
San Juan llevando a casa a la Madre (Willian Dyce)
Madre querida, ven, siéntate conmigo en este rincón desde el que se divisa el mar y la bahía de Éfeso. Quería retomar la pregunta que me hiciste hace días, en el camino de subida a nuestra casita en la colonia cristiana de la montaña… Sí, ya sé que te había respondido, pero es que, entonces,… ¡Perdóname, Madre!,… me limité a hablarte de lo que sentí que podía contarte y no de todo lo demás, como diría Jesús, de “la mejor parte” (cf. Lc.10,42). Pensé que sería mejor así, pero, después, me sentí fatal por no contártelo todo, me remordía la conciencia; era como si Te hubiera engañado… o mentido, y no quiero tener secretos Contigo, Madre querida, y, menos aún, en lo referente a Jesús.

Viaje de la santísima Virgen y de san Juan a Éfeso después de la muerte del Salvador (German Hernández Amores)
Entonces, recapacité y pensé que aquel remordimiento podría ser señal de que tu Hijo quería que Te lo confiara todo a Ti, Madre querida, y lo consulté en oración con el Espíritu de Jesús, que me pedía guardar silencio sobre lo que, ahora, te voy relatar, y supe, enseguida, lo que tenía que hacer, pero preferí esperar unos días más a que estuvieras completamente instalada y recuperada del largo viaje y de las emociones vividas, y adaptada a tu nueva situación en la colonia, para poder contártelo todo… Por tanto, Madre querida, lo que te voy a referir ahora, es un secreto que ha de quedar entre nosotros dos hasta que nos reunamos con Él, en el Cielo, pues intuyo que, después, vamos a estar muy activos los dos, difundiéndolo… Me alegra verte sonreír, otra vez, Madre querida, llena de gozo y esperanza. Esto no ha hecho más que comenzar y todavía queda mucho por hacer,

La casita de la Virgen María en la montaña de Éfeso, convertida actualmente en iglesia
Como sabes, estábamos todos en la habitación de arriba, en torno a aquella mesa en forma de U, recostados en divanes, tal como Él lo había dispuesto: ¡Sólo “Los Doce” con Él! Estábamos todos en animada conversación, comiendo y bebiendo al calor de aquel vino, en torno a Jesús, disfrutando de su compañía… o lo dimos por sentado, porque no fue realmente así… ¡Oh, Madre querida, perdóname, pues no supe darme cuenta entonces!… Ni siquiera yo, que estaba a su lado, reparé en Él y en lo que le pasaba; de hecho, nadie miró para Él ni le prestó atención, perdidos como estábamos en otras cosas: el vino, la comida, la pesca, los chismes, ya sabes… no queríamos hablar ni oír hablar de cosas serias aquella noche. Para nosotros, “si Jesús estaba, todo estaba bien”, el resto no importaba, ni siquiera, perdóname, Madre, que Jesús se sintiera solo, aun siendo el anfitrión.

Nos lo había dicho al comienzo, que había deseado ardientemente cenar aquella pascua con nosotros (cf. Lc.22,15) y, sin embargo, Madre, ahora me doy cuenta que Él fue el único que estuvo callado y que apenas probó bocado en toda la noche. Se le veía triste y distante, pero nadie le preguntó qué le pasaba, ni siquiera yo. Estábamos en su compañía, pero le dejamos solo. Él debía ser el centro, pero el vino ocupó su lugar, soltó nuestras lenguas y embotó nuestras mentes, y le dejamos de lado, fuera de nuestras conversaciones banales. Ahora que lo pienso…, Judas tampoco habló mucho, que digamos, aquella noche, estaba muy nervioso y se limitó a tragar todo lo que pillaba, como si tuviera que marcharse pronto y quisiera hacerlo con el estómago lleno; sin mirar a nadie y, menos aún, al Maestro, incluso cuando Éste le dio un bocado mojado en salsa, que él comió de su mano y, sin mediar palabra, salió precipitadamente.
Jesús había dicho que uno de nosotros le iba a entregar y, mientras todos se deshacían en suspiros, hipeos y lamentaciones, exageradas por la elocuencia del vino, Pedro no paraba de hacer aspavientos para llamar mi atención, increpándome para que le preguntara a Jesús quién era el que lo iba a entregar (cf. Jn.13,21-24). Le dije que dejara en paz al Maestro y a mí también, que tuviera un poco de tacto y consideración, pero él, terco que terco, más y más insistía, hasta que Jesús se dio cuenta y, saliendo de sus cavilaciones, me preguntó qué pasaba; yo, rojo de vergüenza, me acerqué más a Él y le pregunté con apuro: “Maestro, ¿quién es el que te va a entregar?” (Jn.13,25).

Última Cena (Valentin de Boulogne) –detalle-.
Pero, entre el guirigay reinante y que, por discreción, Él me hablaba muy bajito, no me quedó más remedio que recostar mi cabeza sobre su pecho, para poder escuchar su respuesta. Y entonces, ¡bendito atrevimiento!, escuché latir su corazón y se me detuvo el tiempo, olvidé la vergüenza y el apuro, los aspavientos de Pedro y hasta la pregunta que acababa de hacerle. ¡Todo se me olvidó! Ya sólo quería estar así, con la cabeza apoyada en su pecho, y no apartarla de allí jamás.
Pude a sentir todo el amor y pesar que sentía por aquel hijo, amigo y hermano que lo iba a entregar, pues no regresaría a Él para ser perdonado y se convertiría en hijo de perdición, aquel que fue llamado y elegido para ser y contagiar una bendición… Madre, no sé cómo explicarlo, pero pude sentir cómo lloraba por él su corazón y comencé a sentir en el mío la misma tristeza y angustia que Él, por aquel hermano que se perdía y me vi orando por él, con lágrimas en los ojos. A continuación, sentí todo el amor que Él me tenía; era como un océano ardiente de bálsamo y ternura, que curaba todos los quebrantos y heridas de mi corazón, como una fuente en crecida, que, amenazando desbordarse, me envolvía en una indescriptible sensación de gozo y paz, y, por primera vez en mi vida, me sentí incondicional y profundamente amado, desde siempre y para siempre, y comencé a llorar de gozo y gratitud, humedeciendo la túnica del Maestro.

Entonces sentí una voz dulce, conocida y amada, resonando cálidamente en mi interior, como el murmullo de la brisa al agitar las hojas del bosque, dibujando ondas en el remanso del corazón: “Deja, ahora, eso, discípulo mío, mi bien amado, una sola cosa es importante, sólo una es necesaria: adéntrate en la espesura de mi Corazón y piérdete en Él, dejándote ganar, en Él, para siempre. Encuentra en Él tu acomodo, pues está hecho para ti, que fuiste creado por Él y para Él; pensado con Amor en la eternidad de Dios, antes de la creación del mundo; amado desde siempre y para siempre, en el conocer de Dios, que todo lo penetra y hace fértil, y se encarnó, para ti, en un cuerpo semejante al tuyo, para abrazarte a ti, a quien amaba, en el “ahora” de tu tiempo y en el “para siempre” de la eternidad, para que tú Le conocieras a Él y te dejaras amar por Él, siendo feliz en su regazo, tal como lo eres ahora, y llegaras a amarle, también, a Él y jamás de Él te apartaras”.
Entonces comprendí que yo era sólo el primero de muchos y el heraldo de todos, pues la intensidad de aquel Amor que yo experimentaba no pararía de crecer, hasta desbordar su corazón y derramarse misericordiosamente sobre la humanidad entera, alcanzando los confines de la tierra, en espacio, tiempo y eternidad… Y aquella voz cálida volvió a susurrar en mi interior: “Este es mi regalo para todas las almas, a quienes amo y por quienes me encarné, para que el Amor inmaterial del Verbo, se hiciera concreto y cálido, en el abrazo cordial, de carne y hueso, del Dios y Hombre verdadero; por eso es tan importante que vengáis a Mí, sintáis mi abrazo y mi Amor, que os sanan, y os quedéis, para siempre, Conmigo, en el tiempo y en la eternidad. Mi querido Juan, Tu vocación es mi Amor, llénate de mi Amor, contágiate de mi Amor, para vivir, después, contagiando ese Amor a los demás, al poner en práctica el mandamiento de mi Amor (Jn.15,12), pues nadie da lo que no tiene. Yo en ti y tú en Mí (cf. Jn.14,20), para que no seas tú el que vive, sino Yo el que viva en ti (cf. Gál.2,20), como Yo vivo por mi Padre, que habita en Mí (cf. Jn.14,20); y quien me acoge y ama, a Él acoge y ama, especialmente, cuando por amor mío y de Mi Padre, acoge y ama a estos mis hermanos más pequeños (cf. Mt.25,45). ¡Bienaventurado él!”.
No sé, Madre querida, cuánto tiempo estuve así, reclinado sobre el pecho de mi Señor; deseando que aquello nunca terminara, como aquella vez en el monte Tabor (cf. Mt.17,4), pero sin tiendas, me bastaba con estar así… ¡No, no es verdad, Madre querida, no me bastaba! Deseaba intensamente que aquel corazón se hiciera mi tienda, mi hogar, y morar allí para siempre, y que fuera, también, mi Paraíso, mi Cielo, por la eternidad, pero ¿cómo entrar en él?, ¿por dónde entrar allí? Entonces le oí decir: “Muy pronto mi Corazón se abrirá, esparciendo los tesoros de Amor y de Misericordia que encierra. Tú serás el primero en reconocer aquel momento, pues serás mi apóstol desde la eternidad para ese fin, discípulo mío, mi bien amado. Ahora guarda silencio y descansa en el Amor de tu Señor, pues todo será a su debido tiempo, en la voluntad del Padre”.

En aquel momento, Jesús se incorporó para tomar un pellizco de pan, mojarlo en salsa y dárselo a alguien (cf. Jn.13,26). Aquello me sacó de mi arrobamiento, me incorporé y, sorprendido, pude ver cómo Judas, sin mirar siquiera a Jesús, de un mordisco, le arrebataba el pan de los dedos, se incorporaba y, masticando ostensiblemente el bocado, como si le quemara en la boca, comenzó a arreglarse la ropa. Entonces, recordé la pregunta de Pedro y supe que era Judas por quien Jesús lloraba. Después, sin mediar palabra, salió apresuradamente de la sala y le escuchamos bajar las escaleras atropelladamente, hasta el portazo final en la calle, que trajo, de nuevo, el silencio a la sala alta, mientras aún flotaban en el aire las palabras del Maestro: “Lo que has de hacer, hazlo pronto” (Jn.13,27).

¡Es curioso, Madre!, por primera vez en tres años, pude ver a Judas como un hermano, a pesar de todos los pesares, y sentir un dolor intenso por la pérdida de su alma. Aquello me dejó desconcertado y me quedé preguntándome qué es lo que, realmente, le quiso decir Jesús a Judas cuando le dijo: “Hazlo pronto” (Jn.13,26): ¿Arrepentirse y regresar con su Maestro o entregarle, perdiéndose para siempre?
Aquel día, decidí referirme a mí mismo con el seudónimo: “el discípulo al que Jesús amó”, en recuerdo del Amor incondicional que sentí aquella noche, pero comencé a intuir que yo era, tan sólo, un testigo de excepción y que debía guardar silencio sobre todo lo concerniente al corazón de Jesús –como aquella vez, al bajar del Tabor (cf. Mt.17,9)-, hasta que Él quisiera desvelarlo,… ¡pero yo, Madre, me estaba muriendo de ganas por contarlo!… No era justo, Madre, ¡para una vez que me pasaba algo bueno!… Podía hablar de lo referente a Judas, algo de sobra conocido por todos, pero no de lo verdaderamente importante; entonces, ¿de qué sirve vivir cosas extraordinarias si, después, no puedes hablar de ellas?… ¿De qué Te ríes, Madre?… ¡Sí, Madre, Te estabas riendo!… Bien, dejémoslo aquí y vayamos a comer; siento que he de hacer un alto en mi relato, para que lo meditemos en nuestro corazón y… ¡Madre, por Dios, que estás muerta de risa!
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Perdona que dé un salto en el relato, Madre, pero es necesario para lo que te he de contar ahora. Los acontecimientos se dispararon rápidamente y me vi contigo, Madre querida, a los pies de la cruz de tu Hijo, escuchando su última voluntad sobre nosotros dos y acogiéndote en mi casa (cf. Jn.19,27), como una consagración personal a Ti; me convertí, a la vez, en hijo tuyo y hermano suyo, con una identidad mucho mayor que el vínculo de sangre que me unía a mi familia. Entonces, resonó en mi cabeza aquel grito desgarrador, con el que Él expiró (cf. Mc.15,13), consternándonos a todos, y me estremecí de horror e impotencia, al perder a mi recién conseguido hermano mayor y Maestro. Por último, surgió aquel final inesperado, que a Ti te destruyó, Madre, pero que a mí me hizo tomar conciencia de todo, dando respuesta a todas mis preguntas.
Cuando aquel soldado se acercó a Jesús y, viéndolo ya muerto, como un vil ensañamiento hacia su pobre cadáver, le asestó aquella lanzada, aparentemente inútil, pues ya estaba muerto, me invadió el recuerdo de lo vivido en el cenáculo, mientras estaba recostado sobre el pecho de Jesús y, súbitamente, sentí que ambos acontecimientos eran importantes y guardaban una estrecha relación entre sí –San Juan es, de hecho, el único evangelista que los menciona-. Súbitamente, me vi envuelto en un cúmulo de recuerdos y sentimientos encontrados, que afluyeron hacia mí en tropel, encajando todas las piezas.

En aquel momento, percibí, en la lejanía, los ecos de balidos, que retumbaban en los atrios del Templo, y caí en la cuenta de que los sacerdotes estaban degollando los corderos pascuales, y recordé las palabras del Bautista, mi antiguo maestro, al señalarnos a Jesús en el Jordán: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn.1,29). Y allí, delante de mí, estaba aquel Cordero, recién degollado, dando su vida y su amor por todos nosotros, inmolado junto con los demás corderos, pero, a diferencia de ellos, manso, humilde y silencioso, como decía Isaías, el profeta del Mesías, al hablar del siervo sufriente de Yahveh (cf. Is.53). Aquel grito desgarrador había sido, en realidad, su último balido. Recordé, también, las palabras del profeta Zacarías: “Mirarán al que traspasaron” (Zac.12,10 y Jn.19,37) y supe que aquella lanzada era, en realidad, un signo permitido por Dios.

Atravesando el pecho de Jesús, aquella lanzada fue, directamente, a clavarse en aquel corazón que había escuchado latir la noche anterior, abriéndolo y derramando su contenido, tal como sentí al apoyar sobre él mi cabeza, pero ahora tenía una puerta de entrada, tal como yo le había reclamado… Y, al ser alanceado, a diferencia de los dos ladrones (cf. Jn.19,33-34), no se hizo necesario romperle ni un solo hueso, tal como decían las Escrituras (cf. Jn.19,36) y pude entender por qué, según la tradición del Seder –u Orden de la Pascua-, no se les debía romper ni un solo hueso a los corderos pascuales; y por qué estos debían ser inmaculados y sin defecto alguno; y, también, por qué tenían que ser degollados, para ofrecer su sangre derramada en sacrificio expiatorio a Dios: “Esta es mi sangre, de la nueva Alianza, que será derramada por vosotros y por muchos, para el perdón de los pecados” (Mt.26,28), pues todos ellos eran atributos de Jesús, el Mesías de Dios.
Madre querida, el corazón generoso de tu Hijo Jesús se vació por completo y entregó toda su sangre y ¡toda su agua! ¡Dios me es testigo y sabe que digo la verdad! (cf.Jn.19,34-35). ¡Sí, Madre, lo vi con mis propios ojos, y comprendí!… ¡Pues, que el corazón de Jesús es el núcleo del gran secreto, la clave de todo!… Que quisiera dejar constancia de ello en mi evangelio, para que, los que vengan detrás, también puedan gozarse, como nosotros, al creer y tener vida… Pues, de la Llaga de su Costado, de su Sagrado Corazón traspasado, de su Amor incondicional y misericordioso, de la Fuente de todas las gracias, de la Presencia real de su Sagrado Corazón en la Eucaristía, para estar con nosotros y ser nuestro alimento hasta el final de los tiempos, de… ¡No, Madre, por favor, no te vayas!… Por favor, Madre, no volverá a pasar, te lo prometo… Seré dócil y guardaré el secreto, pero deja que termine mi relato, por favor… Te lo suplico… Gracias, Madre.
Tras la lanzada, me vino nítida la imagen de Moisés en el Horeb, golpeando la roca con su bastón, para que brotara agua de su interior y calmara la sed de su pueblo; y entendí por qué Dios le castigó por su falta de fe, pues aquella roca de Horeb representaba el corazón de Jesús, golpeado una sola vez -y no dos-, por la lanza del soldado; su falta de fe, Madre querida, enmascaró la semejanza y oscureció el signo. Me asaltó, entonces, la imagen del templo del profeta Ezequiel, del que manaba agua por su lado derecho (cf. Ez.47,1) y recordé las palabras de Jesús, cuando entró en Jerusalén: “Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré” (Jn.2,19). Se refería a sí mismo, Madre, Él mismo era el templo, y el agua que manaba del lado derecho del templo, era esa misma agua que yo vi manar de su costado derecho tras la lanzada, que, haciéndose un torrente imparable, recorrería la historia y la geografía humanas, saneándolo todo.

La roca de la que brotó agua en el desierto, al toque de Moisés –tiene forma de corazón traspasado-.
Entonces vinieron a mí, las palabras de Jesús en Siloé y en Siquem: “De su seno brotarán torrentes de agua Viva” (cf. Jn.7,38), “que salta hasta la vida eterna” (Jn.4,14); he ahí, Madre mía, el secreto de la salvación. Por eso, su mandato final, antes de ascender a los cielos, fue: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos (Mt.28,19). ¡Madre mía, ese agua bautismal es el torrente imparable que recorrerá la historia y la geografía humanas, saneándolas!, y nosotros mismos, enviados a bautizar en su nombre, somos parte de ese torrente, nacido de su costado abierto, por la lanzada de aquel soldado, que reconoció su divinidad (Mc.14,39). Madre mía, estaba tan abrumado por todo aquello, que no sabía si llorar al pobre Jesús o reír de felicidad por el regalo que Él nos había hecho, y acabé llorando y riendo a la vez. ¿Recuerdas, Madre, que me preguntaste qué me pasaba? ¡Todo esto me pasaba! ¡Ja, ja, ja! ¡Qué bien que he podido contártelo! Ahora, ya lo sabes todo, Madre querida; gracias por haberme escuchado. ¡Era un secreto demasiado grande para guardarlo yo solo!
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No te vayas todavía, Madre querida, aún me queda una última cosa por contarte. Escúchame, te lo ruego; ya harás, después, la cena y yo te ayudaré con ella. Como bien sabes, Jesús, se nos apareció dos veces en el cenáculo. Yo me moría de ganas de volver a reclinar mi cabeza en su costado y escuchar latir aquel Corazón amado, que vi romper con mis propios ojos en la cruz, pero no vi el momento de hacerlo, pues Jesús se nos daba a todos por igual… ¿Qué adónde quiero llegar con eso? Pues verás, Madre querida, la segunda vez que Jesús se nos apareció, Tomás, que no había estado la primera vez, no paraba de porfiar que él no creería si no metía el dedo en las heridas de sus pies y manos y no metía la mano en la herida de su costado. Entonces, se nos apareció Jesús y poniéndole en medio, le fue mostrando, con infinita ternura y cariño, sin parar de sonreír, como satisfecho por ellas, las Heridas de su Pasión, pero lo hizo todo de una manera tan bonita, Madre querida: lentamente, valorando cada una de ellas como un galardón o un tesoro, como un bello recuerdo o una prenda de Amor, como si estuviera meditando y orando con él cada una de aquellas heridas.

Jesús le había cogido a Tomás del dedo índice y se lo introducía, según un orden por Él establecido, en cada una de sus heridas, que, en la penumbra del cenáculo brillaban con un intenso y luminoso color de rubí. Primero sus pies, mientras le decía: “Contempla, ahora, la Herida de mi Pie izquierdo, que fue abierta por ti, y mete aquí tu dedo y no seas incrédulo, sino creyente en mi Amor por ti y en tu Salvación”,… Aunque se lo estaba diciendo a él, yo sentía que nos lo estaba diciendo a todos; así que miré por el rabillo del ojo y me di cuenta de que estábamos todos de rodillas, haciéndonos eco de la unción de aquel momento, sintiéndonos impulsados, por una fuerza interior, a rezar en voz alta, con cada una de sus heridas, la oración del Padrenuestro, que Él nos había enseñado… “Contempla, ahora, la Herida de mi Pie derecho, que fue abierta por ti y mete aquí tu dedo, y no seas incrédulo, sino creyente en mi Amor por ti y en tu Salvación…” ¿Lloras, Madre querida?, ¿te estoy entristeciendo con mi relato?… ¡Ah!, que es de gozo y emoción, al escuchar esta oración compuesta por tu Hijo…. Entonces, ¿la vas a aprender y a unir al Camino de la Cruz, que has creado? ¿Sí?… ¡Cuánto me alegro de no hacerte sufrir con mi relato, Madre querida!… Sí, sí, ya sigo. Entonces, Jesús continuó, mostrándole sus muñecas: “Contempla, ahora, la Herida de mi Mano izquierda, que fue abierta por ti, y mete aquí tu dedo y no seas incrédulo, sino creyente en mi Amor por ti y en tu Salvación”…

Veo que estás rezando el Padrenuestro, Madre querida; te daré tiempo, rezándolo yo, también, Contigo… “Contempla, ahora, la Herida de mi Mano derecha, que fue abierta por ti, y mete aquí tu dedo y no seas incrédulo, sino creyente en mi Amor por ti y en tu Salvación”… Entonces, Madre mía, Jesús le cogió la mano a Tomás y le dijo: “Contempla, ahora, la Herida de mi Costado, que fue abierta por ti, y mete aquí tu mano; toca mi Corazón traspasado, Sede del Amor misericordioso, Origen de la Salvación y Fuente de todas las Gracias, que fue abierto por ti y para ti, y no seas incrédulo, sino creyente en mi Amor por ti y en tu Salvación”… Perdóname, Madre querida, en aquel momento se me rompió la unción y sentí unos celos horrorosos, aquel era mi Corazón, aquella era mi herida; yo había estado allí recostado y él no; yo le había acompañado a Jesús hasta el final, mientras que Tomás había huido y ahora se limitaba a dudar y a porfiar, y sin embargo, Jesús,… ¿A dónde vas, Madre? ¿A hacer la cena?, pero, Madre, no he terminado. ¡Necesito tu consejo en esto más que en ninguna otra cosa!… ¿Qué lo hable con Jesús? ¿Qué me dejas a solas con Él?, pero Madre,… ¡Madre!… Entonces, recortándose contra las estrellas del acantilado, apareció Jesús.

“Ven Apóstol mío, mi bien Amado, hermano mío. No quieras ser el hermano mayor, que siente envidia del hijo pródigo, que regresa a casa, marcado por la duda que le hizo huir, y al que había que recibir, con Regalos de Amor, con Lazos de Misericordia, para que volviera a la Vida, después de haber estado perdido en su cuerpo, herido en su corazón y muerto en su alma. Ya te dije que eras el primero de muchos y el heraldo de todos, a quienes amo con toda la intensidad del Amor de Dios, que os creó y os redimió, a todos y a cada uno por igual, con preferencia de hijo único por cada uno de vosotros, únicos e irrepetibles para Mí, en virtud del Amor único e incondicional que siento por todos y cada uno de vosotros, pues soy vuestro Dios; un Amor que no puede consentir la pérdida de ninguno de vosotros, pues todos sois igualmente preciosos y queridos para Mí, hasta el pobre Judas, que desgarró mi Corazón con aquel beso y, sobre todo, con su decisión de no volver a Mí, para ser sanado y perdonado, como lo hizo Pedro, como lo ha hecho Tomás.

Ven, acércate al gozo de tu Señor y repósate, una vez más, sobre este Corazón que tanto ha amado a los hombres y que ha sido rasgado por amor de ti y de muchos. Obsérvalo latir en mi pecho a través de la cortina rasgada de mi costado, como el velo rasgado del templo, que hizo visible el Santo de los Santos. Apóyate, una vez más, en Él y aspira la fragancia de su Resurrección y el frescor de su Vida Nueva; introdúcete en Él y recupera tu ser y tu memoria; descubre en Él tu hogar, en tiempo y eternidad; llénate del Fuego de su Amor, para poder transmitir, después, ese Fuego, cuando tú mismo seas Fuego de Amor de mi Sagrado Corazón. ¡No quieras salir nunca de aquí! Yo en ti y tú en Mí (cf. Jn.14,20). Tu corazón me pertenece y mi Corazón te pertenece a ti, como el primero de muchos; intercambiemos nuestros corazones y engarcemos, para siempre, el tuyo en el Mío, de modo que ya no vivas tú, sino sólo Yo en ti (cf. Gál.2,20), y seas uno Conmigo: El Padre, el Hijo y el Santo Espíritu, e irradies el Amor de la divina Trinidad en todo los que digas y hagas. Gracias por seguirme fiel y ser mi “Discípulo Amado”; tú serás mi escriba y el profeta de los secretos de mi Sagrado Corazón para siempre; instruye a mi Iglesia en el Amor Misericordioso de mi Sagrado Corazón Eucarístico, que me permitirá estar con vosotros y alimentaros, todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt.8,20), cuando llegue el momento destinado por el Padre para que lo hagas.

Reposa ahora, una vez más, por última vez en esta Tierra, en este Corazón que tanto ama a los hombres y que te ama a ti, como Primicia de Amor y Primogénito de muchos, que serán mis Amigos íntimos, como tú, y Amantes de mi Sagrado Corazón a través de la Historia de mi Iglesia; que me amarán por los que no me aman y se dejarán amar por Mí, para dar gratis ese Amor que de Mí reciben, convertidos en auténticas antorchas de Amor y de Luz, que calentarán el mundo en el Fuego de mi Amor y alumbrarán a los de casa en la Luz que Yo-Soy, para conducirlos, por la acción de mi Santo Espíritu, a la única Verdad plena (cf. Jn.16,13), que es Dios, Quien les hará libres (cf. Jn.8,32), pues “Yo soy el Alfa y la Omega” (Ap.1,8), “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn.14,6), y os quiero a todos Conmigo, “pues nadie va al Padre si no es por Mí” (Jn.14,6). Y, ahora, hermano mío muy querido y discípulo mío muy amado, vete a preparar la cena con mi Madre y bendícela, dándole un beso de mi parte, pues lo está esperando, y le das las gracias, pues me dijo que te “faltaba el vino” y que hiciera algo al respecto, como aquella vez en las Bodas de Caná (cf. Jn.2,1-11), ¿te acuerdas? Allí comenzaste a creer en Mí (cf. Jn.2,11),… no seas, ahora, incrédulo, sino creyente en mi Amor por ti y en tu Salvación”… Y con estas palabras, las mismas que le había dicho a Tomás, mi Señor desapareció en la estrellada noche de la bahía de Éfeso, dejándome reconfortado.
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EPÍLOGO

Santa Gertrudis la Grande. Monasterio de Helfta. Fiesta de San Juan Evangelista. Siglo XIII. El comienzo de todo.
Hoy ha venido a verme Jesús, nuestro Señor, acompañado de San Juan, el evangelista; sorprendida le he preguntado: “Mi amable Señor, ¿cómo puede ser que presentas a Tu discípulo más amado a una criatura indigna?“. Y Jesús, nuestro Señor, me replicó: “Deseo establecer entre él y tú una amistad íntima, él será el Apóstol, para instruirte y corregirte“. Entonces, San Juan me invitó a que pusiéramos nuestras cabezas en el pecho de Jesús, diciéndome: “Ven, Esposa de mi Maestro, pongamos nuestras cabezas en el más tierno seno del Señor, en el que están encerrados todos los tesoros del Cielo y de la Tierra“.
Y al poner allí mi cabeza, pude escuchar con claridad los latidos de su Sagrado Corazón y le pregunté a San Juan: “Bien amado del Señor, ¿estos armoniosos golpes, que alegran mi alma, también alegraban la tuya cuando reposabas durante la Última Cena en el seno de nuestro Salvador?” y si es así, “¿Cómo es que en tu evangelio has hablado tan poco de los secretos amorosos del Corazón de Jesucristo?“. San Juan le contestó: “Mi ministerio se limitaba a hablar del Verbo de Dios y del Hijo eterno del Padre, expresiones de profundo significado, sobre las cuales, la inteligencia humana podía meditar para siempre, sin agotar su riqueza. Pero a estos últimos tiempos se le ha reservado la gracia de escuchar la voz elocuente del Corazón de Jesús. Con esta voz, el mundo renovará su juventud, se despertará de su letargo y se inflamará nuevamente en la calidez del divino Amor“.
Sor Gertrudis de Helfta
Post scriptum: A partir de este día he comenzado a tener experiencias cada vez más extraordinarias. Hoy, mi Señor Jesús y yo, hemos intercambiado nuestros corazones, para gloria de Dios y bien de mi alma.

A mis Sagrados Corazones de Jesús y de María.
P. Juan José Cepedano Flórez CMM.
+Salamanca, 9 de Abril de 2020, Jueves Santo, en la cuarentena por Coronavirus.
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