08 Abr HISTORIA DE UN TÍTULO (Poncio Pilato)
JERUSALÉN. FORTALEZA ANTONIA. PROCESO CONTRA JESÚS:
Pilato aprieta puños y dientes, sin saber qué más argumentos esgrimir para liberar al Galileo, al que aquellos energúmenos vociferantes, sin atender a razones, acusan visceralmente de querer hacerse Rey y Dios. Lleva así toda la mañana, sin conseguir hacerles entender que, según la Lex (Ley) Romana, no encuentra ningún delito en él por el que deba ser condenado, pues no hay pruebas contundentes ni testigos fiables que lo acrediten. Y para salir de aquel punto muerto, decide, finalmente, mandarlo azotar, en la esperanza de que las autoridades judías, al ver un poco de sangre, se queden tranquilas y lo dejen marchar.
Pero los soldados romanos, hartos de los judíos, se extralimitan en su castigo y convierten a Jesús en un despojo humano, que, bañado en su propia sangre y coronado de espinas, es devuelto a un sorprendido Pilato, que se queda horrorizado ante aquella crueldad innecesaria, que estropea todos sus planes, pues, en aquel estado, lo mejor sería darle muerte de una vez, para evitarle mayores sufrimientos y una muerte lenta por engangrenamiento. Cuando Pilato se repone de la impresión, muestra a Jesús ante la turba, que, de golpe, hace silencio, muda de espanto, pudiendo oírse claramente la voz de Pilato, que anuncia: “¡Aquí tenéis a vuestro Rey!” (Jn.19,14), pero sus desafortunadas palabras, producen el efecto contrario, pues Anás y Caifás, enfurecidos por aquella declaración, gritan juntos, por primera vez: «No tenemos más rey que el César» (Jn.19,15) y, desde entonces, hasta el final, ya sólo se escuchará la palabra: “¡Crucifícale!” en boca de todos.

Pilato, contrariado por su poco tacto y la testarudez de aquella jauría, recurre a su último recurso, la tradición de soltar a un preso por Pascua, y manda traer a Barrabás, amotinador y asesino -¡nada que ver con Jesús, que es manso y humilde!-, pero les da igual que Barrabás sea un asesino, quieren ver muerto a Jesús y ya sólo gritan: “¡Crucifícale!”, sin atender a más razones. Entonces, visiblemente enojado, Pilato grita: “¡Basta de tanta porfía! Siervo, tráeme el lavamanos. “¡Soy inocente de esta sangre!” (Mt.27,24). Para mí, este hombre es inocente; lo he castigado para satisfaceros y aplacaros, pero no ha servido de nada… ¡Estáis ávidos de sangre y llenos de envidia y venganza!… Me lavo las manos en este asunto, haced con Él lo que os plazca”. Entonces, Anás y Caifás, victoriosos, vuelven a gritar unidos: “¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mt.27,25). Y Pilato, impotente, volviéndose hacia uno de los guardias, le ordena: “Soldado, llama al intendente, que envíe a su ayudante inmediatamente, lo espero en mi despacho”, mientras Jesús, fuertemente escoltado, abandona el lugar, para ser crucificado.
Cuando el ayudante del intendente llega, con su tablilla de cera y el punzón de escribir, Pilato le dice: “Escribe ahí, en las tres lenguas de oficio (cf. Jn.19,20), el título de esa cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos” (Jn.19,19). El ayudante se dispone a transcribir el texto en latín (“IESVS NAZARENVS, REX IVDEORUM” > “INRI”) y a traducirlo al griego (“ΙEΣȢΣ ΝΑΖΑΡENȢΣ ΒΑΣΙΛEȢΣ ΙȢΔEȢΝ” > “INBI”) y al hebreo (“YAHSHUAH HANOTZRI VEMELEK HAYEHUDIM” > “YHVH”), subrayando las iniciales de cada palabra, súbitamente palidece y anuncia: “Perdón, señor, no es posible escribir el texto de esa manera; vas a tener los mismos problemas que cuando llenaste el Templo con las efigies del César”.

Pilato, contrariado por el comentario, le pregunta: “¿Qué es lo que pasa ahora? Ellos quisieron crucificarlo en contra de mi voluntad y yo lo declaro “Rey de los judíos” en contra de la suya; estamos en paz. Además, estoy convencido de ello, porque él mismo me lo dijo y parecía muy sincero; aunque debía ser extranjero, pues, a pesar de su acento galileo, afirmaba que su reino era de otro mundo, posiblemente fuera de los límites de nuestro imperio, del mundo no-romano, aunque dijo que estaba aquí para otra cosa, algo sobre la verdad… ¡Ah, ya recuerdo!: “para dar testimonio de la verdad” (Jn.18,37)… A lo mejor, es el legítimo “Rey de los judíos” y no ese libertino de Herodes Antipas, y vino a esclarecer la verdad y reclamarle el puesto y, ¡por ello, le matan!… Pero no temo a los herodianos y, menos aún, al despreocupado de Herodes Antipas; máxime ahora, que quiere ser mi amigo”.
A lo que el ayudante responde: “Señor, no me has entendido; mi madre es judía y mi padre romano, conozco las lenguas, costumbres y tradiciones de ambos lados y sé lo que digo. Si traduzco el texto al hebrero, tal como está formulado, su acrónimo dirá: “YHVH” (o “Yahveh”), que es el nombre impronunciable de Dios, el tetragramaton sagrado, que sólo el sumo sacerdote puede pronunciar y una sola vez al año, en el Santo de los Santos del Templo del Dios de Israel; eso, señor, sería una blasfemia y sería vista como una provocación por las autoridades del Templo: El nombre de Dios escrito en la tablilla de un ajusticiado, que se desangra debajo de ella, es como insinuar que el ajusticiado es Dios en persona o…, para que me entiendas…, que estamos matando al mismísimo Dios… Te sugiero, señor, que cambies esas palabras, para que digan lo mismo de otra manera y que, así, las iniciales no contengan el nombre de Dios.
Pilato reflexiona un instante y regresan a su cabeza las palabras de Jesús: “Tú lo has dicho, soy rey, pero mi reino no es de este mundo” (Jn.18,36), las de Caifás: “El rey enviado por Dios” (Lc.23,2) y el aviso de Claudia, su esposa: “deja en paz a ese hombre, porque es un varón justo” (Mt.27,19); además, su porte, su majestad, su paciencia, su aplomo, su silencio… sí, sobre todo su silencio…, ¡ese respetuoso, humilde y majestuoso silencio!…, como de quien se deja hacer, respondiendo, obediente, a un plan trazado desde arriba… “¡de lo alto!”, decía él… “No tendrías autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto” (Jn.19,11). Pilato, súbitamente, siente un escalofrío, que le hace pensar en esa última acusación: “¡se tiene por Hijo de Dios!” (Jn.19,7), que tanto le desconcertó y que le hizo preguntar: “¿De dónde eres tú?” (Jn.19,9)… ¿Una encarnación celeste?”.
Y sigue hablando en voz alta: “Lo de Rey me parece claro y no pienso cambiarlo, en cuanto a lo de Dios… ¡No sé!… Según el jefe de policía, cuando le apresaron, al responder “Yo soy”, ese nombre sagrado para los judíos, del que estamos discutiendo…, el nombre de su Dios, como tú dices…, todos retrocedieron y cayeron por tierra… ¡Excepto él mismo! (cf. Jn.18,6; Fil.2,10)… O ese nombre tiene poder… o él mismo tiene poder o… ¡ese nombre y él son una misma cosa!”… Ahí tienes la curación del siervo del centurión, de la que muchos son testigos, tanto romanos como judíos, y la del criado del sumo sacerdote, al que, según el jefe de policía, le cortaron una oreja cuando detenían al acusado y él se la repuso a la vista de todos… Quizá era eso lo que quería decirme, al responder que había “venido al mundo, para ser testigo de la verdad” (Jn.18,37)… No sé, parece como que todo va cuadrando en esa dirección, como si quisiera desvelarse y hacerse luminosa una verdad…, que no es que él quisiera hacerse Dios, sino que, realmente, ¡él lo era!
Después, con voz de fastidio, murmura: “Pero ya es tarde, demasiado tarde, para eso… Él estaba herido, demasiado herido, casi muerto… Y además, ¡me lavé las manos!… ¡Ya no puedo volverme atrás!”. Después, suspira profundamente y, como queriendo tranquilizar su conciencia ante lo inevitable, trata de esbozar una sonrisa, para decirle al subalterno: “Si realmente es Dios, bajará de su cruz o saldrá de su tumba, pero no morirá, así que déjalo así, “lo escrito, escrito está” (Jn.19,22); y queda tranquilo, si es cierto que “nada hay tan escondido, que no llegue a saberse”, más cierto es, aún, que “nada hay tan escondido, que aquello que a la vista está”… ¡Ah! En cuanto tengas el título, di a la comitiva de castigo que salga de inmediato y que ataje lo más posible; no quiero que el “Rey-Dios de los judíos” se nos desangre antes de llegar al Gólgota… ¡Es lo único que puedo hacer ya por él!

Cuando el encargado se retira, Pilato, cansado y aliviado, como si un gran peso se le hubiera ido de encima, se asoma a la ventana, con la intención de respirar un poco y seguir dando vueltas a lo recién descubierto sobre el galileo, para ver hasta dónde llega en sus conclusiones, pero algo mucho más divertido le distrae enseguida de tan profundas reflexiones, ya que desde allí puede ver cómo esos dos tipejos petulantes, Anás y Caifás, que no quieren perderse el desenlace de sus maquinaciones, junto con los miembros del Sanedrín, salen los primeros hacia el lugar del tormento, para conseguir un puesto privilegiado delante de las cruces y esperar allí, tomando un refrigerio, a que la comitiva llegue… Después sonríe irónico y, con un rictus de desprecio, dice: “Donde está el cadáver, allí están los buitres” y, satisfecho de su ocurrencia, se retira de la ventana, para tomarse, él también, un merecido refrigerio.
Cuando la comitiva de castigo llega al lugar de ejecución, Anás y Caifás pueden observar, entre chanzas y gestos burlescos, cómo su odiado enemigo es despojado de sus ropas, cosido a la cruz y levantado en alto, tal como Moisés hiciera en el desierto con la serpiente de bronce, un signo invisible para sus ojos, ciegos por el odio y el pecado. Un poco más abajo de donde ellos se encuentran, Anás distingue, entre la multitud más cercana a la cruz, a los dos prófugos del Sanedrín: José, el de Arimatea, y Nicodemo, el anciano doctor de la Ley, que está postrado; le da un codazo a su yerno y le insta a que le siga, para, delante de todos, poder hacer chanzas, a costa de aquellos dos y del Nazareno. Mas, cuando ya están cerca, Anás consigue escuchar la conversación que ambos mantienen y, olvidándose de su yerno, decide esconderse detrás de otros curiosos, para enterarse de todo; aquellas dos víctimas, que no se han percatado de su presencia, serán sentenciadas, después, con sus propias palabras. Anás sonríe satisfecho y agudiza el oído; ya no le interesa el Nazareno.
Nicodemo se incorpora y, mirando a José, señala la cruz, mientras exclama, vivamente emocionado: “Mira, José, tal como me dijo el Maestro aquella noche, cuando fui a verle a escondidas: “Cuando sea elevado como la serpiente en el desierto”, se refería a esto, a que lo habrían de crucificar; así, Él ocuparía el lugar de la serpiente, “el que no conocía pecado, se hizo pecado por nosotros” (cf. 2 Cor.5,21), para que los mordidos por el pecado se salven, al mirarle en la cruz. Quizá se refería a eso, cuando añadió: “atraeré a todos hacia mí”… ¿del pecado hacia la gracia?…; esa parte, aún se me hace oscura”. Y después, con voz lastimera, mirando fijamente al crucificado, añade: “Y si Él ocupa el lugar de la serpiente de bronce, entonces, nosotros…, los miembros del Sanedrín, los que, con nuestro juicio inicuo, le colgamos en ese madero…, ocupamos, injusta y pérfidamente…, el lugar de Moisés” y se echa a llorar amargamente.
Entonces, José, abriendo sus ojos como platos, responde: “¡Claro! Eso es lo que decía el profeta Isaías (45,22): “Miradme y sed salvos, todos los confines de la Tierra”. ¿Sabes? Simón Pedro me dijo una vez que, cuando le miraba a Él, podía caminar sobre las aguas, pero, cuando dejó de mirarle, comenzó a hundirse, hasta que volvió a mirarle otra vez y le rogó que le salvara, y Él, cogiéndole de la mano, lo atrajo hacia sí y lo salvó (cf. Mt.14,28-31). Y Nicodemo, secándose las lágrimas con el dorso de la mano, objeta: “Pero la Sagrada Escritura reza: “Yo en persona os salvaré, pueblo mío”, ¡el que salva es Dios!”… pero José le interrumpe: ¡Pues claro, Nicodemo! Atiende al nombre del Maestro: “Yah-shua”, es decir: “Yahvéh-salva”, por eso no hay otro nombre bajo el sol que nos salve, ni siquiera el de Moisés, con su serpiente de bronce alzada en estandarte, sino Dios en persona, con su Mesías alzado en una cruz”.
A Nicodemo se le abre el entendimiento y lleno de emoción, exclama: “Gracias, Rabboní (Maestro mío), gracias. Alabado seas por siempre, porque, gracias a Ti, ya no estoy ciego ni muerto. Ahora sé bien lo que querías decirme entonces y no entendí; ahora veo la luz y he nacido de nuevo. ¡Gracias, Dios mío y Rey mío, Maestro y Salvador mío! Querías decirme que hemos de mirarte, crucificado, para tener nueva vida, tu Vida; para ser salvados, para nacer de nuevo”. Entonces, a José se le iluminan los ojos y, sonriendo, dice: “Recuerdo otra vez que les dijo algo similar a los escribas y fariseos… ¿Cómo era?… ¡Ah, sí!: “Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces sabréis que Yo soy” (Jn.8,21-30). Desde aquel día, mi querido Nicodemo, le he dado muchas vueltas a esa frase, pues no dice “sabréis que soy Yo”, algo muy normal, pero que no da sentido a la frase; mas si tomamos sus palabras al pie de la letra, entonces tendremos que ese “Yo-Soy”… hace referencia… ¡al nombre impronunciable de Dios!
Y si este descubrimiento mío lo ponemos en contacto con el tuyo, mi querido Nicodemo, tendríamos que… ¿Eeh?… ¡Míralo…, míralo ahí! ¡Sí, ahí está…, escondido en el título de la cruz!… ¿No lo ves?” Pero Nicodemo no sabe ni qué hay que mirar ni qué tiene que ver. Con cara de fastidio, José continúa leyendo, sin dejar de señalar con su dedo, como si leyera con él: “YAHSHUA HANOTZRI VEMELEK HAYEHUDIM” y dice entusiasmado: “A ver, Nicodemo, pon juntas, ahora, las iniciales de cada palabra (YHVH) y, dime, ¿qué ves?” Y Nicodemo, que no da crédito a sus ojos, dice exaltado: “¡YAHVEH, dice YAHVEH!”, e, instintivamente, se tapa la boca con las manos, al darse cuenta de que ha pronunciado, en alto y por dos veces, el nombre sagrado de Dios, mientras mira a los lados, para ver si alguien le ha escuchado. Y, efectivamente, alguien que comienza a irritarse con aquellos dos blasfemos, lo ha hecho.

Ajeno al peligro que los dos corren, José de Arimatea sentencia: “Cierto, Nicodemo, el acrónimo del título de la cruz se corresponde con el tetragramaton sagrado, y ¿sabes qué quiere decir eso, mi querido Nicodemo?, que “YAHVEH”-“Yo-Soy” se está muriendo, desangrado, en esa cruz; que están matando a Dios, al Hijo de Dios, de ahí su nombre: “Yah-shua”-“Dios-salva”. Dios nos está salvando, en este mismo instante, Él en persona, tal como decía el profeta: “Yo mismo, pueblo mío, os salvaré”…, en la persona de su Mesías…, su propio Hijo”. Y Nicodemo, mesándose la barba, comenta dubitativo: “¿Sabes? Me pregunto… ¿Cómo, Jesús, podía saber eso: que moriría crucificado y que pondrían eso en el título de su cruz?”… “Porque era el Hijo de Dios y conocía todo lo referente a Él en las Escrituras –responde José-; en cambio, yo, lo que de veras me pregunto, mi querido Nicodemo, es ¡cómo podría saberlo Pilato!
Anás, que no ha perdido detalle de la conversación, y ha ido abriendo más y más los ojos, y apretando más y más los dientes, y cerrando más y más los puños, cuando mira en la dirección adecuada y descubre a qué se están refiriendo aquellos dos desertores, casi le da un síncope. Quería gritar de rabia, aullar de indignación, pero no podía ni articular palabra, sentía que le faltaba el aire y estaba al borde del colapso; entonces, lanzando un grito estentóreo, quiso rasgarse las vestiduras, pero no pudo hacerlo; perdió el equilibrio y cayó pesadamente contra su yerno, Caifás, que, sorprendido, lo sujetó como mejor pudo. Todos a su alrededor se giraron asustados, hasta Nicodemo y José, que, sorprendidos de tenerlos detrás, sin haber reparado en ello, pusieron tierra por medio.
Una vez recuperado, Anás le dice a su yerno, señalando a Jesús, con furia mal contenida: “¡Ese blasfemo se salió con la suya!… ¿Recuerdas que se hacía Dios al perdonar pecados y curar en sábado?… ¿Recuerdas que Él mismo lo dijo en el interrogatorio y tú rasgaste tus vestiduras?… ¿Recuerdas cuando nos dijo: “Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces sabréis que Yo soy” (Jn.8,21-30)?… ¡Míralo ahí!… El tetragramaton sagrado, en el título de su cruz”. Pero Caifás, por más que mira, no logra ver a qué se refiere su suegro, quien, lleno de irá, tira de él, haciéndole trastabillar, mientras le grita indignado: “¿Y tú eres el sumo sacerdote?… ¡No te enteras de nada!… Ven conmigo adonde Pilato, tenemos algo urgente que remediar con él” y le va explicando lo que tiene que decir y cómo tiene que decirlo.
José y Nicodemo encuentran un nuevo emplazamiento, más cercano a la cruz y lejos del Sanedrín. Entonces, Nicodemo, todavía agitado, le dice a José: “No había caído en la cuenta antes, José, pero ¿te has fijado en la inscripción de la placa de oro que el “Cohen Gadol” -“Sumo sacerdote”- lleva atada en el frontal de su turbante?” José responde: “La he visto muchas veces, sí; dice: “Separado para Dios”, haciendo referencia a la pureza, dignidad y vocación del Sumo Sacerdote, pero no he reparado en más, ¿a qué te refieres?”

Nicodemo continúa: “Me fijé en ella cuando vimos a Anás y Caifás, tan cerca, detrás nuestro y, entonces, me vino a la cabeza un texto del Libro del Éxodo: “Harás un ornamento de oro puro y graba en él como en un sello: ‘Apartado para YHVH’. Átalo al turbante con un cordón azul, en la parte delantera del turbante, sobre la frente de Aarón. Porque Aarón lleva la culpa de los errores cometidos por los hijos de Israel en dedicar sus ofrendas santas, este ornamento estará siempre sobre su frente, para que las ofrendas para YHVH sean aceptadas por ÉL” (Éx.28,36-38)”. “Me estás alarmando -responde José- ¿A dónde quieres llegar?” “A que, según tu teoría del acrónimo, Jesús tiene una placa, diciendo lo mismo, sobre su cabeza y, por tanto, sobre su frente, como si Él fuera el legítimo “Cohen Gadol” de Israel -y no esos dos petulantes-, que ofrece su sacrificio, el sacrificio de sí mismo, el sacrificio de una Nueva Alianza, en su Sangre”… “En la Sangre del Cordero inmolado de Dios”, le completa José. “¡No! -le corta Nicodemo-, ¿cómo se puede ser sacerdote y víctima a la vez?”

En ese momento, Jesús levanta la mirada hacia su Padre y dice: “Todo está cumplido” (Jn.19,30)… “Padre, en tus manos pongo mi Espíritu” (Lc.23,46) y, después, dando un fuerte grito, como para que su espíritu suba lo más alto posible, en dirección al Padre, expira, dejando caer la cabeza sobre su pecho. Abatidos, José y Nicodemo caen de rodillas, llorando.
Al reponerse un poco, José rompe el silencio: “¿Oyes esos balidos, Nicodemo?… ¿Sabes la hora que es?… ¡Es la hora del sacrificio de los corderos sin mancha ni defecto!,… de los “separados para Dios” -como dice esa placa-,… en el Templo de Dios,… para la Pascua, el Paso de Dios,…para liberar a su pueblo, el Pueblo de Dios. Lo decía el profeta Isaías: “Todos nosotros, como ovejas, erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahveh descargó sobre Él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y Él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco Él abrió la boca» (Is.53,6-7). Y… ¡eso es!… Juan me dijo que, estando con Pedro, un día en que Jesús pasaba, a poco de haber sido bautizado, el propio Bautista dijo de Él: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn.1,29).
Luego, es posible, Nicodemo, es posible; sacerdote y víctima a la vez; Dios se hiere a sí mismo, en la persona de su Unigénito, para salvarnos a todos, sobre la leña que Él mismo cargó, como Isaac. Y, como muy bien sabes, mi perplejo Nicodemo, el monte “Moria”, el monte “Dios provee”, frente al monte Sión, donde se levanta el Templo de Jerusalén, es el mismo monte que ahora estamos pisando, aunque a este extremo lo llamen “Gólgota”, debido a la forma de calavera del acantilado… ¡Dios está cumpliendo su promesa… en el mismo lugar en que se la hizo a Abraham!
“Jesús ha muerto a la misma hora que esos corderos, porque Él es el Cordero de Dios, inmolado en expiación. Es lo que el ángel quiso decirle a Abraham, cuando impidió que sacrificara a su unigénito Isaac, que, como él no había guardado, para sí, su hijo único (cf. Gén.22,12y16), Dios tampoco guardaría, para sí, el Suyo, simbolizado en aquel carnero sustitutorio, que Abraham encontró “en el monte «Yahveh provee« (Gén.22,14)», pues ambos, Isaac y Jesús, son los hijos de la promesa”. “¡Pero los corderos mueren degollados -objeta Nicodemo- y no crucificados!”.

En ese momento, el centurión se acerca a Jesús con una lanza, mientras los soldados quiebran, con mazas, por orden suya, las piernas de los ladrones, y, mirándole fijamente, con un rápido movimiento del brazo, se la clava en el costado, ante el grito de espanto de su Madre y de las mujeres que la acompañan. Lleno de horror, José concluye: “Ahí lo tienes, Nicodemo, acaba de ser degollado el Cordero de Dios”. Y, levantándose, acuden, ambos, a socorrer a las mujeres, ofreciéndose a desclavar el cuerpo de Jesús y a correr con todo lo necesario para su entierro, antes de que llegue la parasceve: José irá a la Antonia, a reclamar a Pilato el cuerpo de Jesús y le cederá su tumba nueva, en el jardín cercano al Gólgota; mientras Nicodemo irá a comprar lo necesario para enterrarlo: una sábana digna, pues, dada la hora, ya no da tiempo a fajarlo, y los ungüentos de mirra, para embalsamarlo.
Cuando Anás y Caifás llegan a la fortaleza Antonia con parte del Sanedrín, obligan a salir, una vez más, al malhumorado Prefecto y Caifás, con voz de reproche, como quien regaña a un niño, le espeta: “Eres un ignorante, romano: “No escribas: “Rey de los judíos”; sino, que él dijo: “Soy Rey de los judíos” (Jn.19,21). Te ordeno que…”. Pilato, harto ya de aquel asunto, del que se ha lavado las manos, le corta secamente, diciendo: “¿Cómo te atreves a darme órdenes a mí, tu Prefecto, en mi propia casa? ¡Tú deliras, Caifás! ¿Acaso soy judío, para que me ordenes?… ¡Si ya está crucificado, qué más da una cosa que otra! ¿No es lo que queríais? Si os lo he concedido, ¡dejadnos en paz a él y a mí!”.
Caifás, perplejo, abre la boca para balbucir, pero Anás, otra vez fuera de sí, empuja a su yerno y grita enrojecido: “¡Noooo!, no nos da igual, porque, así, tú mismo le estás haciendo Rey y… y… ¡¡le estás haciendo Dios!!” Después, jadea colérico y sin resuello, para concluir, entrecortado por la rabia y la falta de aire: “Y si a Herodes… le da igual… que hagas Rey… a ése…, al César… no le gustará… cuando se entere…, pero… al que no le da igual… que le hagas Dios… es a míííí…, porque eso… es una ¡blasfemia!… y no transigiré… en eso”; después, exhausto, se queda lívido, encogido y sin voz.
Pilato, sorprendido por la reacción de Anás y, visiblemente fastidiado por tanta inquina, les responde, lapidariamente, a los dos: ““He escrito lo que he escrito” (Jn.19,22) y permanecerá, tal como lo escribí, mientras dure la madera en la que fue escrito”. Al oír semejante desafío, Caifás aparta de un golpe a su suegro y, lanzando un rugido de rabia, se rasga, una vez más, las vestiduras, como lo hizo con Jesús, mientras grita, totalmente indignado y fuera de sí: “Acabas de firmar tu propia sentencia, Prefecto, tus palabras blasfemas son tu condena y tu suicidio político; ya te dije una vez que “no tenemos más rey que el César” (Jn.19,15) y que, actuando así, te hacías “enemigo del César” (cf. Jn.19,12), pero no has querido corregir tu proceder”.
Y fingiendo estar profundamente ofendido por lo sucedido, con voz afectada y lastimera, concluye: “Mandaré, inmediatamente, legados a Tiberio César, reprobando tu comportamiento, tus erróneas decisiones, tus abusos de poder y,… en definitiva, tu mal gobierno; éste será tu fin, romano”. Y Pilato, con marcial aplomo, haciendo de tripas corazón, responde: “¿Me amenazas… y en mi casa? Os he mostrado demasiada paciencia a vosotros dos y condescendido demasiado con vuestros caprichos,… ¡Guardias!, sacad a esta escoria de mi presencia y usad las lanzas si es preciso… ¡Y a vosotros dos!, que os quede bien clara una cosa: “Lo escrito, escrito está” (Jn.19,22); que nadie se acerque a esa cruz si no es con un salvoconducto mío… ¡bajo pena de muerte!”.
EPÍLOGO
José de Arimatea fue el único que se atrevió a pedir audiencia a Pilato, para obtener ese salvoconducto y poder enterrar a Jesús en su propia tumba del jardín, cercana al Gólgota, antes de que comenzara la Pascua judía; una tumba nueva, que contuvo el cuerpo de Jesús durante tres días nominales: Viernes, sábado y domingo –los judíos dicen que fue el único “Sabath” –“Sábado”- que Jesús respetó en toda su vida, pues estaba muerto-, pero apenas un día y unas horas reales: Unas pocas horas del viernes, todo el sábado y otras pocas horas del domingo, debido, quizá, a la oración intercesora de María, que adelantó el momento de la Resurrección, y a que la Vida no puede ser retenida por la muerte, ni la Luz, por las tinieblas.
A los cuarenta días de su resurrección, Jesús se apareció a Pilato, en forma de una tenue luz, que le llamaba: “Poncio…Poncio…” y, en sueños, le decía: “Escúchame, Poncio…, “Yo soy”… Aquel que lavó sus manos en su propia Sangre, para atraerte del error a la Verdad y salvar tu alma, a ti, que lavaste tus manos en agua, para verte libre de mi Sangre, mientras mis acusadores invocaban mi Sangre sobre ellos y sobre sus hijos (cf. Mt.27,25); a pesar de que, poco antes, hubieras tratado, desesperada e infructuosamente, de defenderme y liberarme, y, posteriormente, llegaras a reconocerme, aunque encriptadamente, como Rey y como Dios, en el título de mi cruz; te ruego encarecidamente, hoy, que laves tus manos en la Sangre del Cordero de Dios, inmolado por ti en la cruz, pero resucitado al tercer día, tal como profeticé y tal como constaba en las Sagradas Escrituras y te informaron tus propios soldados.
“Y no sólo tus manos, también tu túnica (cf. Ap.7,14 y 22,14)… y todo tu ser, en la Sangre y el Agua salidos del costado del Hijo del Hombre, traspasado por una lanza, tal como fue profetizado: “Mirarán al que traspasaron” (Zac.12,10), la de tu fiel centurión Longinos, quien, desde aquel momento, se convirtió en uno de mis más fieles seguidores, pues supo reconocer, en el momento de mi muerte, que “Yo Soy”, realmente, “el Hijo de Dios” (Mc.15,39)”. El, junto con tu esposa Claudia, que fue digna de recibir, en sueños, un mensaje con lo que habría de sucederme y de conocer el estado de las almas de los que en él aparecían, reconociéndome como “justo” (Mt.27,19) y, después, hizo de mensajera para ti, que estabas en penumbra, con tendencia a oscurecerte cada vez más, olvidando u obviando la verdad, para venderte al mejor postor. En atención a ella, vengo hoy a ti, en la última hora de mi estancia, como resucitado, en la Tierra. Ellos me pertenecen ya, porque me entregaron su corazón, ahora sólo quedas tú, Poncio… ¿Qué decidirás?

*Anverso y reverso del Leptón de bronce, acuñado por Poncio Pilato, en torno al año 30 d.C.
“Tu corazón es un zarzal, al que «las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias” (Mc.4,19) no dejan que nada bueno arraigue en él para dar el fruto apetecido y siempre queda baldío. Deja que yo arranque tus zarzas, para que la tierra fértil, que hay debajo, se abra a la Verdad de Dios, que “Yo soy”, y seas salvo. Dale la vuelta a tu monedita*: cambia tu bronce, que apenas brilla un instante, por el oro inalterable, que brilla eternamente, y la caña seca del anverso por la rama frondosa del reverso y ábrete a dar fruto; deja que Yo mismo lo haga y ponga en ti frutos de Vida eterna. Poncio, Yo puedo hacer eso por ti si tú me dejas, porque, a diferencia tuya, a Mí sí se me ha dado todo poder de lo Alto: del Altísimo, que es mi Padre, en el Cielo y en la Tierra (cf. Mt.28,18), pues, obediente, me bañé en mi Sangre y volví a la vida. Lava tú, ahora, todo tu ser, y no sólo las manos, pero no en agua, sino en el “Agua Viva”, que “Yo soy”, y me verás, a Mí, que “soy la Resurrección y la Vida” (Jn.11,25), aunque ahora estés muerto y vivirás.
“Estoy a punto de volver a mi Padre, ya te dije que “mi Reino no es de este mundo” (Jn.18,36) y que había venido “para dar testimonio de la Verdad” (Jn.18,37). ¿Recuerdas tu última pregunta: “¿Y qué es la verdad?” (Jn.18,38), que usaste para evadirte, cínicamente, de la Verdad?… Pues bien, Poncio, no me dejaste responderte entonces, pero he querido hacerlo ahora: “Yo Soy la Verdad” (Jn.14,6), la única verdad auténtica y posible; la única verdad que hace libre al hombre, en la libertad de los hijos de Dios, por eso, “Yo Soy el Camino” (Jn.14,6); y la única verdad que trasciende y que salva, por eso, “Yo Soy, también, la Resurrección y la Vida” (Jn.11,25), “nadie va al Padre si no es por Mí” (Jn.14,6), pues “Yo Soy”… “El que era, el que es y el que viene” (Ap.1,8). “Y he testimoniado la Verdad, de palabra y de obra, con mi vida y con mi Sangre.
Ahora “todo está cumplido” (Jn.19,30), pero me queda una cosa por hacer: Tú, Poncio, intentaste salvar mi vida terrenal de la muerte temporal, Yo quiero salvar tu alma inmortal de la muerte eterna. Me dijiste que tenías “el poder de salvarme y de condenarme” (Jn.9,10); no, Poncio, el único que tiene ese poder es mi Padre del Cielo y siempre elige salvar; por eso fui enviado a vosotros como “Mesías”… o como “Cristo” si prefieres; y, por eso, hoy vengo a ti, pero en sueños, pues no eres digno de verme resucitado. En verdad, en verdad te digo hoy, Poncio, que lo único que realmente está en tu mano es la libertad de elegir el bien y salvarte o de elegir el mal y condenarte (cf. Deut.30,19-20); si, Poncio, tal es el poder que te ha otorgado mi Padre, a ti y a todo el género humano. Y “Yo Soy” ese Bien, el sumo Bien, que has de elegir, pues “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn.14,6) y espero tu elección para salvarte. En verdad, en verdad te digo hoy, Poncio, que, aunque aquella vez dejaste que me arrebataran de tus manos, como Herodes se dejó arrebatar a Juan, de las suyas, si tú te abandonas en las mías, nada ni nadie te podrá arrebatar jamás”… Y, entonces, Pilato despertó.
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No sabemos a ciencia cierta cuál fue su decisión final. Actualmente, Poncio Pilato es reconocido santo por las Iglesias etíope y copta, que celebran su fiesta el 25 de Junio; ésta última, en pareja con Claudia Prócula, su esposa, igualmente reconocida santa. La Iglesia Católica, no les reconoce como tales, pero sí reconoce, en cambio, al centurión Cayo Casio Longinos, el hombre de la lanza, como santo, celebrando su memoria el 15 de Marzo.

En cariñosa gratitud y recuerdo a mi querido padre.
P. Juan José Cepedano Flórez CMM.
En León, a 12 de Febrero de 2019.
Imágenes tomadas de Internet.


























