
09 Oct Historia de una Transformación
mis restos tendidos en este lecho de hierbas, va dirigida esta carta, como testimonio postrero de la obra hecha por Dios en mi vida. No muevas ni entierres mi cuerpo, pues has de saber que no importa dónde quede el cuerpo mientras el alma esté con el Amado, en abrazo seguro y confiado, por la eternidad. Que ¿quién soy?…, que ¿cómo me llamo?… Lo segundo poco importa, pues pocas veces me llamaron por mi nombre; en cuanto a lo primero, te contaré mi historia, no por enorgullecerme de méritos que no poseo, sino para que contemples la obra que Dios, que me amó, hizo en mí y renazca en ti la esperanza y llegues a conocerlo y a amarlo como yo le amé y le sigo amando mientras te escribo esta carta y le amaré, como Él quiere y yo intuyo, por la eternidad. La primera vez que Le vi, iba apenas cubierta con una sábana y zarandeada de un lado a otro por hombres malos, lascivos, que me tendieron una trampa para acusarme y ponerle a prueba a Él; a todos ellos conocía, en el más amplio sentido de la palabra, incluido aquel que les sirvió de cebo. ¿Mi nombre?, no les importaba, yo era solo “la adúltera”, una simple coartada para un vil intento de acusación, pero “el adúltero” no estaba allí, escarnecido conmigo; ya había hecho su trabajo y ahora les tocaba a ellos, “los adúlteros”, de toda edad y condición, terminar la obra empezada. Al llegar a donde Él estaba, me arrojaron al suelo, a sus pies, en medio del grupo que le escuchaba, con violencia inusitada, interrumpiendo su predicación. ¡Ah, esos benditos pies que fueron mi primera visión de Él y que nunca me cansaría de abrazar y de besar! Esos pies que se acercaron a mí después de que Él les dijera a todos que arrojaran su piedra sobre mí si estaban libres del pecado que me imputaban. Nadie quedó allí, ¡qué gran verdad! Sólo yo, como aceite derramado a sus pies, hecha un mar de lágrimas y confusión: La muerte había estado muy cerca esta vez y era fuerte, muy fuerte, su olor, pero más fuerte y cercana había sido “la Vida”. Entonces se arrodilló ante mí. La sábana hecha jirones apenas me cubría nada, pero El me miró de tal forma que me sentí vestida y casta, como una de las vírgenes del Templo; nadie me había mirado nunca así. ¡Cuánta pureza y amor hallé en aquellos ojos! Me sumergí en ellos y fue como un bautismo en las aguas del Jordán; había encontrado mi sitio: Mi sitio era allí, mi sitio era El, que así me miraba. Y luego su voz, esa voz bendita que nunca olvidaré y que reconoceré enseguida cuando llegue a su presencia, me envolvió como un bálsamo, como un vestido nuevo de gala y de triunfo y me recreó: “Yo tampoco te condeno”. ¡Ah, mi Dios bendito! Era el primer nacido de mujer que no me reprochaba ni me condenaba, sino que me bendecía. En un momento vi pasar, como un torrente impetuoso, todos los pecados de mi vida, como una confesión silenciosa, pues no podía articular palabra, y, sin sentir vergüenza por ellos ante El, lloré arrepentida, mientras que en el lugar que ellos ocupaban quedaron paz, perdón, amor, virginidad, pureza… estaba siendo recreada; ya no era más “la mancillada”, ahora era “la regenerada” y todo se lo debía a Él, que así miraba. Sólo Dios podía hacer algo así; y en El estaba Dios y El, ahora lo sé, era Dios, vivo y actuante, en forma humana, junto a mí y en mí, “la indigna”, “la impura”… “la digna”, “la pura”, “la recreada”. Después cubrió mi desnudez con su manto y me dijo en un susurro: “Vete en paz y no peques más”. Y por Dios que así lo hice: no volví a pecar más, pues ya sólo a Él pertenecían mi corazón y mi alma, todo mi ser; ya sólo de Dios, para siempre, quería ser. Entonces tomé una determinación: recogí todas mis joyas y mi perfume más caro, todo aquello que fue fruto y anzuelo de mi pecado, y ataviada con mis mejores galas, como la primera dama de un Rey mayor que David y Salomón juntos, le busqué, como la esposa del Cantar de los Cantares, por toda la ciudad, hasta que lo encontré en la casa de un magnate llamado Simón, apodado “el leproso”. No fue difícil entrar, pues frecuenté la casa en el pasado y todavía se acordaban de mí. En seguida me reconocieron, sorprendidos por mi osadía, tanto el dueño como los invitados. ¡Cómo no, todos ellos me habían “conocido” en la vida que había dejado atrás!, y muchas de mis joyas eran suyas y gran parte del perfume que traía, también. ¿Mi nombre?, no les importaba, sólo mi cuerpo, me llamaban “la magdalena”, pero para ellos era “la pecadora” y ellos, “los pecadores”, sin remordimiento alguno de pecado y, al menos esta vez, sin piedras en las manos, entre miradas sucias, lascivas y cargadas de viles recuerdos, me señalaban y se hacían lenguas de mí, entre guiños y meneos de cabeza. Pero yo sólo tenía ojos para Él, el único que, recatado, aguardaba en silencio, sin levantar la mirada. Olvidada de todo y de todos, me acerqué a Él por detrás y me arrodille junto a sus amados pies. Entonces, entre lágrimas de arrepentimiento y gratitud, comencé mi confesión: Me fui despojando, una a una, de mis joyas, cada una de las cuales representaba un pecado o muchos pecados a la vez, y las ponía a sus pies, que regaba copiosamente con mis lágrimas y, a falta de toalla, secaba con mi pelo tanto atrevimiento, tanta gratitud, tanto amor, su perdón completo, mi candor recién hallado, mi pureza y virginidad recuperadas. Entonces quise derramar para Él lo que fuera el arma de mi pecado y ungir aquellos benditos pies con algo más digno de El que mis pobres lágrimas; mas como aquel ungüento perfumado era más denso que mi antigua culpa y se negaba a salir, tuve que quebrar el frasco contra el suelo, como quebrada estaba mi alma cuando Le conocí, y el aroma, antes pecado, subía ahora, regenerado, como el incienso de la tarde ofrecido a Dios en su Templo. Ante los reproches de todos, que le salpicaban también a Él, mi Señor salió nuevamente en mi defensa y, en atención a mi devoción por Él, perdonó todos mis pecados y expulsó todos mis demonios, algunos dicen que eran siete, no los conté, sólo le miraba a Él, sólo le escuchaba a Él y salí de allí llena del Amor de Dios, renacida y con una esperanza firme en mi pecho: ¡Renacería a una vida nueva en la que sólo existiría El, en la que sólo viviría por El y para El! Regresé a la casa familiar y mis hermanos, Marta y Lázaro, me acogieron junto a ellos. Les conté todo lo que El había obrado en mí y ellos me dijeron que Él era su amigo y que solía hospedarse en nuestra casa cuando asistía a Jerusalén para la Pascua. ¡Se me salía el corazón del pecho por la emoción! Si era así, ¡ojalá que la Pascua se adelantara aquel año para acogerlo bajo mi techo, lo antes posible, como El me acogió a mí! Y así, en la primera ocasión en que apareció por casa, durante la cena, dejé a mi hermana sola en la cocina y me escabullí para darle a Él mi sorpresa. Mi corazón latía fuertemente en mi pecho. No sabía explicarlo, era un impulso fuerte, una necesidad imperiosa de repetir el gesto de “la pecadora” siendo ya “la renacida”, “la recreada”, y no en casa ajena, sino en mi propia casa. Me olvidé de mi familia, de los invitados y del qué dirán, y mi amor y gratitud se derramaron, una vez más, en forma de perfume, sobre aquellos adorados pies del Mensajero que trajo la Buena Noticia de la salvación a mi vida, mientras se los enjugaba, nuevamente, con mis cabellos. Fueron, entonces, alguno de sus santos apóstoles y de mis invitados los que, con su incomprensión, me afrentaron en mi propia casa, poniendo a los pobres por pretexto. Una vez más, no importaba mi nombre, yo era “la derrochadora” y nuevamente El salió en mi defensa y dijo que aquello era para su sepultura. Sentí que una espada helada me atravesaba el corazón… ¡No, no era esa mi intención!… ¿A qué se refería? Pero así fue. Poco después le mataron, colgándolo de un madero, y no pude hacer nada para impedirlo cuando todos gritaban enloquecidos al gobernador: “¡Crucifícale, crucifícale!”; sólo pude estar a los pies de la cruz, a sus pies. Y ya no eran mis lágrimas y mi perfume los que escurrían de ellos, sino su sangre preciosa, que yo no alcanzaba a enjugar con mi pelo, como siempre había hecho, para que no se perdiera en la tierra. Cuando por fin lo bajaron de la cruz, cogí entre mis manos aquellos pies rotos que un día se me acercaron para darme vida y que ahora yacían muertos y los lavé con mis lágrimas y los enjugué con mi pelo, como aquella primera vez, y no los solté hasta que lo depositaron en el sepulcro y me arrancaron de su lado para rodar la piedra. El Shabbat transcurrió exasperantemente lento, pero por fin llegó el primer día de la semana y madrugué para ir al sepulcro y correr la piedra -ya me ayudarían los soldados- y ungir su cuerpo para la sepultura, tal como El había dicho aquella vez en mi casa. Pero, cuando llegué, no había nadie, los guardias se habían ido, la piedra había volado y mi Señor había desaparecido. Desconcertada, me dejé caer al suelo y lloré de impotencia. Entonces, una vez más, su voz resonó sobre mí. Yo no daba crédito a lo que oía. El pronunció mi nombre: “María” -a El sí que le importaba mi nombre-, y lo pronunció con el mismo tono de voz de aquella primera vez, el día de mi visitación, en que me susurró que me fuera en paz. Levanté la cabeza. Volvía a estar como aceite derramado a sus pies, como aquella primera vez, pero esta vez no permitió que me abrazara a sus pies, sino que me levantó y me envió en misión a mis hermanos y, desde aquel momento ya no fui más una mujer que le seguía a todas partes, como tantas otras, sino su apóstol entre mis hermanos y su testigo entre mis semejantes. Y ya que sabes mi nombre, te diré también el Suyo. Él es Jesús, Jesús de Nazaret, el Mesías esperado, el Hijo de Dios, de María y de José, mi Amado y Amigo, mi Rey y Señor, mi Salvador, el Amor de mi vida y de mi eternidad. El te espera para hacer en ti lo mismo que hizo en mí, por eso te trajo hasta aquí. Por favor, no te lleves esta carta, pues muchos más visitarán mi cueva y he de ser, también para ellos, testigo y apóstol de mi Señor, aun después de muerta, porque el Amor es más fuerte que la muerte y traspasa los cielos y salta hasta la vida eterna y sigue viviendo en El para siempre, ya sin ataduras vanas. Te dejo mi bendición. Vete en la paz de Aquel que te trajo hasta aquí y a Quien aquí has encontrado. Amén. P. Juan José Cepedano Flórez, CMM. juanjo_cepedano@hotmail.com]]>