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El lunes 24 de Mayo de 1904, mientras la Iglesia celebraba la fiesta de María Auxiliadora, aún dentro de la octava de la Ascensión, hacia las dos de la madrugada, el Abad Francisco pidió que le entregaran la candela de los moribundos y la sujetó firmemente con su mano temblorosa. Suspiró dos o tres veces. Luego se quedó inmóvil y abrió unos ojos muy grandes, como si contemplara un destello de la hermosura celestial. Un maravilloso resplandor transfiguró su rostro. Instintivamente, la hermana Inés siguió la mirada del moribundo. La buena religiosa creyó ver a la Reina del cielo que entraba en la estancia para recoger a su hijo fiel y llevarlo a su Reino de luz imperecedera. Unos momentos después, el Abad Francisco inclinaba la cabeza y su corazón dejaba de latir. Su última palabra fue: “¡Luz!”. “¡Ruegue por nosotros, padre!”, murmuró la hermana Inés mientras le cerraba los ojos.