HISTORIA DE UNA ALIANZA… ETERNA -Tras la Pasión de Jesús-

Oigo pisadas que me sacan de mi letargo… Levanto, pesadamente, la cabeza y veo acercarse hacia mí un anciano, que lleva en las manos una antorcha y un cuchillo, y un niño, que lleva sobre sus hombros una pesada carga de leña. Parece que no me han visto todavía, pero si siguen avanzando en la misma dirección, acabarán chocando contra Mí… Afortunadamente, han parado un poco más allá. El chico ha arrojado la leña al suelo, justo donde el cireneo dejó caer mi cruz, y el anciano le está dando instrucciones sobre cómo edificar un altar de piedra para el sacrificio, señalando hacia mi posición… Con lo grande que es este monte, ¿por qué tendrán que construirlo justo a mis pies?…

Cuando el niño termina de hacer su altar, pone encima la leña que traía y pregunta: “Padre, tenemos el altar, el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?” (cf. Gén.22,7) y el anciano le responde: “Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío” (Gén.22,8). Después, en silencio, con gesto serio y conteniendo el llanto, el anciano, ata a aquel niño y lo pone sobre la leña, disponiéndose a degollarlo, como ofrenda para algún dios,… pero ¿por qué tienen que venir a hacer lo que está prohibido, justo debajo de mí?… No puedo entender por qué veo estas escenas precisamente ahora… No sé si son reales o si estoy delirando a causa de la fiebre… ¡Ni siquiera puedo ver a mi Madre a los pies de mi cruz!… Estoy completamente solo y únicamente se me permite ver aquello… Debo estar delirando,… sí, pues mis ojos hinchados apenas se pueden abrir.

Cuando el anciano se prepara a descargar el golpe fatal sobre aquel muchacho, el Ángel del Señor detiene su mano y le llama por su nombre: “¡Abraham, Abraham!… No le hagas daño al niño; ahora sé que temes a Dios, pues no le has negado tu hijo único” (cf. Gén.22,11-12) y, de una vez, el niño es liberado. Súbitamente, aparece un carnero añal, enredado por los cuernos y balando asustado, en el mismo lugar donde los sayones me habían despojado a Mí de las ataduras y de mis ropas. Ambos lo desenredan con cuidado  y, una vez amarrado, lo traen a sacrificar, en sustitución del muchacho, ¡también debajo de mí!… ¿Qué significa eso? ¿Por qué todo tiene que pasar, precisamente aquí, debajo mío?…

 

Ha sido un sacrificio sustitutorio en toda regla. ¡Ya no quiero más sacrificios humanos! Todo esto me desconcierta,… ¡parece tan real!… Con esfuerzo, voy atando cabos: Abraham,… el sacrificio de Isaac,… el hijo de la promesa,… la víctima sustitutoria,… y acabo por reconocer esa escena; entonces, resuenan en mis oídos las palabras del Ángel: “”Como no te has reservado a Isaac, tu hijo único” (cf. Gén 22,16), tu Dios, tampoco se reservará a su Hijo único”… Tal fue el pacto que mi Padre selló con Abraham, en aquel mismo lugar, y que, ahora, se estaba cumpliendo en Mí. Sí, aquella frase era la clave de todo y, también, la solución de todo, pues aquel acto de fe de Abrahán en Dios, desató en mi Padre un acto de fe en el hombre y dio comienzo en firme al Plan de Redención

Es curioso, cuantas veces dije que “no había llegado mi Hora” y, muchas veces, a causa de ello, escapé milagrosamente de situaciones muy comprometidas e, incluso, mortales: acuchillado en Belén, despeñado en Nazaret, apedreado en Jerusalén,… sólo porque “no había llegado mi Hora”. Ahora me doy cuenta que el Padre ya había fijado mi Hora y aquello incluía, también, el lugar y la manera: ¿La víctima?, su Hijo único, el Hijo de la promesa, el Cordero de Dios, inmaculado y santo, que quita el pecado del mundo, siendo sacrificado una sola vez y para siempre. ¿El sacerdote u oficiante?, Yo mismo, Dios y hombre verdadero, el Sin Pecado, sumo sacerdote del nuevo rito, que entrego mi vida, no me la arrebatan, y, por ello, tengo el poder de recobrarla. ¿La leña?, mi cruz, cargada a cuestas hasta aquí, como aquel muchacho ¿El lugar?, el mismo extremo del monte Moria, que ahora llaman Gólgota. ¿La fecha?, la de Pascua. ¿La manera?,… “Padre, tenemos ya la víctima y la leña, pero ¿dónde está el altar de piedra para el sacrificio?”.

En ese momento, comienza a desplegarse ante mis ojos una frenética espiral de imágenes lejanas, que recorre la historia de Israel a velocidad inusitada, haciendo realidad, una vez más, que mil años son como un día para nuestro Dios. Las imágenes se ralentizan para ver a Moisés subiendo afanosamente el Monte Sinaí, en dirección a la Gloria de Dios, que le aguarda, tonante, en la llameante cima, y contemplar cómo Dios graba, con su propia escritura, en dos lajas de piedra, la Ley del Sinaí, hasta completar el Decálogo recitado por Él mismo a los hijos de Israel y que ellos aceptaron en su Presencia; entregándoselas, en depósito, a Moisés, como albacea de aquella Alianza, y enviándole de regreso al que ya era, oficialmente, “su Pueblo”. Después, las imágenes se aceleran, una vez más, para detenerse en el momento en que un arca de madera, forrada de oro, está siendo construida según las medidas e indicaciones de Dios y, una vez concluida, recibe en su interior las Tablas con la Ley del Sinaí.

 

No sé a qué puede venir todo esto, pero las imágenes vuelven a acelerarse, hasta causarme sensación de mareo. Cuando vuelven a ralentizarse, puedo ver el arca de Dios avanzando por el desierto, portada por levitas, vestidos con su clásico uniforme de lino blanco, seguidos por el Pueblo, que es protegido del sol, durante el día, por una columna de nube e iluminados, durante la noche, por una columna de luz. Veo, también, cómo preparan la Tienda del Encuentro, el Tabernáculo, cuando la columna se detiene, antes de montar el resto del campamento, e introducen, en ella, el Arca del Pacto, antes de que la columna descienda y la Gloria de Dios lo llene todo. Después, la espiral sigue y me siento desfallecer…

No sé qué hora sea, pero un terrible estrépito de armas y caballos, toques de trompetas y griterío de personas me saca de mi letargo. Alguien grita que Nabucodonosor ha roto las defensas de la ciudad y sus tropas se dirigen hacia el templo, matando, saqueando y arrasando cuanto encentran a su paso… Otros gritan que la familia real fue asesinada delante del rey Sedecías, antes de que Nabucodonosor le arrancara los ojos (cf.2Re.25,1-6)… ¡Es el caos!… ¡Pobre Jerusalén!… Entonces, oigo el ruido de múltiples pisadas, que portan algo pesado, en un nivel inferior al mío, como si hubiera una galería subterránea justo debajo de mí; debo estar crucificado sobre alguna cueva… Ahora los puedo ver, son levitas y soldados del Templo y están a las órdenes alguien al que ellos llaman “profeta Jeremías”. Se van acercando hacia mí con el ajuar del Templo; no quieren que caiga en poder del enemigo y sea profanado, especialmente el Arca de la Alianza (cf. 2Mac.5). Veo allí todo el oro del Templo y oigo que llaman, a aquel espacio inferior, la “cueva de Jeremías”. Tal vez sea la cueva del que los lidera; pues recuerdo haberle visto antes, allí, escribiendo, suplicante, sus “Lamentaciones”.

 

Justo debajo de mí puedo ver como un altar de piedra de grandes dimensiones. Ellos lo llaman el “arca de Salomón”, porque fue él quien “lo construyó quinientos años atrás y lo dejó allí para proteger el Arca de la Alianza en caso de un peligro grave”, según les explica a todos el profeta Jeremías. Los soldados desplazan trabajosamente su tapa superior y, no sin menos esfuerzo, los levitas introducen el Arca de la Alianza en su interior, volviendo a colocar la losa de piedra en su lugar, para sellar el altar, mientras Jeremías proclama, solemnemente, en voz alta: “Tú, oh Dios, permaneces para siempre, tu trono (el arca de la Alianza), de generación en generación” (Lam.5,19). A este caja de piedra o altar debió referirse Salomón al decir que “había edificado un templo al Señor” y, también, “una habitación o morada para siempre (para su trono)” (cf.2Cr.6,2;; 1Re.8,13). De repente, todo desaparece y vuelvo a ver a mi Madre a mis pies, con Magdalena y Juan a su lado… Ahora lo entiendo, el Padre ha respondido a mi pregunta: Ése es el altar de piedra que mi Padre había previsto y ordenado construir a Salomón, hace más de mil años, a la espera de este día y de mi Hora, aguardándome bajo el mismo lugar del monte Moria o monte “Dios proveerá”, como Abraham lo llamó, donde Abrahán construyera el suyo, y donde Dios proveyó el primer cordero sustitutorio para Isaac y, también, el definitivo y último, para la humanidad, Yo Mismo, el “Cordero Santo de Dios, que quita el pecado del mundo” (cf. Jn.1,29).

 

Es sorprendente la precisión de todo lo que mi Padre hace. En verdad que, para Él, “mil años son como un día” (cf. 2Pe.3,8), pues ve a través de los siglos como si fuera un mismo instante; y, así, fue reuniendo y colocando, a través de los acontecimientos y de los siglos, todos los elementos necesarios para cumplir, de la mejor manera posible y sin dejar lugar a dudas, la promesa hecha a Abrahán en el monte Moria y, con ella, la promesa hecha a nuestros primeros padres, antes de sacarlos del Edén (cf. Gén.3,15) y, con ellos, a toda la humanidad caída y, por ende, a toda la creación. Realmente, en el percibir y obrar del Padre, en su divina Providencia, “el mundo –con toda su historia- es un pañuelo” y este lugar donde me encuentro, colgando de esta cruz, ha sido, realmente, el pañuelo elegido por mi Padre, a través de los siglos, pues todo ha confluido en él… ¡Hasta mi sacrificio en la cruz! Sólo una cosa me queda por saber: “Padre, ¿por qué muero crucificado y no degollado, como Isaac, como los corderos en el Templo?…”. Y una voz interior me responde: “Mirarán al que traspasaron” (Zac.12,10); aquella respuesta suscita en Mí nuevas preguntas, pero he decidido dejarlo todo en las manos de mi Padre.

 

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Eran las tres de la tarde, pero la oscuridad reinante recordaba las nueve de la noche. Apenas se veía nada en la cima del Calvario, salvo por una mortecina luz violácea, que lo teñía todo, mientras el rumor de una fuerte tormenta amenazaba desde el horizonte, precedida de un viento gélido e impetuoso, que barría furioso la explanada donde se levantaban nuestras cruces, aliviando mi fiebre y congelando la sangre de los tres ajusticiados que de ellas colgábamos. Me sentía completamente agotado, febril, comatoso,… pero en paz, en una profunda e inalterable paz… y ¡sí!, debo reconocerlo, feliz, muy feliz… había hecho mi parte y… ¡Todo estaba cumplido! El Padre estaría satisfecho… Creo haber dado un grito de júbilo al expirar; después, dejándome ir, incliné lentamente mi cabeza y entregué mi espíritu al Padre, a cuyas manos lo había confiado ya… poco tiempo antes… hace una eternidad.

 

En esos momentos me invadió una intensa sensación de paz y de plenitud, mientras sentía que, a mí alrededor, todo temblaba y se resquebrajaba. Y al temblor de la tierra le siguió el temblor de los corazones, pues la gente, aturdida y tambaleante, gritaba de terror mientras trataba de huir; y percibí, también, distantes, muy distantes, los aullidos de dolor de mis compañeros de infortunio, a la par que el crujir y astillarse de sus rodillas, bajo el golpe seco de las mazas. Sin embargo, para mí, que iba abandonando dulcemente mi cuerpo, todo aquello era percibido como algo distante, lejano, que no perturbaba en nada mi paz. De golpe, sentí que toda aquella agitación golpeaba la base de mi cruz, haciéndola estremecer con una potente sacudida, y percibí cómo la vibración subía por la madera, convulsionando mi cuerpo inerte, como si todavía se debatiera entre la vida y la muerte, luchando por una bocanada más de aire.

 

La conmoción agrietó la peña justo debajo de mí, rasgando el hueco donde estaba anclada mi cruz, para  perderse en las profundidades, donde le esperaba otro tipo de piedra, semejante a una losa, fracturándola en dos partes, que se separaron por la violencia del impacto. Pude percibir, entonces, una energía poderosa que emanaba de aquella grieta, lamiendo mi cuerpo yerto, y a lo lejos, el rumor del velo interior del Templo, que se rasgaba violentamente, de arriba abajo, por la fuerte sacudida, dejando expuesto, por primera vez, el Santo de los Santos. Aquello me llenó de un gozo intenso, pues terminaba la separación entre Dios y el hombre, que ahora “tenía libertad para entrar en el Lugar Santísimo, por mi Sangre” (cf.Heb.10,19).

En ese mismo instante, noté algo punzante que rasgaba, con fuerza inusitada, el velo de mi costado y, penetrando entre mis costillas, se hundía profundamente en mi corazón yerto, pero todavía caliente, dejando abierto y totalmente expuesto mi Santo de los Santos, ese divino corazón humano, “que tanto amó a los hombres”, permitiendo salir, libremente, al exterior, un torrente de sangre ardiente y el líquido pleural de mis hinchados pulmones, “sangre y agua” (Jn.19,34), que, lamiendo mi costado derecho, al llegar a mi tobillo, se precipitaba al interior de la profunda grieta, chapoteaba en el borde roto de aquella losa y tintineaba sobre una superficie metálica, dentro de ella, que era la fuente de la que brotaba aquella energía, haciéndola aumentar en brillo e intensidad con cada nueva gota de mi Sangre.

Según iba adaptándome a mi nuevo estado de conciencia y de existencia, súbitamente, lo recordé todo: Allí, debajo de mí, en el interior de la cueva de Jeremías y dentro de aquel altar de piedra, descansaba el Arca de la Alianza, el Trono de Dios en la Tierra, custodiando en su interior las tablas de piedra con la Ley del Sinaí, la primera Alianza, cuyo propiciatorio aguardaba la Sangre de la nueva y definitiva Alianza, derramada en expiación por los pecados de la humanidad, por “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn.1,34). Aquello se cumplió cuando “se quitó la vida al Mesías, mas no por sí” (cf. Dan.9,26), en que fui atravesado –o degollado-, y mi Sangre “ungió el Santo de los Santos” (cf. Dan.9,24), cubriendo la mitad expuesta del propiciatorio, aquella que nunca antes había sido rociada por las aspersiones rituales hechas con la sangre de los corderos añales del antiguo pacto.

Por primera vez, podían verse, una al lado de la otra y sin mezclarse, las dos sangres expiatorias: la de los corderos pascuales sacrificados durante siglos y la del Cordero de Dios mesiánico, derramada una sola vez y para siempre, descansando juntas sobre el propiciatorio, por encima de las tablas con la Ley de Dios, preservadas en el Arca del Testimonio, ratificándola -pues no vine a abolir la Ley, sino a darle cumplimiento (cf. Mt.5,17-18)- y llevándola a plenitud en el nuevo Pacto, la nueva y eterna Alianza en mi Sangre, reparando, así, la ofensa cometida contra aquella misma Ley, establecida por Dios, para siempre, en el monte Sinaí, y quebrantada por el pecado de la humanidad de todos los tiempos y lugares, estableciendo, la continuidad entre las promesas y anuncios del Antiguo Testamento y las realizaciones y cumplimientos del Nuevo Testamento..

La Justicia divina había sido satisfecha y la Misericordia de Dios abría nuevamente el Cielo. Sentí cómo mi alma se henchía de un gozo espiritual legítimo, divino, intenso, desmesurado: ¡Había hecho nuevas todas las cosas! Sólo una cosa me quedaba por hacer, predicar la redención a los cautivos, que aguardaban su liberación en el inframundo, y liberarlos, para que estrenaran, junto a Mí, el acceso al Reino de mi Padre, recién abierto.

Mi alma se desprendió totalmente de mi cuerpo y me interné en los dominios de Satanás, cuyos habitantes se estremecieron de pavor al constatar mi presencia en el inframundo. Había vencido al fuerte, que se jactaba delante de Dios, quitándole las armas de que se fiaba, para repartirme su botín (cf. Lc.11,22), todas las almas allí retenidas; y hacerle ver su nada y su derrota ante el Único y el Todo, repitiéndole las palabras de Miguel: “¿Quién como Dios?”; Súbitamente, todos los justos allí confinados atronaron el inframundo, a una sola voz, gritando: “¡Nadie como Dios!”. Después, a una orden de mi divina voluntad, hice saltar los cerrojos de todas las prisiones en que los justos esperaban ansiosos, desde hacía siglos, mi visita y su liberación; los cuales fueron saliendo de ellas con himnos de alabanza y acción de gracias en sus labios, rodeándome con danzas de júbilo y liberación, mientras sus captores permanecían inmóviles, contemplando, impotentes, las consecuencias de mi victoria y su derrota.

Entonces, alguien muy conocido, salió del grupo y postrándose ante Mí, me suplicó: “Recuerda, Señor, que te acordarás de mí en tu Reino” (cf. Lc.23,42), era Dimas, el ladrón arrepentido, que me defendió e hizo profesión de su fe en Mí desde la cruz; dándole la mano, le hice levantar y, con gozo, le respondí, una vez más: “Hoy estarás Conmigo allí” (cf. Lc.23,43). Después, alguien entrañable y sumamente querido, sin saber si abrazarme o postrarse ante Mí, con un gozo inefable, exclamó: “¡Hijo mío y Dios mío!”, era José, el esposo de María y mi querido padre terrenal, pero fui Yo quien me abracé al él, lleno de cariño y gratitud.

Les hice sentar en torno mío y les prediqué a todos la Buena Nueva; después celebramos litúrgicamente el Shabbat, recitando y cantando a coro los salmos de ese día, hasta el momento en que me tocó ir al sepulcro, para encontrarme con mi cuerpo, a la espera de que el Padre me envíe su Santo Espíritu y me resucite; lo que sucederá con la primera estrella de la tarde, que anunciará el primer día de la semana, en que, tras haber entrado triunfante en la presencia de mi Padre con mi séquito de redimidos, regresaré para dar, personalmente, a todos mis amados, la gozosa noticia de mi Resurrección,…

Empezaré por Mamá, la más fiel en creer, contra toda esperanza, en mi regreso al tercer día, para llevarle, con la noticia de mi Resurrección, el amor y el cariño de su esposo del alma, el bienaventurado José, que vela ya por Ella desde el Cielo… Y seguiré por Magdalena, la que más amó, al ser la más perdonada; aquélla que, perdida la fe en mi promesa de resurrección, el amor la llevará a ser la primera junto al sepulcro, cumpliendo el salmo: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal.62,2), para descubrir vacío mi sepulcro y vivo a su Maestro Amado (Cf. Jn.20,12), que le devolverá la fe y la esperanza, para ser apóstol de mis apóstoles con el testimonio de mi Resurrección.

¡Verdaderamente, ha sido un Shabbat memorable!, pero mi Padre aún guarda otro signo. Mañana, cuando Magdalena mire el interior de mi tumba vacía, verá “a dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde estaba mi cuerpo, uno a la cabecera y otro a los pies” (cf. Jn.20,12), la misma disposición que Dios le pidió a Moisés al hacer el Arca de la Alianza, de poner dos ángeles cincelados en oro, uno a cada extremo del propiciatorio (cf. Ex.25,18-22), para recordar que en el propiciatorio se manifiesta la Gloria de Dios, y la gloria de Dios es mi Resurrección, pues “Yo-soy la Resurrección y la Vida” (Jn.11,25), y que “Yo-soy” el Propiciatorio, en el cual se manifiesta la Gloria de Dios; y, como la Gloria de Dios es que el hombre viva, “Yo-soy”, también, el Cordero de Dios propiciador del perdón universal a la humanidad trasgresora de la Ley de Dios, al ser sacrificado como propiciación por todos los pecados por ella cometidos a lo largo de su historia, hasta el final de los tiempos, con tal que se conviertan y regresen de corazón al Amor de Dios, para que vivan felices y en paz, entre ellos y con Dios, así en la Tierra como en el Cielo, tal es el designio de Dios para su Reino… ¡Ya falta poco!… Un poco más y el Espíritu Santo vendrá a despertarme… ¡Sí, ya le oigo llegar!… ¡Gracias, Padre!

JESÚS, EL PROPICIATORIO DE DIOS

¿FIN?

 

+ Salamanca, 2 de Febrero de 2021.

Solemnidad de la Presentación del Señor y fiesta fundacional de Mariannhill.

P. Juan José Cepedano Flórez CMM.

© Imágenes tomadas de Internet.

 

 

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