
26 Mar TRES CAÍDAS… Y OTRAS TANTAS LEVANTADAS
¿Por qué tres caídas de Cristo? ¿De dónde salieron? ¿Por qué no están en los Evangelios? ¿Y si no hubo caídas? ¿Y si fueron más?… Sin embargo, la tradición y la mística coinciden y cristalizan en la devoción del Viacrucis, marcándonos tres caídas.
Tres caídas de Jesús, en el Camino de la Cruz, que van conduciéndole a la muerte y van despojándole cada vez más… de sí mismo y de los suyos, despojado hasta el extremo: “Desfigurado, no parecía hombre”. Así, en la primera caída, quedan atrás el dolor y la ternura de su Madre y la misericordiosa piedad de la Verónica, para acompañarle, en cambio y a la fuerza, la obligada piedad del Cireneo, que alivia el peso de la madera mas no el del pecado de la cruz, que Cristo sigue cargando en nombre de la Humanidad, a la que ha de redimir. En la segunda caída, quedan atrás las hijas de Jerusalén y su falso llanto, pues es un llanto no sentido, un llanto tasado y a sueldo, llanto de plañideras, según la costumbre de la época… ¿ironía o burla macabra?, para que los condenados, por los que nadie llora, tengan al menos quien llore por ellos, una piedad mercantilizada. Y, por último, en la tercera caída, es despojado de sus ropas, a cambio de los tres clavos que lo coserán a una cruz que ni siquiera es suya: nuestra cruz, tras interminables caídas del martillo sobre la cabeza de los clavos.Tres caídas que venían ya de lejos, pues en el huerto de Getsemaní, los tres apóstoles escogidos por Jesús para acompañarle en los momentos de agonía previos a su Pasión, por tres veces cayeron dormidos, vencidos por el sueño de la hora y el vino de la cena, y por tres veces, Jesús volverá a caer postrado, en angustia y oración, cada vez que se levante para recordar a sus dormidos discípulos: “Velad y orad para no caer en tentación”… y, a la postre, en la huida. De ello se hace eco el Padrenuestro, cuando pide: “No nos dejes caer en tentación y líbranos del Maligno”.
Pero vayamos mucho más lejos, al comienzo de todo, a la primera de todas las caídas. Cuando Adán y Eva, hechos a imagen y semejanza de Dios, dialogan con la serpiente y caen en el engañó de querer ser como Dios, pero sin Dios y, en lugar de divinizarse, se “serpentizan”, en lugar de parecerse a Dios por creación, acaban pareciéndose al demonio por elección, y el paraíso amenaza convertirse en infierno, por eso Dios los hará salir de él, para evitarles males mayores, previa promesa de salvación.
Pero esta primer caída, aparentemente única, de “comer del fruto prohibido”, esconde en su seno una triple caída: 1) La de perder el vestido de gracia con el que fueron creados, sintiéndose incomprensiblemente desnudos, ellos que siempre lo habían estado; 2) la de perder su amistad con Dios, escondiéndose de Él, en lugar de recurrir a Él, como siempre lo habían hecho, ya que es el único que puede hacer algo por ellos en su nuevo estado: perdonarles; y finalmente, 3) la de echarle la culpa a Dios de todo lo ocurrido, en su soberbia recién adquirida, enemistándose con Él, en lugar de pedirle perdón por su pecado, que pasó a llamarse “original”, no porque fuera ingenioso, ningún pecado lo es, pues todos son fruto de torpezas y debilidades, sino por ser el primero y el origen de todos los demás pecados.
Pues bien, a la caída de nuestros primeros padres en el Paraíso, en desobediencia y desamor, van a corresponder, después, las tres caídas, en obediencia y amor, de nuestro Señor Jesucristo en el Camino de la Cruz; 1) quien también fue despojado de sus vestiduras -“Se reparten mis ropas y echan a suerte mi túnica”-, 2) sintió que Dios se escondía de Él -“Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”, aunque Él no se escondió de nosotros -“Le escupían e insultaban, pero él no escondía su rostro”-, y 3) en ningún momento culpó a Dios ni perdió su filiación con Él -“Padre, todo está cumplido, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Esta disposición de Jesús, en mansedumbre y docilidad, al Padre, por amor a Él y a nosotros, tan lejana al egoísmo de Adán y Eva, va a ser el fundamento de nuestra salvación.
El propio Jesús, como Adán y Eva, experimentó, también, una triple tentación de caer: en la riqueza, en el poder y en el prestigio, al ser tentado por el diablo en el desierto, para que cambiara su proceder como Mesías, sustituyendo el amor oblativo y el sacrifico redentor, propios de la visión de Dios, por el amor propio y el egoísmo estéril, propios del Maligno. Y Jesús saldrá victorioso de ellas, porque en todo momento se apoya en la Voluntad del Padre y en la Palabra salida de la boca de Dios. Pero estas tentaciones, vencidas por Jesús en el desierto, pueden convertirse en nuestras personales tres caídas, cuando decidimos vivir de espaldas a Dios, siguiendo nuestros propios criterios, instintos y caminos, malversando, así, la creación de Dios y salpicando de pecado a toda la humanidad:
1) La tentación de la riqueza, cuando transformamos las piedras en pan, sin reparar en los medios empleados para ello o a quien se lo quitemos de la boca; con una espina asociada: ¿Por qué, a veces, mis bienes no sirven para remediar mis males?, ¿por qué las enfermedades o la muerte me alcanzan a mí o a los míos, a pesar de mis riquezas?, ¿por qué mi riqueza, de la que tanto me fiaba, de la que hice el soporte de mi vida, no tiene siempre la última palabra? Entonces, mis seguridades se resquebrajan y se tornan incertidumbres, que suben y bajan como las cotizaciones en bolsa, y, exhausto, me pregunto con sorpresa: “¿Habré perdido la fe?”… Sí, pero ¿qué fe?… ¿en qué o en quién he perdido la fe?
Y me atenazan el desconcierto, la angustia y la impotencia, hasta que decido cambiar mi fe en la riqueza -un ídolo que no puede salvar-, por la fe en Dios; como si fuera Él, en verdad, lo último que me queda, y lo pongo todo en sus manos, reconociendo que Él es mi mayor riqueza y el único que, de hecho, puede hacer algo por mí. Sólo cuando pongo a Dios en el centro de mi vida, Dios puede pasar de ser lo último que me quedaba, a ser lo primero que tengo y la roca firme sobre la que edificar el resto de mi vida, con esperanza de futuro.
2) La tentación del poder, a cualquier precio, despojando y usurpando bienes que no nos corresponden, arrodillándonos, para ello, ante quien no debemos y pisando a quien se ponga por delante, como peldaño necesario para seguir subiendo… “Mejor pisar que ser pisado” en esta jungla de intereses creados, haciendo crecer, así, la fractura de la desigualdad social, mientras recriminamos a Dios por lo que imaginamos que permite y juzgamos que no hace, y le hacemos culpable de nuestras propias acciones y omisiones, para no tener que escuchar, así, su reproche en nuestras dormidas conciencias:
“Sí, que he hecho algo, te he hecho a ti, te he dado dones y talentos para el bien común, ¿qué estás haciendo con ellos?, ¿cómo les usas?, ¿en qué los malversas? Pues nunca te preguntaré qué modelo de coche usabas, sino a cuánta gente llevaste en él para ayudarla; ni los metros cuadrados de tu casa, sino a cuánta gente acogiste en ella; ni la marca de tu ropa, sino a cuántos ayudaste a vestirse; ni cuán alto era tu sueldo, sino si vendiste tu conciencia para obtenerlo; ni cuál era tu titulación, sino si hiciste tu trabajo con lo mejor de tu capacidad; ni en qué vecindario vivías, sino cómo tratabas a tus vecinos; finalmente, no miraré el color de tu piel, sino la pureza de tu interior”.
3) La tentación del prestigio, asumiendo el papel de Dios o pensando que Dios está ahí para mí, creado a mi imagen y semejanza, mi criadillo personal, al que utilizo para mis fines y pongo de pretexto para mis acciones, pero que no tiene arte ni parte en mi vida. Pero a veces, especialmente cuando es ilícito o inmerecido, nuestro prestigio crea envidias, resentimientos, soledades y traiciones. Como en la fábula, la serpiente quiere matar a la luciérnaga, no por el mal recibido de ella, sino, simple y llanamente, porque la luciérnaga es capaz de brillar y ella no.
Muchas veces, en nombre del prestigio, cambiamos al amigo de corazón por la amistad de conveniencia… ¿Por qué Judas traiciona a Jesús, “amigo íntimo a quien amaba, que compartía mi pan”?… ¿Por qué los amigos traicionan a los amigos? ¿Por qué los mejores aliados se transforman en los peores enemigos? ¿Por qué los intereses personales y el prestigio difuminan y malogran la verdadera amistad y la búsqueda de estos nos hace cambiar de amigos? Y los porqués no obtienen respuesta, porque no hay respuesta posible a los porqués… Solo mal sabor de boca… y de conciencia.
Afortunadamente, las argucias del maligno para separarnos del Dios de la Fe y llevarnos, entre frustración y desencanto, por medio del pecado, a la desesperación y a la muerte, son aprovechadas por el Dios del Amor, que sale en nuestra busca, como el padre bueno con el hijo pródigo, haciéndose el encontradizo con nosotros, como Jesús con los discípulos de Emaús, para devolvernos la gracia, aumentarnos la fe, y llevarnos a la Vida, pues naciendo sin pecado, cargó con nuestros pecados y siendo el Santo de Dios, se transformó en Varón de dolores, presto al sufrimiento, por Amor y Misericordia hacia nosotros.
De esta forma, las tres caídas de Cristo hacia la muerte, en el Camino de la Cruz, puestas en orden inverso, en el orden de la Misericordia, pueden repetirse en nosotros, en el camino de la conversión, en nuestra ruta hacia la Vida:
1) Así, su tercera caída -tras la que fue despojado de todo, menos de su divinidad- se convierte en nuestra primera levantada, cuando despojados de todo lo que no es Dios, caemos en la cuenta de nuestro error y ponemos al verdadero Dios en el centro de nuestras vidas, quien pasa de ser el último resto de nuestro despojo -pues, como es fiel, no se ha ido-, a ser lo primero que tenemos para seguir viviendo, con sentido, nuestras vidas.
2) De su segunda caída -tras la que fue llorado y compadecido por plañideras profesionales-, llega nuestra segunda levantada, pues al tener ya al Señor en el centro de nuestras vidas, como rey eterno de nuestro corazón, de quien recibimos cuanto necesitamos para ser felices, podemos acoger, ahora, lo que los demás nos puedan ofrecer: cariño, cercanía, amor, lágrimas, sonrisas,… en la medida y manera en que les salga, sin juzgarles ni exprimirles, hiriéndoles e hiriéndome, pues mi hambre y sed de todas esas cosas ya está saciada por Dios. Comienza, por fin, un verdadero diálogo, en igualdad y fraternidad, con el prójimo.
3) Y por último, con su primera caída -donde recibió ternura materna, compasión de discípula y ayuda de extraño-, Jesús nos regala su Madre y nuevos hermanos, para que podamos continuar y concluir con éxito nuestro caminar por la vida, al acompañarnos la dulzura y ternura de nuestra Madre amorosa del Cielo, que Cristo nos dio desde su cruz, la caridad de aquellos que sinceramente se acercan a enjugar nuestra sangre, sudores y lágrimas, y el barro que ha dejado la vida, como la Verónica con su velo, o se com-padecen y animan a con-llevar nuestras cruces con nosotros, como hizo el Cireneo, lo que nos empuja, gozosos, a nuestra tercera y definitiva levantada.
Ser santos, es posible, con la ayuda de Dios; por eso está mandado: “Sed santos como vuestro Padre del cielo es santo”. Por nuestras solas fuerzas, nada podemos, pero unidos al que venció: Cristo Jesús, nosotros también saldremos vencedores. Llegará el día en que no caeremos más en aquello en que solíamos, pues Dios es fiel y viene en ayuda de nuestra debilidad. Los grandes santos no son los que nunca cayeron, sino aquellos que siempre se dejaron levantar por Dios tantas veces como cayeron, los que nunca se quedaron caídos. Dios se manifestó fuerte en su debilidad y sus caídas y levantadas les fortalecieron y capacitaron para el combate y la victoria en Dios.
Por ello, Jesús seguirá cayendo tres veces… ¡y hasta setenta veces siete!… por cada uno de nosotros, hasta el final de los tiempos, para que con sus caídas nos levantemos, para que con su muerte tengamos Nueva Vida… y Vida en abundancia. ¡Tal es el mensaje de la Pascua!
Juan José Cepedano Flórez CMM.
+ Madrid, 26 de Febrero de 2015.