HISTORIA DE UN CAMINO -Los discípulos de Emaús-

INTRODUCCIÓN

Al concebir este relato sobre Jesús y los discípulos de Emaús, deseaba saber cuál pudo haber sido el contenido real de lo que Jesús les había explicado, en el camino de Emaús, a aquellos dos discípulos, que huían de Jerusalén, discutiendo entre sí, y que el Evangelio resume como “empezando por Moisés y siguiendo por los profetas –que incluyen al rey David, con sus salmos-, les explicó todo lo referente a Él en las Escrituras” (Lc.24,27). Y suponiendo que ese fuera, también, el tema de la conversación de Jesús con Moisés, representante de la Ley, y Elías, representante de los Profetas, durante su Transfiguración en el monte Tabor (cf. Mt.17,1-13), comencé a investigar al respecto y hallé cientos de profecías sobre el Mesías de Dios, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, algunas de las cuales nos suelen pasar desapercibidas, sin que, por ello, sean menos importantes.

Un pista muy práctica en este sentido me vino de la mano de San Juan Evangelista, el “Discípulo Amado” y testigo presencial de prácticamente todos los hechos relevantes de la vida pública de Jesús, quien dice de sí mismo: “Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y el que escribió esto, y sabemos que su testimonio es verdadero” (Jn.21,24) “y él sabe que dice la verdad, para que vosotros también creáis” (Jn.19,35). Y añade: “Muchas otras señales hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no están escritas en este libro” (Jn.20,30), “que si se escribieran con detalle, pienso que ni aun el mundo mismo podría contener los libros que se escribirían” (Jn.21,15), “pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; y para que al creer, tengáis vida en su nombre” (Jn.20,31).

Por eso, le tocó “ir al grano”, aquilatando lo fundamental, al seleccionar aquellas señales que sí escribió, como las más demostrativas de que Jesús era el Mesías prometido. La clave de todo estaba en Moisés, en quien él se inspiró a la hora de trazar las líneas maestras de sus dos relatos escritos: su Evangelio y el Apocalipsis; una clave recogida de labios del propio Jesús, cuando dijo a los fariseos: “Examináis las Escrituras porque vosotros pensáis que en ellas tenéis vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí; y no queréis venir a mí para que tengáis vida” (Jn.5,39-40)… “No penséis que yo os acusaré delante del Padre; el que os acusa es Moisés, en quien vosotros habéis puesto vuestra esperanza –y no en Jesús, como el Mesías-. Porque si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no creéis sus escritos, ¿cómo creeréis mis palabras?” (Jn.5,45-47).

Además, Jesús mismo se la había dicho a ellos, recién resucitado, cuando se les apareció en el cenáculo: “Esto es lo que yo os decía cuando todavía estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo que sobre mí está escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos”. “Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas” (Lc.22,44-48). Algo que repetirá, también, el Apóstol Felipe, al encontrar a Nataniel bajo la higuera: “Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, y también los profetas, a Jesús de Nazaret, el hijo de José” (Jn.1,45) y San Pablo, en su primera Carta a los Corintios: “Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (I Cor.15,3-4). ¡Comencemos!

RELATO

Jesús se aparece en un altozano del camino, justo detrás de dos ruidosos viajeros que van de camino, ataviado de la misma manera en que se le apareció a María Magdalena, aquella misma mañana, pero el bordón de peregrino, que ahora lleva en la mano, le confiere más el aspecto de un aguerrido viajero de largos caminos que el de un gentil hortelano. Jesús acelera el paso hasta alcanzarlos y, al llegar a su altura, haciéndose el encontradizo, les saluda y les pregunta: “¿De qué discutís, tan encendidos, a estas horas de la tarde, mientras vais de camino?” Ellos, sorprendidos, se paran en seco y enmudecen, como si los hubieran descubierto haciendo algo malo y, encogidos de miedo, no se atreven ni a mirar. Jesús vuelve a hablar, para inspirarles confianza, y se sitúa delante de ellos, para que vean que nada tienen que temer, y, sonriendo, les repite su saludo y la pregunta.

Entonces, el primero de ellos, suspira aliviado y, tartamudeando, todavía, por el susto, le responde visiblemente entristecido: “De Jesús de Nazaret, un gran profeta, que hacía las obras de Dios en medio del pueblo y de cómo terminó” y, después, se hace un largo silencio. Jesús les pregunta: “Ya, ¿y cómo terminó?”. El segundo de ellos, sorprendido, le pregunta a su vez, blandiendo el dedo índice delante de sus ojos: “Perdona nuestra extrañeza, amigo, pero ¿cómo es que vienes del lado de Jerusalén, al igual que nosotros, y no sabes nada de un asunto que es la comidilla de toda la ciudad durante estos días?”… Entonces, interviene, quejumbroso, el primero: “Algunos de los nuestros dicen que prometió volver y, pasados ya tres días, nadie le ha vuelto a ver”. Y el segundo le interrumpe, fastidiado: “¡Y es una pena, porque todos pensábamos que era el Mesías y que, ¡por fin!, ésta vez, iba a ser la buena, pero ya ves…!”. Y el primero contraataca, visiblemente enojado: “Y dime: Ahora, ¿quién liberará a Israel? ¿Eh, eh? ¿Quién lo hará?

Divertido por la avalancha de respuestas, Jesús levanta las manos, pidiendo silencio, y, antes de que discutan otra vez, consigue preguntar: “Sí, sí, pero ¿qué le pasó?” Entonces, el segundo, responde lacónico: “Que los sumos sacerdotes lo entregaron a los romanos, para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron”. Jesús les dice: “Pues si lo mataron, ¿cómo podrá volver?” El primero de ellos reacciona, fastidiado: “Ya te dije antes que algunos decían que prometió volver, pero algo falló, porque ya había resucitado a otros”. Entonces, el segundo, con la mirada pícara y dándole golpecitos con el codo, le dice al primero: “Recuerda que algunas mujeres hablaron del sepulcro vacío y de unos ángeles que le anunciaban resucitado, pero ¿quién puede creer a las mujeres?” Y el primero reacciona, conciliador: “Eso, eso ¿quién puede creer a las mujeres? Nuestros superiores fueron y lo encontraron todo tal como ellas dijeron, pero a Él no le vieron”.

Jesús, sin salir de su asombro, les pregunta: “Y ¿entonces?” El segundo responde tajante: “Entonces, nos despedimos y nos fuimos” y el primero se justifica: “Porque muchos otros lo hicieron antes, ¿eh?” y, el segundo, con voz triste, exclama: “Ya, pero nosotros no sabemos si hicimos bien o no, por eso discutíamos” y el segundo le completa: “Nuestro corazón insiste en que no puede terminar todo así, que debe haber algo más, pero el hecho es que nos vinimos por Él y nos volvemos sin Él. El primero suspira: “¡Aaaay! ¡La vida no será la misma sin Él!”. “¡Y nosotros tampoco!”, le completa el segundo. “¿Cómo nos acostumbraremos a vivir sin Él?”, hipa el primero. “Sí, ya no merece la pena vivir”, le apostilla el segundo. Y, abrazados el uno al otro, se echan a llorar desconsolados por tan terrible desgracia, ante la mirada atónica de Jesús, que, conmovido por la simplicidad de aquellos dos discípulos y por todo lo sucedido en apenas tres minutos, estalla divertido, meneando la cabeza: ¡Oh Dios, vuestra falta de fe, cuánto os hace sufrir!… Pero ¡qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas!… ¿No era necesario que el Mesías padeciera todo esto y entrara así en su gloria?” (Lc.24,25-26)…. ”¡Si le hubierais creído a Moisés, le habríais creído al Mesías, pues del Mesías escribió Moisés!” (cf. Jn.5,46).

Entonces, uno de ellos, interrumpiendo, súbitamente, su llanto, se suelta de su compañero y, de un manotazo, se seca las lágrimas, para encararse con aquel desconocido y espetarle, dedo en ristre: “¡Anda ya, listillo! ¡Hace un rato no sabías nada sobre el tema! y, ahora, fingiendo saberlo todo, ¿pretendes darnos lecciones para avergonzarnos?… A ver, jovencito: ¿Qué es lo que Moisés escribió sobre el Mesías, que únicamente lo hayas entendido tú?” Y Jesús, poniéndole las manos sobre los hombros, para tranquilizarlo, les invita a seguir el viaje, pues atardece: “Amigos, no era mi intención molestaros, pero sigamos caminando mientras hablamos”, después prosigue: “Creo firmemente que cuando Dios le dijo a Moisés: “Yo suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti; pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande. Si alguno no escucha mis Palabras, las que ese profeta pronuncie en mi nombre, yo mismo le pediré cuentas de ello” (Deut.18,18-19), se estaba refiriendo al Mesías de Israel, a vuestro Jesús de Nazaret, quien vendría a ser como un segundo Moisés, en cuanto a su autoridad profética, pero el principal de todos los profetas que Dios ha enviado al mundo y el representante de todos ellos, pues el Mesías es, realmente, “el Hijo de Dios vivo” (Mt.16,16)”.

Gratamente complacidos por lo que acaban de escuchar, mirando hacia él y agradecidos por sus palabras, los dos vuelven a sonreír, mientras uno de ellos exclama: “¡Ahí va, ese detalle se nos había escapado! Él solía decir: “Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la Palabra que yo he hablado, ésa le juzgará el último día; porque yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre, que me ha enviado, me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí.” (Jn.12,47-50)”. Y el otro dice: “¡Es verdad! Las mujeres nos dijeron que el centurión romano, después de atravesarlo con su lanza, se arrodilló ante Él y dijo: “Verdaderamente, este hombre era el Hijo de Dios” (Mc.15,39; Mt.27,54). Después, volviendo a entristecerse, le pregunta: “Pero, ¿por qué, siendo el Mesías, tenía que morir y de esa manera? ¿Dónde estaba escrita tal cosa?” Jesús le mira compasivo y responde con ternura: “En la Ley y los Profetas, en las Sagradas Escrituras” y ellos, deteniéndose de golpe, le miran entre perplejos y asustados; nunca antes habían oído decir tal cosa. Uno de ellos acierta a decir: “¿Co-cómo así? Siempre hemos creído que el Mesías no podía sufrir ni morir” y Jesús le responde: “Eso es porque, a pesar de que reconocéis a Isaías como el profeta del Mesías, en vuestras sinagogas jamás leéis su poema sobre el “siervo sufriente” de Yahvéh (cf. Is.53), que se refiere a los padecimientos del Mesías”.

Y Jesús, viéndolos desolados, como ovejas que no tienen pastor, comienza a instruirlos para infundirles esperanza: “Os dije que todo comenzaba con Moisés, pues, con él, Dios instituyó la costumbre del Cordero Pascual, como prefiguración, preparación y entrenamiento para la llegada del verdadero Cordero Pascual: el Mesías, vuestro Jesús. Fue a Moisés a quien Dios le encargó muchas de las cosas que vivís actualmente y que los fariseos no han desvirtuado, todavía, con su levadura de preceptos humanos, que alejan de Dios y no salvan. La sangre del cordero sin mancha ni defecto es derramada, desde entonces, como propiciación por los que tienen pecado, y recibe la muerte sustitutoria que ellos habrían merecido por sus pecados. Tal fue el papel de vuestro Jesús, sólo que Él, como Mesías, tenía, realmente, la capacidad de perdonar los pecados del mundo”.

Sí –contesta uno de ellos-, el sumo sacerdote llegó a decir que convenía que muriera uno por todo el pueblo y, más tarde, que cayera su sangre sobre nosotros y nuestros hijos”. “Ya veis –responde Jesús-, describe perfectamente la misión propiciatoria del Cordero Pascual. ¿Y no lo declaró, previamente, sin mancha, para poderlo sacrificar, conforme a la Ley?”. “No –responde el otro- ese honor le correspondió a Pilato, el único que mencionó que no encontraba delito en Él, antes de mandarlo a padecer, aunque había querido evitarlo”. Y Jesús dice: “Ya veis, ¿que más pruebas queréis de que vuestro Jesús era, realmente, el Cordero de Dios y tenía que morir para expiar los pecados de muchos y alcanzaros la salvación, conforme decían las Escrituras (cf.1Co.15,3)?: La sangre de aquellos primeros corderos salvó a los israelitas en Egipto, pero la Sangre de este divino Cordero salva a todos los hombres, en todo el mundo y en todas las edades del mundo, y de una vez para siempre”.

Más tarde, Dios concedió a David, el Rey-Profeta Mesiánico, una visión especial de la Pasión del Mesías, a partir de la cual compuso un salmo (cf. Sal. 22), en el que describía, con todo lujo de detalles, la pasión y muerte del Mesías, pero también su victoria. Un salmo que todos recitáis sin entenderlo, pero que Él recitaría desde la cruz, con todo conocimiento de causa, pues hablaba de su pasión”. Ellos escuchan atónitos, sin dar crédito a sus oídos, pero Jesús los saca de su ensimismamiento, al preguntarles: “Decidme una cosa: En algún momento de su pasión, Jesús llegó a decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?””. Ellos se miran asombrados y se dicen entre murmullos: “¡Ay va! ¿Cómo sabe eso?”… “¡Era un secreto!”. Al fin, uno le responde nervioso: “Ssssí… Verás, las mujeres que estaban al pie de la cruz nos dijeron que estaban escandalizadas de que, precisamente Él, se quejara contra Dios y dijera aquellas cosas en la cruz”. Jesús les responde: “¡Ja, ja, ja! ¡Para nada! Vuestro Jesús estaba orando a su Padre desde la cruz” Y el otro, volviendo a menear su dedo, pregunta asombrado: “¿Y tú cómo lo sabes, señor burlón, si no estabas allí?” Jesús, le responde tranquilizador: “¿Sabéis cómo empieza ese salmo? ¿No? Os lo recordaré: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás lejos de mi clamor y mis gemidos? Te invoco de día, y no respondes, de noche, y no encuentro descanso; y sin embargo, tú eres el Santo, que reinas entre las alabanzas de Israel” (Sal.22,2-4). Luego, Jesús, el Mesías, no estaba desesperado ni quejándose a Dios ni rebelándose contra Él, sino que estaba rezando desde la cruz el salmo que, proféticamente, había compuesto para Él, el Rey David, cientos de años atrás”.

Como no hay más protestas, Jesús continúa: “Y, precisamente, en ese salmo el Rey David profetiza que las manos y los pies del Mesías serán “traspasados” (cf. Sal.22,16;Jn.20,25), que no se le romperá ni un solo hueso (cf. Sal.22,17; Sal.34,21; Jn.19,33) y que se repartirán su ropa y echarán a suertes su túnica (cf. Sal.22,18; Mt.27,35). Incluso, en otro salmo, el Rey David concretará que el Mesías será traicionado por un amigo (Sal.41,9). Es más, el profeta Zacarías anuncia que será vendido por 30 monedas de plata (Zac.11,13), que, cuando sea herido, le abandonarán sus discípulos (Zac.13,7;Mt.26,31) y que todos mirarán al que traspasaron (Zac.12,10). Decidme, por favor, si fue así”. Y ellos, cada vez más sorprendidos, se preguntan: “¿Cómo puede saber todo eso, sólo por las Escrituras: la traición de Judas, las negaciones de Pedro, el abandono de todos en Getsemaní?” y se limitan a asentir con la cabeza. “Ya veis, vosotros mismos sois testigos de que ni disparato ni miento”.

Entonces, el primero de ellos vuelve a la carga con otra pregunta: “Así que fue clavado y muerto en la cruz por nuestros pecados, pero ¿y la lanzada del soldado, cuando Él ya estaba muerto? ¡Eso no entraba en las Escrituras!”. Y Jesús le responde: “Me temo que sí, pues él debía ser degollado como los demás corderos y derramar su Sangre en sacrificio de expiación: “Mirarán al que traspasaron” (Zac.12,10), ¿os acordáis? Y no sólo con los clavos (cf. Sal.22,16), con la lanza, también: “No se le quebrará un solo hueso” (Sal.22,17;34,21), ¿recordáis? Eso le evitó el “crucifagio” romano, que le rompieran las piernas, cumpliéndose la profecía”. “Ya –vuelve a arremeter-, pero ¿dónde figura esa lanza?”.

Jesús, comprendiendo que está impactado por aquel acontecimiento, le responde con ternura: “Amigo, para eso hemos de volver, otra vez, al desierto con Moisés y situarnos en el monte Horeb, junto a la roca en forma de corazón humano, que domina el lugar. Dios le pidió a Moisés que golpeara aquella roca una sola vez, para que saliera agua con la que lavar y dar de beber a todo el Pueblo de Dios”. El otro, con cara de extrañeza, le responde: “No sé adónde quieres llegar, señor”. Y Jesús le dice: “A que el soldado, con su lanza, golpeó el Corazón de la Roca, que es Cristo, el Cordero de Dios, para que de su costado saliera Sangre –para sellar el pacto- y Agua –con la que lavar el pecado de su Pueblo y satisfacer su sed-“. Ya sin argumentos, aquel discípulo, refunfuña: “Ya, pero Moisés golpeó la roca dos veces y no una, como el soldado”. Y Jesús le replica: “Por eso Dios le castigó sin entrar en la tierra prometida, pues su falta de fe, había estropeado aquel gran signo de Dios para su Pueblo”.

El primero de ellos pregunta, entonces: “¿Quieres decir que sufrió todo lo que sufrió, hasta morir en la cruz, sólo porque estaba escrito? Y Jesús le responde: “No, claro que no, murió por Amor: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn.15,13) y Él la entregó libremente (cf. Jn.10,18), y por un Designio de Amor: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único para salvar al mundo” (Jn.3,16). Pero ese designio de amor fue comunicado a los profetas, pues “nada hace Dios sin comunicárselo a sus siervos los profetas” (cf. Am.3,7), y fue puesto por escrito, para que lo reconocierais cuando aconteciera”. Entonces, el otro suspira: “Ya… ¡Cuesta creerlo! ¿Verdad?… Y nosotros no supimos entenderle”, y después pregunta: “Él dijo muchas veces que aún no había llegado su hora. Entonces,… ¿aquélla era “su hora”?” Y Jesús le responde: “Sí, y no era sólo “su hora”, sino, también, “su lugar” y “la manera””.

Como ve que no le han entendido, Jesús prosigue: “Me explicaré: Tras el pecado de nuestros primeros padres, con un resultado de muerte, para ellos y para todos sus descendientes, antes de sacarlos de Edén, Dios le hizo una promesa a la mujer: “Pondré enemistad entre ti y la serpiente, entre tu estirpe y la suya, y uno de tu descendencia le pisará la cabeza a la serpiente cuando ella aceche su calcañar” (cf. Gén.3,15); Él hacía referencia a una nueva Eva y a un nuevo Adán, nacido de Ella: El Mesías, con los que todo se restauraría, por su obediencia y sacrificio.

Pasaron los siglos y Dios eligió a un habitante de Ur de los Caldeos, llamado Abraham, en cuya descendencia había depositado ya la Promesa y la Semilla de Bendición para todos los pueblos de la Tierra, y le pidió que le sacrificara a su único hijo, el hijo de la Promesa; como Abraham no se lo guardó para sí, sino que, agradecido a Dios y creyendo en Él, se dispuso a sacrificar a su único hijo, Dios se lo impidió, pero quedó marcado el Lugar: el monte “Moria”, al que Abraham llamó “Dios-proveerá” y que hoy, tras las secuelas dejadas por la cantera para el Templo, llamáis “Gólgota”; y, también, la Ofrenda para el sacrificio: un cordero, como víctima sustitutoria y expiatoria: su propio Hijo único, el Mesías”. Entonces, uno de ellos exclama: “¡Ajá! es verdad, el “Discípulo amado” nos contó que, cuarenta días después de su bautismo en el Jordán, cuando Jesús regresaba de su experiencia en el desierto, Juan el Bautista lo había señalado y les había dicho: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”  (Jn.1,29)”. Y Jesús, sorprendido por aquella asociación de ideas, responde: “Ya veis”.

Después prosigue: “Más adelante, en la travesía del desierto, Dios habló a Moisés y le pidió que fabricara un estandarte de bronce, en forma de serpiente abrasadora, y lo alzara en el desierto, para que los mordidos de serpiente, al mirarlo con fe, sanaran de sus mordeduras y no murieran; y así quedó fijada la Forma: La cruz (cf.Jn.3,14; Jn.12,34), para que los mordidos por el pecado, al mirar con fe a la Víctima divina, no murieran, sino que tuvieran vida eterna: “Mirarán al que traspasaron” (Zac.12,10), ¿recordáis?”. Entonces, interviene el otro: “Sí, Nicodemo nos contó que, una noche, había ido a escondidas a ver a Jesús, y que Jesús le había dicho que “cuando el Hijo del Hombre sea elevado, atraerá a todos hacia sí y sabréis que “Yo soy”” (Jn.8,28). Él mismo nos dijo que, en el Calvario, al mirar el título de la cruz y juntar los acrónimos: “INRI”, para el latín, “INBI”, para el griego y “YHWH”, para el hebreo (cf. Jn.19,19-20),… sí, “Yahvéh” = “Yo soy”, el Nombre de Dios, sobre la cabeza de Jesús, lo comprendió todo y aquello hizo caer el último bastión de dudas en su corazón, y allí mismo le declaró su Rey y Señor, pero como ya era tarde para decírselo, pues Jesús ya había expirado, no se le ocurrió mejor modo que comprar unas 100 libras -más de 30 kilos- de mistura de mirra y áloe, para embalsamar su cuerpo (cf. Jn.19,39), que, según él, era lo establecido legalmente para enterrar a un Rey de Israel”. Jesús trata de disimular su emoción ante la noticia de la conversión del viejo Doctor de la Ley, cuando es asaltado con otra pregunta: “¡Ya!, pero, Maestro… ¡Uy, perdón!… Señor caminante: Ya tenemos el lugar, la víctima y la manera, pero sigues sin hablarnos de “la hora”, ¿por qué en la Pascua?”.

Jesús le responde, divertido: “Tienes razón, todavía no he respondido a la pregunta principal. Pues veréis, a mayores de la promesa que Dios le hizo a Moisés de suscitar un profeta como él en el futuro (cf. Deut.18,18-19), también le pidió que instituyera unas festividades, que habrían de celebrarse a perpetuidad y que Dios se reservaría para sí mismo (cf. Lev.23), de manera que sirvieran como entrenamiento y preparación para futuros acontecimientos (cf. Col.2,16-17) relacionados con el Mesías, pues el propio Mesías habría de cumplirlas, participando en ellas, tras su venida. Como bien sabéis, hay dos tipos de “Fiestas de Yahvéh”, que son, también, “Fiestas del Mesías”, reservadas por Dios para sí mismo: Las cuatro “Fiestas de Primavera”, de las que vuestro Jesús ha cumplido ya las tres primeras, como “Mesías sufriente”, recordad al profeta Isaías y su “siervo sufriente” (cf.Is.53), en ésta su primera venida, y las tres “Fiestas de Otoño”, que Jesús cumplirá en su segunda venida, como “Mesías reinante”, al final de los tiempos”.

Jesús trata de no hacer mucho caso de las caras de no entender que acaban de poner; piensa: “Lo entenderán más tarde” y prosigue: “Así, vuestro Jesús, el Cordero de Dios sin mancha, murió en la “Fiesta de Pascua” (“Pesaj”), junto con el cordero pascual y todos los demás corderos sacrificados en el Templo -ahí tenéis fijada la Fecha, incluso la Hora-; fue enterrado en la “Fiesta de los Panes Sin Levadura” (“Hag Ha-Matzah”), pues el Cordero de Dios, con su muerte, removió la levadura del pecado; resucitó en la “Fiesta de las Primicias del Centeno” (“Bikkurim”), como primicia de la humanidad redimida; y, pasada la “Fiesta de las Semanas”, en la “Fiesta de las Primicias del Trigo” (“Shavuot”), que los judíos de lengua griega llaman “Pentecostés”, por haber pasado cincuenta días; en ese día, el mismo en que Moisés recibió la Ley del Sinaí, se derramará la Fuerza que viene de lo Alto y recibiréis la nueva Ley, el nuevo Abogado, Defensor y Consolador, el Espíritu de la Verdad, que os conducirá a la Verdad plena y os hará libres”. Pero, por las caras que ponen, el mismo Jesús se da cuenta que aquel último dato también les sobrepasa, pues no han probado, todavía, la experiencia de verle resucitado, aunque ya les había hablado de ello en aquella última cena: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Defensor. En cambio, si me voy, os lo enviaré” (Jn.16,7).

Y así, caminando y hablando, sin darse cuenta, han llegado a Emaús y uno de ellos, señalando con el dedo, dice: “¡Mirad! Ya se divisan las primeras casas, pero aún nos queda tiempo para una pregunta. Por favor, caminante, sácanos de la angustia: Si estaba profetizada su muerte, ¿también estaba profetizada su resurrección?”. Y Jesús les responde con alegría desbordante: “Pues, ¡claro! Ja, ja, ja. Haber empezado por ahí. El Rey David tiene un salmo donde anuncia: “Porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea la corrupción” (Sal.16,10); el mismo salmo que antes describía su pasión, ahora nos habla de su victoria: “¡Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré!” (Sal. 22, 23), y el propio Isaías, al final de ese capítulo que jamás leéis en las sinagogas, proclama que el Mesías verá linaje, que Dios Padre prolongará sus días y que verá el fruto de la aflicción de su alma y quedará satisfecho (cf. Is.53,5-11). Como veis, vuestro Mesías, a estas horas, debe estar más que resucitado, ¡hombres de poca fe!”. Y se ríen los tres, aunque, por dentro, los dos siguen pensando: “Sí, ¿pero dónde está?, ¿por qué no le vemos?”.

¡El tiempo se nos ha hecho un suspiro! -exclama uno de ellos- ¡Qué forma de hablar, pareces un doctor de la Ley!”. Y el otro, con la voz entrecortada, dice: “¡Es verdad, hablas como un “rabi!”, hablas como… como…”. “¡Como el Maestro! –le completa el primero- o como si conocieras profundamente al Maestro. Dinos, caminante: ¿Quién eres tú, realmente?”. Pero Jesús no le responde y, despidiéndose gentilmente, hace ademán de seguir su camino. Entonces, el primero, reteniéndole por la ropa, le dice visiblemente emocionado: “No nos dejes así, caminante, te lo suplico, pues tus palabras apaciguan nuestros corazones, haciendo renacer en nosotros la esperanza, y son un bálsamo para nuestras almas, que cicatrizan la tristeza y sanan nuestra frustración, al sanar nuestros recuerdos… Si fueras Él, diría que tus palabras son de vida eterna” (cf.Jn.6,68). Entonces, el otro, interponiéndose en su camino y señalando hacia la puerta, prosigue: “Quédate con nosotros esta noche; mira que ya es muy tarde y está para anochecer” (cf. Lc.24,29)Cena al menos con nosotros y déjanos pagarte, de alguna forma, todo el bien que hoy nos has hecho, antes de proseguir tu camino, oh viajero”.

Y Jesús, que lo está deseando, pone cara de: “Bueeeno, vaaale; pero solo un poco” y se queda con ellos a cenar. Los dos le invitan, entonces, a bendecir el pan para la cena y Jesús lo hace como siempre lo ha hecho, es decir, con una oración y bendición al Padre, como nadie jamás sabría hacerla, excepto Él, rompiendo el pan en dos mitades, con sus manos traspasadas por dos rubíes centelleantes, dándole la mitad a cada uno. En ese momento reaccionan y comprenden: “Mirarán al que traspasaron” (cf. Zac.12,10), pero Jesús ya no se deja retener más y desaparece de su lado, ante sus ojos de sorpresa y su sonrisa de alegría, mientras sus corazones, repicando a Pascua, con sus enormes latidos, están a punto de estallar de felicidad. Por fin, cuando se reponen un poco de la sorpresa y la emoción, ambos aciertan a decir, tartamudeando al unísono: “No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?” (cf. Lc.24,32)… Y el primero de ellos dice: “¿No fue eso lo que nos hizo retenerle un poco más y decirle, como Pedro, aquella vez, que tenía palabras de vida eterna (cf. Jn.6,68)?” y el segundo le responde: “¿No fue eso lo que nos hizo gozar cuando aceptó nuestra invitación a bendecir nuestro pan y compartir nuestra mesa?

Y, de común acuerdo, no comen la mitad del pan que Jesús les ha entregado, sino que, cada uno la envuelve, cuidadosamente, en un lienzo limpio y la guarda con veneración en su zurrón de viaje, como una preciosa reliquia de su encuentro con Jesús y prueba de su Resurrección para los hermanos que todavía estén en el Cenáculo, que permita reunir nuevamente a todos los discípulos de Jesús, que decepcionados, se dispersaron tras su muerte, tal como ellos mismos hicieron, y, en plena noche, salen corriendo hacia Jerusalén, encontrando milagrosamente abierta la puerta de la muralla, pudiendo pasar el retén de guardia de la puerta sin ser notados y sin que ninguna ronda de guardia les moleste en su deambular por las callejas que llevan al cenáculo, como si fueran invisibles, a pesar del toque de queda. Y una vez reunidos con María, los apóstoles y los demás hermanos, los de Emaús comienzan a dar su testimonio y, al sacar de sus zurrones las dos mitades del Pan eucarístico, las desenvuelven con veneración, delante de todos, como prueba de lo que dicen, y, al juntar ambas mitades, Jesús resucitado, saliendo de ese Pan, se aparece en medio de ellos, lleno de gloria y majestad, y les dice: “Paz a vosotros” (Lc.24,36).

¿FIN?…

¡Lo dudo!

P. Juan José Cepedano Flórez CMM.

A todos los que, habiendo probado, desandan sus pasos y se convierten en testigos.

+ Salamanca, 28 de Marzo de 2021, Domingo de Ramos en la Pasión del Señor.

© Imágenes tomadas de Internet.

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