Todavía continúa aquella luz mortecina que todo lo envuelve, pero la explanada del Calvario está vacía, todo el mundo ha ido a refugiarse en sus casas, incluida la guarnición romana; sólo unas poca figuras permanecen en escena, los tres crucificados y algunos discípulos de Jesús, incluida su Madre. Ya no se oyen voces vejatorias ni risotadas obscenas, tan sólo el ulular del viento entre las cruces y algunos sollozos entrecortados de las mujeres. En verdad que la Pasión de Jesús ha sido terriblemente dolorosa…; también para los suyos, especialmente cuando fue vista por los ojos de una Madre. Para Jesús ya todo pasó, pues, una vez muerto, ya no sufre más; sin embargo, no podemos decir lo mismo de los que quedan en pie, con sentimiento de orfandad, especialmente de aquel guiñapo de mujer que se retuerce, ahora, de dolor y de impotencia a los pies de la cruz, pues ya no le quedan más lágrimas, aquella cruz le ha quitado todo lo que más quería en el mundo, su Hijo único. Ahora, sólo espera que le devuelvan lo que de Él quedó.
María ha estado preparándose, durante toda su vida, para aquel momento, el de la “Hora de su hijo”, el momento de la Redención, pues sabía que habría de llegar, y se lo ha estado ofreciendo continuamente al Padre por la salvación de los hombres, pero nunca imaginó aquella crueldad extrema con su pobre Hijo. Por muy preparado que se esté, nunca se está lo suficientemente preparado cuando llega el momento, máxime cuando aquel momento desborda toda previsión. Y allí está, ahora, la esclava del Señor, en Ella se ha cumplido plenamente la Palabra que le anunciara el ángel Gabriel, pero a diferencia de su Hijo muerto, que ya no sufre más, para Ella comienza verdaderamente, ahora, “la Pasión de María”, pues para Ella sigue existiendo el dolor, para Ella no se ha cumplido todavía la última Palabra, pues aún queda desenclavar a su Hijo y darle sepultura, y queda terminar la Pascua sin su presencia… ¡Qué largos esos tres días en que El le prometió regresar!…, pero esperará, como sólo el corazón de una Madre sabe esperar, y el Padre se lo devolverá… entonces se cumplirá su Palabra, pues la última palabra no la tendrá la muerte, como todo ahora parece hacerle creer, sino la vida.
Desde Jerusalén llega corriendo José de Arimatea, un discípulo clandestino de Jesús, al que ya no le importa ser reconocido, como tal, abiertamente, pues abandonó el Sanedrín, para no tomar parte en el inicuo juicio perpetrado contra Jesús, y ya no tiene nada que perder, libre de toda atadura humana, incluidas las de la fama y el qué dirán, pues más se deshonraron ellos, haciendo lo que hicieron. Trae consigo a dos obreros con una escalera larga, a los que ha pagado por descolgar los tres cuerpos y dar sepultura, en la fosa común, a los dos malhechores, pues, posiblemente, nadie más lo hiciera. Lleva en la mano el permiso del gobernador Poncio Pilato para descolgar y enterrar el cuerpo de Jesús, pero ya no hay ningún soldado romano allí para entregárselo. Ha comprado, también, un lienzo de lino para envolver su cuerpo y una mixtura de mirra para embalsamarlo, y le ofrece a María la posibilidad de enterrar a Jesús en su tumba, una tumba nueva, hecha para él y su familia, en un bonito jardín, no lejos de allí; para él sería un honor inmerecido y para Ella, una preocupación menos, ahora que está tan afligida… y María, llena de gratitud por toda aquella hospitalidad, acepta.
Comienza, ahora, la difícil tarea del desenclavo del Maestro y María está atenta al menor movimiento de los obreros, para que no se le haga aún más daño a su pobre Hijo. Y cada vez que se le escapa la tenaza a alguno de ellos y lacera con ella su cadáver, es un nuevo dolor añadido. Tampoco deja que se pierda ni una sola gota de la sangre que sigue fluyendo por las heridas del difunto con cada movimiento; José de Arimatea se encarga de esta misión. Finalmente, todo el cuerpo de Jesús queda liberado de la sujeción de los clavos y comienza a ser descendido suavemente, gracias a un gran trozo de lienzo que pasa por debajo de sus axilas. María no permite que su Hijo toque el suelo y lo recibe en su regazo… ¡Cuánto tiempo hacía… ¡desde que Jesús era tan sólo un Niño!, que no lo cogía en su regazo! ¡Tan lleno de vida entonces y tan lleno de muerte ahora…!
María va recorriendo con sus manos el cuerpo inerte de Cristo, limpiando y besando cada una de sus heridas, como cuando de pequeño le limpiaba y le besaba “las pupas” que se hacía jugando, pero, ahora, su Hijo no curará y sus heridas no cerrarán con los besos de su Madre… Ella bien lo sabe, pero sigue besándole, sin importarle nada más… El tiempo, para Ella, ha dejado de existir… Y mientras limpia y besa sus infinitas heridas, le canturrea una canción, quizá sea una nana, a su Hijo “dormido”, para que pueda descansar, ahora que su Mamá está allí y todo lo malo ha pasado… Su Hijo ha estado lejos de Ella por tres largos años y ahora no se irá; ahora es su turno y nadie le impedirá consolarlo… Ella le dará todo el cariño que los hombres no le han sabido dar; y sigue besando heridas, limpiando sangre, salivazos y otras inmundicias de su pobre y rota piel. Parece que haya enloquecido de dolor, pero no es verdad… Es tan sólo el amor extremo de una Madre ante su Hijo muerto.
De repente, su pequeña mano de mujer se cuela hasta la muñeca, sin querer, en la herida del costado; imposible describir con palabras la cara de sorpresa y desolación de María en aquel momento, ante aquel macabro descubrimiento, pues le ha parecido tocar el corazón roto de su Hijo a través de las costillas. Ahora sí que las lágrimas acuden nuevamente a sus ojos, mientras estrecha contra sí el cuerpo de su querido Hijo y lo mece, impotente, como cuando era Niño, gimiendo y llorando desconsoladamente. Parece que estuviera haciendo visibles, a cuantos la rodean, las palabras del Libro de las Lamentaciones: “Venid y ved si hay dolor semejante al mío” (cfr. Lam.1,12).
José de Arimatea comprende muy bien a María y le gustaría dejarla tranquila con su Hijo todo el tiempo que fuera posible, pero está muy inquieto, porque atardece y se aproxima la hora del descanso sabático, en que ya no se podrá hacer nada sin quebrantar la Ley del Sabbath. Su tumba no queda muy lejos, pero todavía hay que trasladar el cadáver, embalsamar el cuerpo, rodar la pesada piedra de la entrada y volver a casa, y ya van muy justos de tiempo. Así se lo hace saber a Juan, para que le ayude a arrebatarle a María el cuerpo de Jesús, ya que Esta no quiere ni separase de su Hijo ni que se lo entierren, pues dice que resucitará, que El lo ha dicho y que Ella cree en su Hijo, y lo sigue abrazando y meciendo entre sus brazos, entre sollozos y gemidos, sin importarle nada más, ni siquiera el Sabbath, pues “lo antiguo ha pasado y lo nuevo ha comenzado”… ¡También Jesús lo había dicho!
María se siente sola, sola sin José y sola sin Jesús… Ya sólo le queda la “fe”, pues sigue creyendo en el Padre y, lejos de revelarse contra Él, todavía es capaz de decirle: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra” (Lc.1,38)…; y la “esperanza”, pues espera contra toda esperanza ver, otra vez, a su Hijo Jesús vivo, tal como El lo prometió: “Al tercer día resucitaré”…; y el “amor”, pues quiere amar, por amor a su Hijo, a todos aquellos que Jesús le encomendó y…, afortunadamente, también le queda el “perdón”, sin el cual es imposible el amor.
Perdón, no para Juan y Magdalena, pobrecillos, bien fieles han sido, sino para todos aquellos que tan insidiosamente le condenaron y tan cruelmente lo mataron, aunque Jesús dijera que no sabían lo que hacían… y, también, para todos aquellos, sus discípulos, los cobardes, los huidos, que por miedo le negaron y abandonaron cuando más les necesitaba y, muy especialmente, para el pobre e impulsivo Pedro, que, en su debilidad, le negó tres veces, aunque tuvo el valor de seguirle en la distancia hasta meterse en la boca del lobo, y que ahora estará deshecho en lágrimas en cualquier rincón… ¡Ay! Si Judas hubiera sido más humilde y hubiera llorado su traición en lugar de desesperarse… ¡Qué no hubiera perdonado una Madre!… y, a fin de cuentas, su traición fue el detonante de la Redención, pero su soberbia lo llevó a la desesperación y la desesperación al suicidio y el suicidio, sin perdón, a la eterna condenación, convirtiéndose para siempre, aquel al que Jesús tanto amó y al que tantas oportunidades dio, en el “hijo de perdición”.
María es sacada de sus reflexiones y apremiada una vez más a levantarse para poder enterrar a Jesús; no es que a Ella le guste hacerse de rogar, siempre tan diligente en todo y con todos y procurando no dar molestias a nadie, pero es superior a Ella, necesita imperiosamente recuperar esos tres largos años en que ha estado sin su Hijo, preocupada con las escasas y confusas noticias que de Él le llegaban e imaginando el resto en su corazón de Madre, y recuperar, también, esos tres largos días que aún habrá de estar sin Él hasta que resucite; además, algo en su instinto materno la empuja a retrasar, lo más posible, el momento de dejarlo solo, encerrado en una lúgubre y fría tumba… Y, mientras lo abraza, su cabecita sigue dando vueltas a todas las zozobras y angustias de aquel día, que han quedado para siempre, grabadas a fuego, en su lacerado corazón: ¿Cómo puede quedar oculto en una tumba, rodeado de tinieblas, Aquel que es “Luz de Luz” y “Luz del mundo”, cuando su Luz fue encendida, precisamente, para dar luz y calor a todos los de casa?, ¿cómo puede la oscuridad vencer al “Autor de la Luz” y la muerte al “Autor de la Vida”, a Aquel que decía de sí mismo: “Yo soy la Resurrección y la Vida”?, ¿cómo pudo aquel “Torrente de Agua Viva” decir, en la cruz, que tenía sed?, ¿cómo pudo manar tanta agua, después de la lanzada, como aquel torrente que salía del lado derecho del templo?, ¿cómo pudo recibir vinagre y hiel quien fue capaz de convertir el agua en vino, por el bien de unos novios?, ¿cómo pudo…
Y Magdalena, que, más que nunca, es una hija para Ella en estos momentos de dolor, la llama por su nombre y la besa con toda la dulzura posible: “María…, María… ¡Madre!…” y, entre zalamerías y caricias, intenta convencerla, una vez más, con todo el cariño del mundo, de la urgencia y necesidad de levantarse ya de allí y dar sepultura a Jesús, conforme dicta la Ley de Moisés, antes de que sea demasiado tarde para hacerlo, pues el Sabbath se echa encima a pasos agigantados. Y María, con un gran desgarro interior, cede ante la evidencia y llora desconsolada, abrazada a Magdalena, mientras los hombres se llevan el cuerpo de su Hijo en unas parihuelas improvisadas, hechas con el lienzo del descendimiento. María trata de seguirles, avanzando tan rápido como puede, pues quiere hacer Ella misma todas las tareas de embalsamar a su Hijo, pero no puede, está exhausta después de tanta angustia y de tanto sufrimiento; la espada de Simeón, tan hondamente clavada en su alma, es un peso excesivo para Ella, y Magdalena tiene que cargar con María y con su espada de dolor, de la misma manera que el Cirineo tuvo que cargar con el peso excesivo de la cruz de Jesús, pocas horas antes.
¡Es realmente bello el lugar donde está escavada la tumba del de Arimatea! Es un jardín frondoso y bien cuidado, con palmeras y plantas exóticas y fragantes, traídas de lejos. No debe existir en toda Judea un rincón tan encantador y delicado como aquel; un rincón que le ayudará a María a mitigar el dolor de la separación, cuando recuerde a su Hijo reposando en tan bello lugar… Los hombres ya han llegado a la tumba y han depositado el cuerpo inerte de Jesús sobre la mesa de piedra de los embalsamamientos, dispuestos a comenzar en seguida su labor, pero advierten que ya es muy tarde y que no dará tiempo a realizar el ritual completo; tendrán que conformarse con hacer lo fundamental y volver, pasado el Sabbath, a terminar su tarea. Poco después llegan las dos mujeres, exhaustas, a las que se les hace saber la decisión tomada, aquello supone un nuevo sufrimiento para María, que ni siquiera puede sepultar debidamente a su pobre Hijo; pero, resignada, acepta aquel nuevo contratiempo y le ofrece a Dios un nuevo sacrificio.
Rápidamente, envuelven el cadáver de Jesús en la larga tela mortuoria y aseguran la mortaja con tiras de tela que anudan en diversos sitios. Ni siquiera lo depositan en un nicho, pues la idea es volver lo antes posible a terminar el trabajo. María se apoya en aquel bulto que es ahora su Hijo, se tapa los ojos con la mano derecha, en señal de oración, y empieza a entonar un salmo a Dios; todos la imitan. Después, es preciso arrancarla de allí. En su dolor, María no entiende que deba dejar a su Hijo tan pronto, pero nuevamente, la insistencia y la ternura de Magdalena obran maravillas con aquella pobre Madre y, finalmente, los hombres pueden rodar la piedra de la entrada y todos regresan a la ciudad, camino del Cenáculo. Nada más irse, una guarnición de soldados herodianos procedente del Templo, que ha estado oculta aguardando, instala allí su campamento, para evitar que nadie se acerque a la tumba, y han sellado la piedra para que nadie la mueva, pues también recuerdan la promesa del Nazareno de resucitar al tercer día y no quieren que ningún discípulo listillo le dé cumplimiento, robando el cuerpo de su Maestro y anunciando, después, que ha resucitado… Aunque, a decir verdad, en su abatimiento, ningún discípulo recuerda ya que Jesús prometiera tal cosa… ¡Sólo María!
María está sumida en el dolor de no poder estar más tiempo con su Hijo muerto, porque el sábado, día de reposo absoluto para los judíos –pues dice la Escritura, “al séptimo día de la Creación, Dios descansó de todo lo creado” (Cfr. Gen.1)-, se estaba echando encima con las últimas luces del ocaso, ya pronto se vería la primera estrella que indicaría el comienzo del Sabbath. Además, el tremendo ruido producido por la enorme piedra del sepulcro al rodarse, al igual que el sonido seco que produce la primera palada de tierra sobre el ataúd del ser querido, que siempre retumba en el alma y aviva nuestra conciencia de la pérdida sufrida, devolvió a María a la cruda realidad y María, agotada, se derrumbó… Su Hijo resucitaría, sí, pero tres días eran demasiado tiempo y no podría aguantar mucho más, pues se sentía morir de dolor… y la única verdad era que, ahora mismo, su Hijo estaba muerto, ahora mismo ya no tenía más Hijo, ahora mismo ya no podría abrazarlo ni besarlo ni mover aquella piedra para recuperarlo, ahora mismo… Magdalena, nuevamente abrazó a María y con dulzura, la consoló.
El camino de regreso al Cenáculo transcurrió sin novedad. La ciudad no estaba lejos y, cuando llegaron a la casa, las otras mujeres, que esperaban ansiosas y angustiadas su regreso, pues llevaban todo el día fuera de casa y estaban intranquilas por ellos, abrazaron a María con vehemencia en cuanto la vieron y también a los demás, llorando a lágrima viva; pero María se hizo fuerte y las estuvo consolando y confortando a todas, como si el Hijo muerto fuera el de ellas y no el propio. Cuando todos se hubieron repuesto de la excitación del encuentro, comenzaron a sonar las novedades. María no tenía fuerzas para contar todo lo sucedido, por lo que Juan y Magdalena fueron contando los dramáticos sucesos que habían presenciado, deteniéndose más en la muerte y el entierro del Señor. María tan sólo escuchaba, asentía y suspiraba.
Entonces hablaron las otras mujeres, diciendo que, a lo largo de la tarde, algunos apóstoles habían ido regresando, a escondidas, al Cenáculo y que estaban completamente abatidos y en un estado de lamentable abandono, en la sala de la Cena, tirados por el suelo, apoyados en las paredes, sin hablarse entre ellos, con rostros huraños, miradas perdidas y llorando la mayor parte del tiempo, sin querer comer ni beber, reprochándose lo sucedido: su cobardía, el haberse dormido, el no haber defendido al Señor ni haberse dejado apresar con El, el haber huido… ¡Con razón dijo Jesús que sus discípulos ayunarían cuando les arrebatasen al novio!… El último en regresar había sido Pedro, que acababa de llegar hacía un rato, con el rostro desencajado, los ojos enrojecidos de haber llorado todo el día, hundido por la culpa y ahogado en llanto. De Tomás nada se sabía, seguía en paradero desconocido, y Judas ya no volvería más, pues habían encontrado su cadáver, con una soga alrededor del cuello. María no se hace esperar, recupera la diligencia de siempre y se dirige hacia la sala de la Cena, donde están los abatidos apóstoles de su Hijo y, al abrir la puerta, contempla un cuadro dramático: ya no son más los altivos discípulos de su Hijo, que se comían el mundo con los milagros que hacían y que iban a todas partes, a la sombra de su Hijo, recibiendo los elogios y las adulaciones que su Hijo rechazaba y que a ellos les hacían sentirse tan distinguidos, que incluso porfiaban entre ellos para ver quién sería el primero y el más importante de todos en el Reino de los Cielos y el sucesor de su Hijo, cuando Éste muriera… ¿Ruindad, ignorancia, mezquindad… o tan sólo el pecado y la debilidad humana?
¡Quién les vio y quien les ve!… Cada apóstol llora, ahora, su miseria, aislado del resto de sus compañeros, tirado por los suelos en un rincón. Se han convertido en gente sin esperanza y sin consuelo; hombres rotos, deshechos, destruidos, que gimotean como niños… Realmente son “como ovejas sin Pastor”, pues muerto el Maestro, herido de muerte el Pastor, se ha dispersado su rebaño, a pesar de que estos pobres corderos, encerrados en su propia tragedia, hayan acertado a reunirse aquí. Ya nadie quiere ser el primero ni el más importante ni el heredero del reino, ya no quieren poder ni prestigio, sus sueños de grandeza se han esfumado. Ya sólo saben que no saben vivir sin Jesús, ojalá que El estuviera allí, pero El no volverá, ha muerto… ¡muerto!… y eso les causa una terrible angustia y un hondo pesar, pues, en ellos, ya no hay atisbo de esperanza, viven la desolación de la muerte; su mente está embotada y no recuerdan, para nada, la promesa del Maestro de resucitar al tercer día, tal vez nunca la entendieran y la rechazaron por absurda, yendo a lo práctico y palpable del aquí y ahora.
María siente lástima por todos ellos y, súbitamente, comprende su misión en esta hora de dolor, sabe que debe olvidarse de su dolor de Madre y de sus propias heridas, para abrirse al dolor y las heridas de aquellos otros hijos que ahora la necesitan; algo que no ha parado de hacer, desde entonces, por cada uno de nosotros, pobres discípulos de su Hijo, a través de los tiempos y de la geografía del mundo. Y se va acercando a cada uno de ellos, les llama por su nombre, les acoge, les escucha, les perdona y quedan reconfortados; especialmente Pedro, a quien el pecado de su triple negación le está destruyendo y a quien el perdón de la Madre le saca de su hundimiento y le abre nuevamente a la vida. Después les reúne en torno a sí y con dulzura les repite la promesa del Salvador de resucitar al tercer día, pero es inútil, no entienden nada, no esperan nada; alguno, incluso, vuelve a su abatimiento.
¡Es el momento de dejar de hablar y de ponerse a orar!… María vuelve a su cuarto, cierra la puerta, y adopta la misma postura de la noche anterior, con la cara entre las manos, apoyada en su cama. Apenas ha probado bocado y no lo probará… ¡Qué sola se siente siendo la única que cree y espera, todavía, con fe y contra toda esperanza, en la resurrección de su Hijo!… Aunque todo la invite a “tirar la toalla” y a reconocer que todo acabó allí, tras aquella pesada piedra, en el interior de aquella lúgubre tumba;… pero de ahí a creer que jamás tuvo un Hijo y que ese Hijo jamás fue el Mesías, sólo hay un paso… Debe resistir firme en la fe y orar, orar con fuerza… ¡Ojalá acelerara, con su oración, la resurrección de su Hijo, para que los suyos crean, para que el mundo crea, para que la humanidad se salve. Y así, la noche, primero, y el alba, después, la sorprenden en aquella postura y en aquella oración. María: “Intercesora ante el Padre”, “Auxilio de los cristianos”, “Mediadora de todas las gracias”. Y con el primer rayo de la aurora que se filtra por su ventana, entra Jesús en su cuarto, glorioso, resucitado, majestuoso, bellísimo… y, apoyando su mano sobre la cabeza de su Madre, le dice con cariño: “¡Mamá!”
+ Salamanca, 26 de Marzo de 2010.
- P. Juan José Cepedano Flórez, CMM.
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