[A]
MaSibanda era, por aquel entonces – 1982 -, una señora muy anciana. A pesar de sus muchos años, ejercía de abuela de sus muchos nietos y de madre de los hijos de otros, todos ellos huérfanos debido a la guerra civil que su país africano estaba sufriendo. Ella vivía en una aldea muy alejada de la Misión donde, por entonces, yo estaba trabajando. Una vez al mes solía acercarme al lugar donde vivía MaSibanda para celebrar la Misa.
Aunque ya han pasado muchos años, todavía hoy, me recuerdo de una de las primeras veces que fui al lugar. Después de conducir por interminables caminos polvorientos, al llegar al lugar, me encontré a MaSibanda sentada bajo un enorme árbol, mientras los niños estaban barriendo el terreno. Pronto apareció también un hombre ciego agarrado de la mano de uno de sus nietos. Después de un rato, y dándome cuenta de que nadie más iba a venir a la Misa, le sugerí que podríamos hacer una oración y así poder llegar a casa antes de la puesta del sol. MaSibanda como disculpándose, con voz humilde, preguntó si no estábamos allí para celebrar la Misa. Antes de que pudiera contestar palabra alguna, el ciego entonó la canción de entrada, felizmente seguida por los niños y niñas de MaSibanda, mientras yo me di toda la prisa que pude para prepararme para la celebración.
Después de la Misa, nos subimos al coche. MaSibanda se sentó junto a mí. En el camino hacia su casa, MaSibanda con dignidad en la voz me dijo: “Gracias, Padre, por venir y por celebrar la Misa. Mire, aquí en África, el número no es lo importante para hacer cosas importantes: una sola persona siempre es importante”.
[B]
La pandemia, la que todavía estamos sufriendo en todo el mundo, ha supuesto un reto al tema de las relaciones humanas. Cuando la pandemia hizo acto de presencia, con el virus expandiéndose con rapidez por todos los países, a todos nos cogió por sorpresa y nuestras mentes y corazones se llenaron de confusión y de incertidumbre ante el futuro. Bajo aquellas circunstancias, dos fueron los caminos de reacción de la gente. Uno era vivir guidados por el slogan: “Que cada uno se las apañe como pueda”. La otra opción fue: “O todos o ninguno”. Gracias a Dios, lo que ha prevalecido es la segunda opción, al menos hasta ahora.
Las consecuencias de la pandemia se dejaron sentir de manera diferente, dependiendo de las condiciones de vida de la gente. Para mucha gente pobre, el hambre se convirtió en su pan cotidiano. Con rapidez, se pusieron en marcha iniciativas para suministrar alimentos a la gente, tanto por el gobierno como por otras instituciones sociales. Se prometió y se aseguró que habría comida para todos. En algunos sitios, incluso, se ponía la comida delante de las puertas. Con pena hay que reconocer que se ha vuelto a repetir aquel conocido dicho que reza: “La montaña se puso de parto y dio a luz un ratón”.
Bajo la situación de pandemia, restricciones y protocolos se impusieron a todos en orden a evitar el contagio; situación aquella que vino a denominarse como la nueva normalidad. La medida de mayor dificultad para cumplir fue, y todavía es, guardar la llamada distancia social. Hoy vemos que esta restricción ha traído más daño que beneficio. La gente recibió alimentos, pero fue aislada del resto, incluso de sus seres más queridos. El aislamiento llevó a la soledad, la soledad a la depresión e, incluso, a la muerte.
Decir cuánta gente ha sido y sigue siendo ayudada sería muy sencillo, pues es una cuestión de números, pero cuando uno se refiere a personas, los números son muy fríos. Habría que recordar aquí la lección de MaSibanda.
Los números y las estadísticas no pueden ser el criterio para evaluar la eficiencia de un proyecto, dado que los números y las estadísticas, por más fieles que sean, lejos de describir la realidad, vienen a ser factores que la distorsionan.
Lo importante es que una persona concreta o una familia determinada han sido ayudadas, que se han sentido ayudas, y, sobre todo, que han sentido que se les ha tomado en consideración, incluso por gente desconocida. Aquí tengo que dar las gracias a cada uno de los que nos habéis ayudado para poder así ayudar a otros. Este sentimiento fue y todavía sigue siendo para ellos el pan que mata el hambre del cuerpo y del alma.
[C]
Durante la pasada celebración del Día de los Abuelos [25 de Julio], que tuvimos en nuestra parroquia, me encontré con una pareja muy anciana. El día antes, con la sola intención de protegerlos de contraer el virus, les había aconsejado que no vinieran a la Misa ni a la celebración. Al advertir mi sorpresa al verlos, el anciano me dijo: “No se preocupe, padre, es mejor morir juntos y celebrando que estar en casa solos y llorando”. Como dijo alguien: “El que tenga oídos, que oiga”.
P. David Fernández Díez CMM
Misionero de Mariannhill
Fotos: ARCHIVO CMM [Colombia]
Celebración de la Virgen del Carmen, día en el que se bendicen los vehículos en Colombia, por ser la Patrona de los conductores.