sentí un pequeño resquemor y una brizna de arrepentimiento que El notó; yo creo que ya sabía todo lo que había pasado el día anterior, en mi casa, entre mi padre y yo-. Sin pensarlo dos veces, le respondí con una sonrisa de triunfo: “Todo esto lo he guardado desde mi juventud” (Lc.18,21). Y El, entonces, me miró con un amor y una ternura infinitas, capaces de derretir cualquier corazón, por duro que fuera.
Pero poco me duró aquella sonrisa, pues, a continuación dijo: “Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Lc.18,22). ¡No daba crédito a mis oídos! Ahora que, por fin, era rico y podía vivir mi propia vida, ¿tenía que deshacerme de todo y dárselo a los pobres, para ser ellos ricos a mi costa y yo pobre a la suya y seguir a aquel desconocido, sirviéndole y trabajando para El para poder comer, cuando en la casa de mi padre no me faltaba de nada ni tenía que servir a nadie? ¿Pasaría la vida eterna siendo eternamente pobre por haberlo dado todo en vida a aquellos pobres que ahora serían eternamente ricos en mi lugar? ¿De qué me aprovecharía hacer un dispendio tan irracional como innecesario?… De hecho, no le debía nada a aquel extraño que acababa de conocer y que se creía con derecho a alterar mi vida de tal manera. Y, así, poco a poco, con estas cavilaciones, me fui poniendo triste y arrugando el ceño, bajé la cabeza y me fui de allí abatido, arrastrando el alma y los pies.
El no me retuvo, me dejó marchar, pero a mis espaldas pude oír un comentario suyo que me traspasó el alma: “¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!” (Lc.18,24) y añadió algo sobre un camello y una aguja, que no entendí… Bueno, sí que lo entendí, aunque en mi interior me negara a aceptarlo, por que yo era rico y mi riqueza recién conquistada dominaba mi corazón y la realización de todos mis sueños dependía de ella; lo que el Rabbí añadió fue: “Porque es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, que entre un rico en el reino de Dios” (Lc.18,25). Aquello me desgarró el corazón.
Muerto en vida, desahuciado, deambulé todo el día por el Templo, sin encontrar sosiego en mi alma ni acordarme de comer. Así pasé tres días y tres noches; entonces, una luz nueva brotó en mí. Salí en dirección del valle de Ophel y di con la viuda de los dos céntimos, y le di el ciento por uno, el mil por uno, de lo que ella había echado en el arca de las ofrendas. Cuando salí de allí, no tenía ni dinero ni joyas ni adornos, había hecho una locura, la locura del Rabbí: se lo había dado todo a los pobres, pero mi corazón volvía a latir y tenía una razón para vivir.
Regresé al Templo y le busqué por todas partes, como un niño pequeño busca a su madre, hasta encontrarlo en el pórtico de Salomón, como aquella primera vez, hace tres días, y me colé, otra vez, entre el grupo que le escuchaba y sin importarme nada más, le dije: “Hola Rabbí. ¿Te acuerdas de mí? Ya lo creo que te acuerdas. Yo soy el joven rico… Aquel que te preguntó qué había que hacer para ganar la Vida Eterna.
Aquel que se sorprendió al comprobar que lo que hacía falta, ya lo cumplía; al comprobar qué poco hacía falta, pues él esperaba que hubiera más. Aquel que se asustó al ver que lo que hacía falta pasaba por desprenderse de todo, por quedarse sin nada, por no ser una salvación cómoda, aunque si sencilla: Dejarlo todo por seguirte a Ti. Aquel que, en un momento, descubrió que todo eso que cumplía desde niño tenía muy poco fundamento, pues, fallando el primer Mandamiento: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”, fallaba el resto. Aquel que vio cuán verde estaba en amor y por el amor, en entrega, y por la entrega, en el desapego, y por el desapego, en el despojo, y por el despojo, en el abandono a la Providencia de su Dios, en el abandono a Ti, Señor.
Aquel que se planteó, en un instante, cómo seguirte a Ti sin abandonarse a Ti o, peor aún, sin saber abandonarse a Ti si nunca lo había hecho; sin saberte amar sin ataduras ni apoyos que no fueran Tú; sin saber probar otro amor que no fueras Tú. Cómo seguirte a Ti sabiendo cumplir, pero no sabiendo amar; sabiendo dar el diezmo y no sabiendo darse entero. Aquel que se dio la vuelta cabizbajo, pues era muy rico… o muy pobre, tan pobre que sólo tenía dinero –o su dinero le tenía a él- y no se atrevía a levantar la cabeza ni a mirarte y se alejó triste de no saberse digno de su Dios.
Pero… ¡Ah Señor! Las palabras “Vende todo lo que tienes” se prendieron en mi voz y el “Ven y sígueme” me quemaba el corazón. Y entonces, pensé: “He de tornar hasta mi Rey y Señor y le diré: “Mira, no soy nada, menos que el polvo que pisan tus pies; mira mis manos, están vacías; mira mi vida, está por llenar”. Te diré: “Mira, Maestro, soy el joven pobre o, peor aún, el pobre joven. Nada tengo dentro y nada tengo fuera, pero quiero tenerte a Ti”. Te digo: “Dios mío, Tú que eres el único bueno, Tú que amas primero, enséñame el Amor; hoy quiero dejarme amar por Ti durante toda la eternidad y aprenderé el Amor que se desborda y se da a los demás. Mira mi vida vacía, Tú la llenarás, y llenándome de Amor, viviré tu abandono, tu pobreza”.
“Te seguiré a Ti, que eres mi Señor; te miraré sólo a Ti, que eres la Luz de mi vida. Viviré como Tú vivas, sin reclinar la cabeza; velaré como Tú velas y no me dormiré antes de la hora; me descalzaré ante Ti y Tú me lavarás los pies, y mi alma quedará limpia; llevaré tu Cruz y tu Nombre por el mundo y, cuando mi nombre no exista y mi paso no sea ni recuerdo, te seguiré viendo, me seguirás mirando, te acordarás de mí, ya lo creo que te acordarás, sabrás quién soy y me quedarás junto a Ti”. Ahora, Señor, si Tú me ayudas, quiero ser perfecto; lo he vendido todo y quiero seguirte a Ti.
Aquel día, El se hospedó en mi casa y la llenó de bendición. Poco tiempo después falleció mi padre y yo estuve allí para cerrarle los ojos y continuar el negocio familiar como discípulo de Jesús, satisfaciendo sus necesidades y las de sus discípulos y sus pobres. Desde entonces, mi hogar se convirtió en su hogar y mi amor por El y el de mis hermanas, que creció hasta el extremo, lo acogieron siempre, a El y a sus amigos; allí tuvo siempre dónde reclinar la cabeza y descargar sus cuitas y preocupaciones, pues le habíamos entregado nuestro corazón y nuestras vidas, cumpliéndose en nosotros aquella palabra suya: “He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo” (Ap.3,20) y eso hizo con nosotros cada vez que subió a Jerusalén, hasta aquella su última Pascua, su Ultima Cena…, ¡Bendito mío!, en que nos redimió a todos, pero ésa es una larga historia que te referiré otro día.
Espero haberte sido útil con mis palabras, mi querido doctor. Que Dios te bendiga en la tarea que llevas a cabo. Recibe los saludos y parabienes de Marta y de María, mis hermanas, y el abrazo entrañable de tu amigo Lázaro, el de Betania.
P. Juan José Cepedano Flórez CMM.
Misionero de Mariannhill.
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