
07 Nov Homilía del diácono Frt. Rafael Manuel Chichava CMM con motivo de la festividad de todos los fieles difuntos (Asamblea Provincial en Palencia, 31-X-2014)
Hermanos, nos reunimos hoy como Familia Mariannhill, para recordar y para rezar por nuestros difuntos, en especial los padres Alberto y Matías, y por todos los fieles difuntos.
Lo hacemos con fe y con confianza, porque sabemos que Dios nos ama siempre y nos llena siempre de su amor. Por esto le podemos pedir, con el corazón lleno de paz, que tenga con Él, para siempre, a los familiares y amigos nuestros que han muerto, y también todos los difuntos, conocidos y desconocidos, hombres y mujeres de cualquier lugar del mundo, hermanos nuestros.
La Liturgia monástica, alaba a san Odilón, abad benedictino del monasterio de Cluny de finales del s. X, porque, movido por su caridad hacia los difuntos, instituyó en las casas monásticas de su jurisdicción que el 2 de noviembre fuera un día especial de oración por quienes ya habían dejado este mundo.
Después, toda la Iglesia, tanto en oriente como en occidente, recuerda cada día a los difuntos en su oración. Pero, como Madre solícita les reserva un día al año, y tiene presentes, también, a tantas y tantas personas anónimas ya fallecidas por las que nadie tiene un recuerdo particular en la oración, pero que están muy presentes en la mirada de Dios. Nosotros recordamos hoy, con amor, a nuestros difuntos. Pero no nos limitamos a ellos, sino que abrimos nuestro pensamiento y nuestro corazón a todos los que han muerto.
Lo hacemos con la confianza que nos infunden las palabras de Jesús en el evangelio: “Que no tiemble vuestro corazón: […]. En casa de mi padre hay muchas estancias, y me voy a prepararos sitio”. La serenidad que nos infunden estas palabras contribuye a secar las lágrimas de nuestros ojos al recordar el tránsito de nuestros seres queridos. Y nos mueve a tenerlos presentes en la oración, para que el Señor los acoja si todavía no estuvieran en la casa de la vida eterna y gozosa.
La oración por los difuntos, anclada en la más profunda tradición cristiana se funda, queridos hermanos, en dos hechos fundamentales de nuestra fe:
En primer lugar, rezamos por nuestros difuntos, porque creemos en la resurrección. Si no creyéramos en la resurrección, sería inútil rezar por los muertos, dice el libro de los Macabeos. San Pablo, en su primera carta a los Corintios, también se hace eco del tema y dice: “Cristo ha resucitado de entre los muertos, como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte. Porque lo mismo que por un hombre vino la muerte, también por un hombre ha venido la resurrección de los muertos. Y como por su unión con Adán todos los hombres mueren, así también por su unión con Cristo, todos retornarán a la vida” (1 Cor 15,20-23).
En segundo lugar, rezamos por los muertos porque creemos en comunión de los santos. Según el Concilio, “todos, aunque en grado y formas distintas, estamos unidos en fraterna caridad y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios. Porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu crecen juntos y en Él se unen entre sí, formando una sola Iglesia (cf. Ef., 4,16). Así que la unión de los peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe; antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de los bienes espirituales” (LG 499).
Pero en un día como este, en que recordamos con memoria agradecida el paso por nuestras vidas de tantos y tantos seres queridos –pensemos en ellos-, no podemos dejar de afianzar tres propósitos en nuestro corazón:
El primero debe ser nuestro compromiso con la vida, que se funda en el amor que Dios nos tiene. El Dios vivo “no ha hecho la muerto, ni se complace en el exterminio de los vivos. Él lo creó todo para que subsistiese, y las criaturas del mundo son saludables” (Sab 1, 13-14). El cristiano, en todo momento, bajo cualquier circunstancia, siempre, debe ser amigo de la vida, desde la concepción hasta su término natural.
Nuestro segundo propósito debe ser hoy afianzar nuestra fe en la victoria de Jesucristo sobre la muerte. Y de ahí debe nacer un estilo nuevo en nuestra vida cristiana, un estilo animado siempre por la alegría de saber que Cristo es nuestra vida, que en Él y por Él todos estamos llamados a la vida. Que en Él y por Él todos podemos vencer a la muerte y a todos los ámbitos de muerte de nuestra existencia.
En tercer lugar, hoy estamos invitados a vivir desde la esperanza. En tiempos recios y de crisis, como los nuestros, el cristiano debe brillar como luz en medio de las tinieblas, haciendo resplandecer la esperanza de una salvación nueva en Cristo Jesús, Salvador de todo el género humano. Así nos invita Benedicto XVI desde su encíclica Spe salvi.
Nos disponemos a participar de la Eucaristía, que además de ser en sufragio por los difuntos es, para los vivos, fuente de vida en Cristo, para que seamos contantes en las pruebas y fieles en el amor. Si ahora vivimos en Él y como Él, para llegar a morir con Él, cuando hayamos pasado el umbral de la muerte, vendrá a tomarnos para llevarnos a su casa, y podremos seguir viviendo con Él para siempre, en la alegría eterna de allí donde Él está. Que así sea.
Frt. Rafael Manuel Chichava CMM
Misionero de Mariannhill
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