Queridos lectores:
Con la imposición de la ceniza en nuestras cabezas, inauguramos el Tiempo de Cuaresma, como preparación al Triduo Pascual; y como parte de las prácticas de este período litúrgico, restauraremos, una vez más, esa devoción de todo el año, pero marcadamente cuaresmal, del rezo del Santo Viacrucis, meditando y acompañando a Jesús, por las callejas de Jerusalén, desde el Pretorio romano, en la Torre Antonia, hasta la cima del Calvario, sita, en aquel entonces, a las afueras de Jerusalén, al acompañarle, en meditación y en oración, a través de las diferentes estaciones, que narran su Pasión y muerte en la Cruz, que nos dio Nueva Vida.
Muchas veces me pregunté cómo, cuándo y dónde comenzó la práctica devocional del santo Viacrucis en la Iglesia Católica, hasta que un día, por casualidad, cayeron en mis manos las visiones de la Beata Ana Catalina Emmerick sobre los orígenes del Viacrucis, contenidas en los capítulos XII y XXII de su obra “La amarga Pasión de Cristo” (1833) -que incluiré a modo de anexo al final del relato-, las cuales arrojaron una gran luz al respecto y dieron pie a la elaboración de este relato de ficción evangélica, que pretende retratar, de algún modo, aquel momento.
¡Feliz y provechoso Tiempo de Cuaresma!
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El Viacrucis de María
Una mujer completamente envuelta en un manto oscuro y a plena luz del día, atisba nerviosa la entrada de carruajes que da al patio trasero de una casa principal, murmurando una indescifrable perorata, mientras parece contar con los dedos y escribir algo en una tablilla, para volver a atisbar. La gente pasa, indiferente, a su lado, aunque algunos se la quedan mirando con extrañeza y, finalmente, alguien se para en seco y se acerca a ella con paso decidido y cara de pocos amigos, y, conteniendo su indignación, le espeta desde atrás: “¡Madre!, ¿qué haces aquí?”.
La pobre mujer se estremece al escuchar esta voz inesperada, haciendo volar por los aires su tablilla de escritura y su buril, y se vuelve lentamente, tratando de guardar la compostura, tras verse descubierta, y, con el rostro desencajado por el susto, le responde: “¡Ay, hija, qué susto me has dado!”. La primera mujer vuelve a la carga, alegando: “Madre, hace tan sólo tres días que Jesús resucitó y todavía siguen buscando su cuerpo. ¿Qué haces a la puerta de Caifás, tentando a la suerte?”.
Ella responde con calma: “Magdalena, hija mía, te agradezco tu preocupación, pero, con mi Jesús resucitado, yo voy tranquila: Él me protege. Además, los del Templo buscan un cadáver desaparecido y no una mujer solitaria. ¿Qué me puede pasar? Hemos de volver a la normalidad, hija mía. Jesús dijo que no saliéramos de Jerusalén hasta recibir la fuerza de lo alto (), pero nada dijo de no salir de casa, pues hemos de continuar su obra; Él, que me pone este deseo, me protegerá”.
“Madre, no me has contestado todavía. Desde que Jesús resucitó, la que nunca salía de casa, ahora no para de salir y, lo que es peor, a espaldas nuestras, exponiéndote y exponiéndonos a todos a cualquier cosa. Regresemos a casa y me lo cuentas todo allí”. Resignada, María, recoge del suelo su tablilla de escritura y su buril, mientras suplica: “Vale, hija, pero no me delates a los demás; con una que se preocupe por mí, es más que suficiente”.
Una vez en el cenáculo, se dirigen al piso de arriba, convertido en oratorio desde que Jesús, recién resucitado, se les manifestó allí por primera vez, y, rodeando la mesa de la última cena, usada ahora como altar eucarístico, desde que Jesús celebra con ellos la Fracción del Pan, cada primer día de la semana, entran en el cuarto de María y cierran la puerta. María, entonces, le ofrece a Magdalena la única silla que tiene, sentándose Ella en la cama; a regañadientes, Magdalena acepta aquella silla, con tal de continuar la conversación: “Madre, desde que Jesús resucitó, llevo observando un comportamiento bien extraño en ti: te has vuelto más reflexiva, sigilosa y arriesgada”.
“Sí, Madre, siempre a la misma hora, sin decirle nada a nadie, desapareces del cenáculo y no vuelves a aparecer hasta después de un largo rato, para hacer tu vida con nosotros, como si nada hubiera pasado, con una expresión entristecida y reconfortada a la vez, pero sin darnos explicaciones. Y, como no avisas, todos creen que estás en tu cuarto, descansando, y no se atreven a molestarte, pero, afortunadamente, Dios te puso hoy en mi camino. ¡Madre, se acabaron tus correrías!”. María responde alarmada: “No, hija, no me hagas eso, te lo contaré todo, pero no me hagas eso”.
Y, tomando a Magdalena de las manos, con mirada suplicante, continúa: “Empecé a pensar en ello aquel viernes, cuando me encontré a mi Hijo cargando la cruz y los soldados me impidieron ayudarle a llevarla y recorrer con Él el camino del Calvario. Impugnaron mi legítimo derecho de madre y lo suplantaron por un extraño de Cirene, a quien Dios bendiga siempre, que aceptó a regañadientes aquella tarea de amor y compasión. Pero, recorrer este camino en oración, ahora que está resucitado, es algo que se me ocurrió hace tan solo dos días y ese deseo ha seguido creciendo en mí, en intensidad y determinación, como si fuera una misión a realizar: La de perpetuar, como un legado de salvación, el Camino de la Cruz que mi Hijo siguió, meditando y orando los sufrimientos de su Pasión, para que se actualicen y hagan suyos los méritos de su Pasión, para la salvación de las almas, la conversión de los pecadores y la reparación de todas las ofensas con que siguen ofendiendo a mi Hijo. El problema, ahora, es que Juan quiere que nos mudemos a vivir a Éfeso y, por eso, estoy más urgida de tiempo, contando los pasos, determinando las distancias y anotándolas en una tablilla de cera, para repetirlas allá donde vayamos, en que no existen referencias, y poder seguir rezándolo”.
Magdalena, conmovida, dice: “¿Y por qué no nos has dicho nada hasta ahora? Te hubiéramos ayudado gustosos en la tarea. Sólo tienes que decirnos lo que necesitas, Madre, y haremos cualquier cosa por ti, tú lo sabes”. María responde: “Gracias, hija, lo sé, pero vosotros no estáis para mucho más, especialmente tú, siempre tan atareada y llevando el peso de todo. No quería crearos más molestias”… Magdalena la interrumpe: “Tú no das molestias, Madre; basta con que me lo pidas y donde tú vayas, yo iré (Ruth), pero aún no me has dicho por qué te encontré ante la casa de Caifás”.
Y María, tomando aire, responde: “Hasta ahora, siempre he empezado desde allí, porque allí es donde juzgaron, inicuamente, a mi Hijo, los del Sanedrín y allí paso, encerrado en una lúgubre cisterna, excavada en el suelo, atado de pies y manos, y suspendido de una cuerda, en total oscuridad, su primera noche en el seno de la tierra, hasta que lo llevaron a Pilato, al día siguiente, para que lo maltratara y mandara crucificar; por eso, aquella es la siguiente parada en mi Camino de la Cruz, y después, aquella otra, cuando se encontró con su Mamá, camino del Calvario, y Ella no lo pudo abrazar, para no agravar más su dolor, pues no había parte sana en Él”. María suspira largamente antes de concluir: “Pero si mañana me acompañas, comenzaremos desde más lejos, desde el verdadero origen de todo; mañana te explicaré. Que descanses; hoy no bajaré a cenar, me quedaré, meditando en oración, cómo proceder mañana”.
Al día siguiente, María encuentra a Magdalena acurrucada contra la puerta de la calle; posiblemente ha pasado allí toda la noche. La despierta con cariño, mientras le dice con cierta sorna: “Magdalena, hija, veo que has madrugado mucho para acompañarme hoy” y, guiñándole un ojo, le pregunta: “¿Tenías miedo de que me fuera sin ti?”. La aludida frunce los ojos en señal de enojo por haber sido descubierta así, pero no puede contener la risa y, poniéndose en pie, termina de desperezarse.
Mientras desayunan, María le propone, a Magdalena, el plan del día: “Ahora que me acompañas, todo es diferente; no sé cómo darte las gracias. Desde ayer no he hecho más que pensar en una sola cosa, algo que antes me parecía imposible, pues, yo sola, no me atrevía a llegar tan lejos; ¡una cosa es callejear Jerusalén y otra muy distinta…!” Magdalena abre los ojos como platos y comienza a toser, atragantada: “¿Qué, Madre, no estarás pensando…cof-cof?”. María, divertida, asiente, sonriendo. “¿…Cruzar el torrente Cedrón…cof-cof?” Y María vuelve a asentir, sonriendo más ampliamente, mientras termina la frase por ella: “¡Tú lo has dicho: e ir a Getsemaní!”.
Después, cambiando el tono de su voz, prosigue: “Magdalena, hija mía, siento que he de ir allí y rezar donde Él rezó, uniéndome a Él en su agonía. Además, siento que allí hay algo esperando para mí, de parte de mi Hijo, y que yo lo he de recoger y guardar; no sé lo que encontraré, pero la insistencia interior es muy grande”. Después, dirigiéndose a su Hijo, con las manos recogidas sobre el pecho, en profunda oración, le dice: “Jesús, Hijo mío, protégenos en el camino, que vamos a emprender, pues vamos allí en tu Nombre; guíanos al lugar donde hemos de rezar, allí donde tu rezaste, pues no conocemos el camino, y muéstrame allí lo que tienes para tu mamá. Gracias, Cielo mío. Amén. Aleluya”. Magdalena ya no protesta más y repite tras ella: “Amén. Aleluya”. ¡La suerte está echada!
Cuando llegaron al huerto, instintivamente, se abrazaron fuertemente la una a la otra, en un intento de crear una sensación de mutua protección, y entraron cautelosamente. Magdalena, que andaba visiblemente más nerviosa que María, fue la primera en romper el silencio, al decir, impresionada: “Mira, Madre, aquí la hierba está aplastada y hay manchas de sangre, como si hubiera habido una pelea”. María le responde tranquilizadora: “Sí, hija, Pedro me lo contó todo. Debe de ser la sangre del pobre Malco, el criado del sumo sacerdote, pues me contó que se puso nervioso con la espada y, apuntando al pecho, le dio en la oreja… ¡Este Pedro no haría daño ni a una mosca!… Me contó, también, que mi Hijo le hizo enfundar la espada para que no se hiciera daño con ella –Magdalena sonríe pícaramente-, y le devolvió la oreja a su sitio al pobre Malco, que chillaba, lloraba y aullaba desesperado por la pérdida de su pabellón auditivo”. Llegadas a este punto, tienen que parar de nuevo, pues Magdalena, olvidando su temor, no se tiene en pie de la risa.
Cuando Magdalena se tranquiliza, María continúa: “También me dijo que habían ido más allá” y Magdalena se vuelve a sobresaltar: “Sí, Madre, aquí también está aplastada la hierba, pero es como si hubieran dormido sobre ella tres personas, pues no hay manchas de sangre”. María sonríe y le dice: “¡Qué sagacidad la tuya! Veo que eres buena rastreando pistas”. Magdalena, avergonzada, refunfuña: “No te burles, Madre, que estoy tratando de ayudar” y María prosigue: “Sí, Hija, Pedro me contó que Jesús les mando esperar aquí, velando en oración, mientras mi Hijo iba más allá, a su sitio favorito, a rezar, visiblemente afectado, pero que, vencidos por el sueño, no habían podido velar con Él ni una sola hora y que, por tres veces, había venido Jesús a despertarlos, pero que no podían hacer otra cosa más que dormir, pues les pesaba el vino de la cena en los párpados”.
Magdalena mira un poco más lejos y vuelve a sobresaltarse: “¡Madre, Madre, aquí se ven pequeñas salpicaduras de sangre! ¿No lo ves?” Y soltándose de ella, avanza unos pasos, para pararse y señalar nuevamente, visiblemente impresionada: “¡Y son más visibles aquí!… Es como si se hubiera parado, justo en este lugar, el que tenía esta hemorragia de sangre tan brutal. ¡Mira, Madre, fíjate!, el goteo de sangre parece seguir el contorno de unos pies descalzos y de una túnica, como si estuvieran empapados en sangre…”. Y María le responde, visiblemente emocionada: “Sí, hija, lo sé, es la Sangre de mi Jesús. Pedro me dijo que Jesús había sudado gotas de sangre, pero se quedó corto en la descripción… ¡Qué angustia debió pasar mi pobre Hijo al aceptar beber su cáliz por nosotros!” Y propone: “Sigamos el rastro de sus huellas. Él me decía que solía rezar sobre una losa natural de piedra blanca, como si aflorara la roca desde el suelo, pues le gustaba rezar allí, encima de ella. Pero no consigo verla, a ver si la encontramos”.

La Roca de la Agonía o de la Oración en el Huerto, en la Basílica de Getsemaní (Iglesia de Todas las Naciones – Jerusalén).
Entonces, Magdalena vuelve a exclamar: “Madre, el goteo se dirige hacia aquella roca de allí, pero es parda, no blanca”. Se adelanta en una carrera y, de repente, se detiene y vuelve la cabeza, pálida por la impresión, mientras anuncia, con voz temblosa: “Madre, no es parda, sino que está completamente bañada en sangre seca. Creo que hemos encontrado el lugar. Mira, donde estorbó la hierba, todavía es blanca”. María se acerca lentamente para comprobar que la blanca roca está totalmente impregnada de sangre y que, en el centro puede distinguirse, con gran claridad, la silueta de un hombre alto que ha estado postrado en oración y, a un extremo, huellas de pies que entran y salen de ella y que, Magdalena, acostumbrada a estar a sus amados pies, tantas veces abrazados, besados, llorados, ungidos, secados, reconoce enseguida como los de Jesús. Cuando María se acerca, la roca empieza como a sudar delante de ellas, brillando al sol -no puede haber el rocío a esas horas del día-, y, súbitamente, parece sangrar (1), y la sangre seca de la silueta de Jesús postrado en oración, vuelve a ser roja y fresca, como recién vertida, brillando al sol, pero no a su luz, sino desde dentro, como si la luz procediera de ella. Y María cae, primero de rodillas, por la impresión de ver la silueta sangrienta de su Hijo y, después, cae postrada en oración en aquel lugar donde su Hijo derramó las primicias de su Sangre (2), que ofrecería después en el Calvario, hasta agotarla entera.
La sorprendida Magdalena imita a María, postrándose a los pies de aquella silueta, para comprobar que sucede lo mismo con las huellas de los pies de Jesús más cercanas a ella, que brillan como rubíes encendidos a la luz del sol, y no puede contener el llanto, a pesar de saber que Él está resucitado y ya no muere más… Es como si deseara lavar su Sangre con sus lágrimas y enjugarla, después, con sus cabellos, como aquella vez. Y, estando así, postrada, consigue ver, por el rabillo del ojo, cómo las huellas de sangre iluminadas se dirigen hacia la silueta oscura de algo rectangular que, sobresaliendo de entre la hierba, se apoya contra el perfil de la roca. Lentamente, con miedo de lo que pueda encontrar, se acerca al borde de la roca, para ver de qué se trata, y da un chillido entre sorprendido y angustiado: allí caído, doblado con sumo esmero, está el manto de Jesús; algún animal, hocicando, debió moverlo de encima de la roca, donde Jesús lo dejó.
María se acerca enseguida y reconoce el manto, ahora acartonado, de su querido Hijo, con una gran mancha de sangre en su centro, que tiene la forma de su amado rostro. Lo recoge dulcemente y con él apretado contra sí, derramando lágrimas silenciosas, se sienta al borde de la roca para contemplar aquel rostro amado con ternura infinita, mientras lo acaricia con su mejilla y lo besa una y otra vez, sin que él le pueda devolver ya las caricias ni los besos, que Ella ansía y tanto echa de menos. Su Hijo debió secarse con él su rostro y su pelo, llenos de Sangre tras la copiosa sudoración, cada vez que fue a despertar a los tres durmientes, para que no se aterrorizaran al verlo así, y lo dejó allí, doblado, para volver, después, a por él; cosa que no pudo hacer, pues fue detenido con un beso.
Magdalena pregunta, entonces: “¿Qué le haría sangrar así, Madre? Aquí no hay rastro de pelea”; y María, levantando lentamente su cara de la tela, la mira con ternura y le responde: “La angustia y la agonía, hija mía, la angustia y la agonía… ¡Mi pobre Hijo, nadie sabe cuánto tiempo estuviste así, Cielo mío, tu solito, y mamá no pudo estar aquí para abrazarte y consolarte, como hacía cuando eras niño!”. Y, después, con lágrimas en los ojos, aprieta nuevamente la tela contra su cara, para seguir llorando en silencio. Así pasan el resto del día, sin acordarse si quiera de comer, hasta que el sol comienza a declinar. Entonces, Magdalena, abrazándola tiernamente, la consuela y le dice que ya es tarde y es tiempo de regresar, pues en el cenáculo todos estarán preocupados por ellos. María asiente en silencio y, sin dejar de estrujar contra sí el manto de su Hijo, se deja levantar.
Caminan unos pocos pasos y María se detiene a mirar, una vez más, aquella roca con la silueta de su Hijo y, como si pensara en voz alta, dice: “He de decirle a Juan que construya un pequeño oratorio encima de la roca, para preservar este lugar sólo para Dios, como casa de oración”. Después, volviéndose a Magdalena, la besa tiernamente en la frente y le dice: “Siento que este manto es un regalo de mi Hijo a su pobre mamá y que estuvo aguardando por mí hasta ahora. Gracias, hija, por haber satisfecho mi deseo irrefrenable de venir aquí a orar; nunca te estaré suficientemente agradecida por ello, ni a mi Hijo por este detalle hacia su mamá, después del gran regalo de la efusión de su Sangre y de la salvación que con ella compró”. Después, le sonríe con complicidad y añade: “Y si tú me acompañas, podremos comenzar aquí el Camino de la Cruz, como primera parada, y terminar en el sepulcro, abierto y vacío, del jardín de José de Arimatea, convertido, también en oratorio, como la última. Yo llevaría la tablilla y el buril y tú me ayudarías a contar las distancias y las medidas… ¡Trabajo en equipo por una buena causa!”.
Y Magdalena, sonriendo, se deja camelar, asintiendo con la cabeza, antes de apoyarla contra su hombro y susurrarle, un tanto mimosa: “Madre mía querida, cuánto te quiero. Nunca te dejaré y haré todo lo que me pidas, pues seré feliz haciéndote feliz, Madre”. Y bien abrazadas, la una a la otra, emprenden el camino de regreso al cenáculo, con muchas noticias maravillosas que contar.
- Juan José Cepedano Flórez CMM.
+ Salamanca, 7 de Noviembre de 2020.
Dedicado al Inmaculado Corazón Doloroso de la Virgen María.
© Imágenes tomadas de Internet.
Notas al texto
1.- Testimonio del Padre Michael Wensing, sacerdote de Dakota del Sur (USA), quien celebró una Misa temprana en la Iglesia de Todas las Naciones, junto al Jardín de Getsemaní, el 4 de noviembre de 2015: «Me desvestía (después de celebrar misa) y oí a la gente gritar: ‘Vuelva, padre, vuelva. Algo increíble está sucediendo. ¡Mire esta roca!”. “(La roca) estaba reluciente, con humedad, y pensé: “Tal vez es como el rocío”, pero los coches no cogen rocío en un garaje y esta roca estaba en el interior, no a la intemperie. En lugar de humedad, habían aparecido tres fuentes de sangre, que manaron duraron un tiempo, justo antes de evaporarse. Había una hendidura en la roca y en ella estaba lo que parecía sangre. Me sorprendió. Me arrodillé y me bendije a mí mismo con el agua y la sangre. Una mujer lo probó y dijo que sabía como a sangre».
2.- Según el Itinerario de Egeria, monja berciana del s.IV, la iglesia de la Agonía constituía ya una estación de las procesiones litúrgicas, antes del final del siglo IV. Después de haber pasado casi toda la noche del Jueves al Viernes Santo, en el monte de los Olivos, los fieles bajaban de nuevo a la ciudad, cantando himnos: «Y se llega al lugar mismo en que oró el Señor, como está escrito en el Evangelio: y se apartó como un tiro de piedra y oró… En ese lugar hay una iglesia elegante. Entra en ella el Obispo y todo el pueblo, se dice allí una oración propia del lugar y se dice también un himno apropiado y se lee el mismo texto del Evangelio donde el Señor dijo a sus discípulos: velad para que no entréis en tentación. Se lee allí todo ese pasaje y se hace de nuevo oración».
ANEXO
Visiones de la Beata Ana Catalina Emmerick sobre el Viacrucis en “La amarga Pasión de Cristo” (1833)

Beata Ana Catalina Emmerick (1774-1824)
1.- El Primer Viacrucis de la historia: Origen del Via Crucis, en Jerusalén (Cap. XII)
«Cuando Jesús fue conducido a Herodes, Juan acompañó a la Virgen y a Magdalena por todo el camino que había seguido Jesús. Así volvieron a casa de Caifás, a casa de Anás, a Ofel, a Getsemaní, al jardín de los Olivos, y en todos los sitios, donde el Señor se había caído o había sufrido, se paraban en silencio, lloraban y sufrían con Él. La Virgen se prosternó más de una vez, y besó la tierra en los sitios en donde Jesús se había caído. Este fue el principio del Via Crucis y de los honores rendidos a la Pasión de Jesús, aun antes de que se cumpliera.
La meditación de la Iglesia sobre los dolores de su Redentor comenzó en la flor más santa de la humanidad, en la Madre virginal del Hijo del hombre. La Virgen pura y sin mancha consagró para la Iglesia el Vía Crucis, para recoger en todos los sitios, como piedras preciosas, los inagotables méritos de Jesucristo; para recogerlos como flores sobre el camino y ofrecerlos a su Padre celestial por todos los que tienen fe. […] Juan amaba y sufría. Conducía por primera vez a la Madre de Dios por el camino de la cruz, donde la Iglesia debía seguirla, y el porvenir se le aparecía».
2.- El segundo viacrucis de la historia: El Vía Crucis de María en Éfeso (Cap. XXII)

Casa de la Virgen María en Éfeso, convertida actualmente en iglesia, y, detrás de ella, el monte donde cabría localizar el Viacrucis hecho por María
«En las cercanías de su vivienda había dispuesto y ordenado María Santísima las estaciones del Vía Crucis. La vi al principio ir sola por las estaciones de este camino midiendo los pasos dados por su divino Hijo, que tenía anotados desde Jerusalén. Según los pasos que contaba, señalaba el lugar con una piedra y sobre esta piedra la vi escribir lo sucedido en la Pasión del Señor y anotar el número de pasos hasta este lugar. Si encontraba un árbol en el camino, señalaba el paso de la Pasión en el árbol mismo. Había señalado doce estaciones. El camino llevaba al final a un matorral y el santo sepulcro estaba señalado en una gruta.
Después que hubo señalado estas doce estaciones, vi a la Virgen María, silenciosa, ir recorriendo, con su fiel criada, esos pasos de la Pasión del Señor, meditando y orando. Cuando llegaban a una estación, se detenían, meditaban el misterio de la estación y oraban. Poco a poco, este Vía Crucis fue mejorado y arreglado y Juan hizo poner mejor las piedras recordatorias con sus inscripciones. La gruta también fue agrandada, adornada convenientemente y transformada en lugar de oración. Las piedras estaban en parte enterradas en el suelo, cubiertas de vegetación y de flores y cercadas en torno. Eran de mármol blanco liso. No he podido medir el grueso de esas piedras por las plantas que cubrían la parte inferior.

© P. Juan José Cepedano Flórez CMM (Santo entierro de la iglesia de San Julián, en Salamanca)
Los que hacían el Vía Crucis llevaban un asta con una cruz como de un pie de alto; clavaban esta asta en una hendidura de la piedra y se hincaban delante para rezar, si es que no se echaban de cara al suelo, meditando y orando. Las sendas en torno de las piedras eran bastante anchas de modo que podían ir por ellas dos personas a la vez. Conté doce de estas piedras, las cuales, terminado el acto, se cubrían con una estera. Las piedras eran más o menos iguales y en los lados tenían escritas letras hebreas; los lugares donde estaban las piedras eran de diversas dimensiones. La estación primera, el Getsemaní, la formaba un vallecito con una pequeña cueva donde podían estar hincadas varias personas. La estación del Calvario no estaba en la gruta sino en una colina. Para ir al sepulcro, se pasaba la colina; luego, al otro lado de la piedra recordatoria, en una hondonada y al pie de la colina, a la gruta del sepulcro, donde María Santísima más tarde fue colocada. Creo que esta gruta existe todavía bajo los escombros y que un día ha de ser descubierta».