15
Jun 20

LA EXPERIENCIA FUNDANTE: EL CORAZÓN DE JESÚS TRASPASADO

Queridos Lectores: Hoy profundizaremos en el acontecimiento fundante de nuestra Salvación y del origen del Cristianismo, de la Iglesia y de la espiritualidad del Sagrado Corazón de Jesús.

Todo en la vida y en la muerte de Jesús, desde lo más pequeño y, en apariencia, más insignificante, hasta lo más grande y, en apariencia, más extraordinario, ha sido dicho, hecho y vivido, por Él, para nuestra salvación, atendiendo a un único plan maestro: la Voluntad del Padre y su designio salvífico de amor por nosotros; una Voluntad de la que Jesús, por amor al Padre y por amor a nosotros, no se apartará, en ningún momento y bajo ningún concepto, en todo lo que haga, diga, piense o permita y acepte que suceda, como en Getsemaní: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc.22,42) , siendo Él mismo, quien, en nombre de esta Voluntad y designio divino, entregará voluntariamente su vida -no se la quitarán-, para recuperarla, después, junto con las nuestras.

Por tanto, mis queridos lectores, todo en la vida de Jesús es excepcional, salvífico y maravilloso, pues se convierte en un continuo “hágase en mí” del designio salvífico de Dios y de la Voluntad del Padre por la humanidad y, por eso, ha sido consignado, después, en las Escrituras, para los que vendríamos detrás, pues también estamos llamados y destinados a acoger la salvación de Dios en Cristo Jesús. Sin embargo, hay un acontecimiento único, excepcional, que se nos pasaría realmente desapercibido, pues sólo un evangelista nos habla de él, pero lo va a ponderar tan grandemente, que hará que caigamos en la cuenta, dada la importancia que tiene para toda la humanidad, pues es la raíz, el compendio y el origen de todo.

Vayamos, pues, al relato del evangelista Juan, el “Discípulo Amado”, ya que es el único evangelista que recoge ese momento: “Los judíos, como era el día de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado – porque aquel sábado era muy solemne – rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran. Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él. Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn.19,31-34). Entonces, el evangelista corta el relato totalmente y ya no se limita a ser un mero testigo de lo que está ocurriendo, sino que hace una valoración personal, como un toque de atención y grandes ponderaciones, como si le fuera -y a nosotros, también- la vida en ello: “El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: No se le quebrará hueso alguno. Y también otra Escritura dice: Mirarán al que traspasaron” (Jn.19,35-37).

¿Qué ha pasado aquí?, ¿nos hemos perdido algo? ¿Cómo es que Juan, de repente, le da tanta importancia al acontecimiento de la lanzada, dejando una constancia tan remarcada de ello en su Evangelio? Pues, quizá, porque sí la tiene y Juan ha comprendido, por fin, la importancia de ese acontecimiento a la luz de la gracia recibida durante la Última Cena, cuando se recostó sobre ese corazón amado y amante, que ahora acababan de romper delante de sus ojos y del que tanto recibió aquella noche, pues le abrió los ojos para ver, le permitió reconocer el momento concreto y le dio Nueva Vida, ésa que, ahora, nos quiere transmitir a todos nosotros. ¿Me permitís que hable en nombre de San Juan, poniendo mis palabras en sus labios, como si fuera él quien nos hablara, para entender algunas cosas interesantes? ¿Sí? ¡Pues vamos a ello!: “Por favor, Discípulo Amado del Señor, ¿puedes contarnos qué fue lo que, realmente, ocurrió con el tema de la lanzada?

Pues claro que sí. Veréis, cuando aquel soldado se acercó a Jesús y, viéndolo ya muerto, como un vil ensañamiento hacia su pobre cadáver, le asestó aquella lanzada, aparentemente inútil, pues ya estaba muerto, me invadió el recuerdo de lo vivido en el cenáculo, mientras estaba recostado sobre el pecho de Jesús y, en aquel momento, se me abrieron los ojos del entendimiento y descubrí que ambos acontecimientos eran importantes y que guardaban una estrecha relación entre sí.

En aquel momento, percibí, en la lejanía, los ecos de balidos, que retumbaban en los atrios del Templo, y caí en la cuenta de que los sacerdotes estaban degollando los corderos pascuales, y recordé las palabras del Bautista, mi antiguo maestro, al señalarnos a Jesús en el Jordán: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn.1,29). Y allí, delante de mí, estaba aquel Cordero, recién degollado, dando su Vida y su Amor por todos nosotros, inmolado junto con los demás corderos, pero, a diferencia de ellos, manso, humilde y silencioso, como decía Isaías, el profeta del Mesías, al hablar del Siervo Sufriente de Yahveh (cf. Is.53). Aquel grito desgarrador, al expirar, había sido, en realidad, su último balido. Recordé, también, las palabras del profeta Zacarías: “Mirarán al que traspasaron” (Zac.12,10 y Jn.19,37) y supe que aquella lanzada era, en realidad, un signo permitido por Dios.

Atravesando el pecho de Jesús, aquella lanzada fue a clavarse, directamente, en aquel Corazón que había escuchado latir la noche anterior, abriéndolo y derramando su contenido, tal como os conté ayer y yo sentí, al apoyar sobre él mi cabeza, pero ahora tenía una puerta de entrada, tal como yo le había reclamado… Y, al ser alanceado, a diferencia de los dos ladrones (cf. Jn.19,33-34), no se le rompió ni un solo hueso, tal como decían las Escrituras (cf. Jn.19,36) y, así, pude entender por qué, según la tradición del “Seder Pesaj” –u “Orden de la Pascua”-, no se les debía romper ni un solo hueso a los corderos pascuales; y por qué estos debían ser inmaculados y sin defecto alguno; y, también, por qué tenían que ser degollados, para ofrecer su sangre derramada en sacrificio expiatorio a Dios: “Esta es mi sangre, de la nueva Alianza, que será derramada por vosotros y por muchos, para el perdón de los pecados” (Mt.26,28), pues todos ellos eran atributos del Mesías, tan generoso, que vació por completo su Corazón, entregando toda su sangre y ¡toda su agua!

Tras la lanzada, me vino, también, nítida, la imagen de Moisés en el monte Horeb, golpeando la roca con su bastón, para que brotara agua de su interior y calmara la sed de su pueblo; y entendí por qué Dios le castigó por su falta de fe, pues aquella roca de Horeb representaba el Corazón de Jesús, golpeado una sola vez -y no dos-, por la lanza del soldado; la falta de fe de Moisés había enmascarado la semejanza y oscureció el signo. Me asaltó, entonces, la imagen del templo del profeta Ezequiel, del que manaba agua por su lado derecho (cf. Ez.47,1) y recordé las palabras de Jesús, cuando entró en Jerusalén: “Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré” (Jn.2,19). Se refería a sí mismo, Él mismo era el templo, y el agua que manaba del lado derecho del templo, era esa misma agua que yo vi manar de su costado derecho, tras la lanzada, que, haciéndose un torrente imparable, recorrería la historia y la geografía humanas, saneándolo todo. Entonces vinieron a mí, las palabras de Jesús en Siloé y en Siquem: “De su seno brotarán torrentes de agua Viva” (cf. Jn.7,38), “que salta hasta la vida eterna” (Jn.4,14); he ahí el secreto de la salvación. Por eso, el mandato final de Jesús, antes de ascender a los cielos, fue: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos (Mt.28,19). ¡Ese agua bautismal es el torrente imparable que recorrerá la historia y la geografía humanas, saneándolas!, y nosotros mismos, enviados a bautizar en su nombre, somos parte de ese torrente, nacido de su costado abierto, por la lanzada de aquel soldado, que reconoció su divinidad(Mc.14,39).

Queridos hermanos: Esa lanzada, que abre el Corazón a Jesús, es el acontecimiento fundante de toda la espiritualidad cristiana posterior, desde los primeros segundos de la Iglesia naciente hasta el día de hoy, incluida la espiritualidad del Sagrado Corazón de Jesús, porque la Herida del Costado quedó abierta para siempre y de ella sale la Vida, el Perdón y el Amor de Dios para todos nosotros; por ello, entre las devociones surgidas a lo largo de la historia de la Iglesia, hubo dos marcadamente importantes: La devoción a las Santas Llagas y la devoción al Corazón traspasado de Cristo, fermento y preparación para la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, tal como hoy la conocemos. Una espiritualidad cristiana que está basada en el amor oblativo e incondicional de Dios por el hombre y en la gratuidad de la salvación venida de lo alto, cuando todavía éramos malos; donde Dios nos amó primero y siempre, y nos guardó fidelidad, porque Dios es Dios y es siempre Fiel, a pesar de nuestro estado de pecado, y nos rescata de manera unilateral, por iniciativa suya, como un cheque en blanco, que espera ser llenado con nuestro nombre.

Por nuestra parte, es necesario un encuentro personal con ese Jesús traspasado y resucitado, que afirmó: “Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn.12,32), y que, hasta hoy, sigue gritando: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso” (Mt.11,29-30), y que cojamos ese cheque en blanco –su yugo sobre nosotros-, para escribir en él nuestro nombre: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt.11,29-30). Queridos lectores: Tal es la Voluntad del Padre y el designio del amor de Dios sobre nosotros, que hemos de cumplir, si queremos ser salvos: “Ser Santos como Él es Santo” (cf. Mt.5,48), dejándonos amar y engarzar en la santidad de Dios, en la corriente del amor intratrinitario de ese Dios que tanto nos ama, que da su vida por nosotros y, por amor, nos rescata, para que tengamos vida, y, a cambio, sólo nos pide que nos amemos, los unos a los otros como Él nos ama (cf. Jn.15,12). Este es el compendio de toda la doctrina del Evangelio y del Sagrado Corazón de Jesús.

Sagrado Corazón de Jesús. En vos confío.

P. Juan José Cepedano Flórez CMM.

+ Salamanca, 13 de Junio de 2020, en la cuarentena por Corona Virus.

© Imágenes tomadas de Internet.


15
Jun 20

EL ESLABÓN PERDIDO: EL PRIMER APÓSTOL DEL CORAZÓN DE JESÚS

Queridos lectores: Para preparar la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, he querido desarrollar dos temas que creo bien interesantes.

Si damos por válido que la Fuente divina y primera de la espiritualidad del Sagrado Corazón es el propio Jesús y, en definitiva, el Amor Misericordioso de su Sagrado Corazón, en estos dos temas vamos a tratar de descubrir:

– Tema 1º: Cuál es la fuente secundaria y humana de esa espiritualidad y, trataremos de buscar, entre los amigos del Sagrado Corazón de Jesús que en la Historia de la Iglesia han sido, quién fue el primero de todos ellos, el “eslabón perdido” o primer discípulo del Sagrado Corazón.

Hoy trataremos de descubrir, ya en la época de Jesús y de los Evangelios, quién es ese eslabón perdido o primer discípulo del Sagrado Corazón de Jesús.– Tema 2º: Cuál fue el acontecimiento histórico fundante de esa espiritualidad.

Dice un refrán castellano: “Te conozco como si te hubiera parido”. Me diréis: “¿Y a qué viene eso?” Pues viene a que nadie ha conocido mejor al Sagrado Corazón de Jesús que el Inmaculado Corazón de su Madre, la Bienaventurada Virgen María. Así pues, podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús comenzó con el primer latido del Corazón humano del Hijo de Dios, recién engendrado, por obra y gracia del Espíritu Santo, en el seno virginal de su Madre, tras el Sí de María al anuncio del Ángel Gabriel.

Emocionante, ¿verdad?, pues, desde ese mismo instante, María es, desde la expulsión del Paraíso de Adán y Eva, la primera persona en la Tierra en recibir el Espíritu Santo de Dios, en la Anunciación, y la única en recibirlo, después, por segunda vez, en Pentecostés. María se consagró a Él, en cuerpo y alma, y se convirtió en su primera discípula y adoradora. María sintió latir, y adoró, durante nueve meses, ese pequeño y amado Corazón de Jesús en sus entrañas, y, cuando Jesús nació, consagró toda su vida, capacidades, recursos y amor a su cuidado y protección, sintiéndolo palpitar contra su pecho, cada vez que lo cogía en brazos o lo amamantaba. María lo vio crecer y supo guardar y meditar en su Inmaculado Corazón, de discípula y de Madre, todas las confidencias del Corazón infantil, adolescente, juvenil y adulto de su Hijo Jesús, conforme Éste iba creciendo, siendo consciente de que, cada vez que besaba o abrazaba a su Hijo, besaba el rostro de Dios y estrechaba contra sí su Sagrado Corazón.

María, al pie de la cruz, vio cómo el Corazón de Jesús se detenía y era atravesado, después, por la lanza de un soldado, al mismo tiempo que, a Ella, una espada le atravesaba el Corazón, tal como le anunciara el anciano Simeón, pues, como Corredentora, se le concedió participar, místicamente, de todos los sufrimientos de su Hijo. María pudo ver, también, cómo este Sagrado Corazón volvía a la vida, latiendo con fuerza, en todo su esplendor y majestad, el día de la Resurrección, y tengo el presentimiento de que fue Ella la primera a la que el Sagrado Corazón resucitado de Jesús, se presentó, premiando su fidelidad y calidad de discípula, aunque no se consignara en los Evangelios. María nos fue dada, como Madre, por su Hijo Jesús, en la Cruz y fue el alma espiritual de la Iglesia naciente, con su presencia orante y el testimonio una vida conforme al Amor y la doctrina de su Hijo Jesús. Por todo ello, María fue asunta en cuerpo y alma a los Cielos, sin experimentar la corrupción, y reina para siempre desde allí, velando por todos nosotros y llevándonos a Jesús.

Queridos lectores: En mi opinión, la Virgen María es, de pleno derecho, la primera discípula del Sagrado Corazón, pero todo parece indicar que no es Ella el eslabón que andamos buscando, pues los Evangelios sólo dicen que “María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su Corazón” (Lc.2,19). Y me diréis: “Si Ella no es la candidata ideal, entonces ¿quién es?” ¡Buena pregunta! A la vista del problema, tendremos que hablar, entonces, del “primer apóstol del Sagrado Corazón”, origen de esta espiritualidad.

He estado investigando y he descubierto que uno de los Padres de la Iglesia, San Agustín de Hipona, daba una pista sobre quién podría ser ese candidato, al afirmar que, en la Última Cena, “San Juan bebió de los secretos más profundos e íntimos del Corazón de Jesús… ¡Así, con todas las letras!… De hecho, San Juan será el único evangelista que mencione en su Evangelio el hecho de que alguien, a quien él llama el “Discípulo Amado”, se recostó sobre el pecho de Jesús, pero lo hará de manera prosaica, como si no hubiera pasado nada. Y yo me pregunto: ¿Recostó su cabeza sobre el pecho de Jesús y no cayó en éxtasis ni sintió nada? ¿Escuchó latir su corazón y no le cambió la vida el hacerlo?”. Mis queridos lectores, a la luz del testimonio de San Agustín, hemos de pensar que sí y creer que lo experimentó, sencillamente, todo, aunque él, por la razón que fuera, no dijera nada en su Evangelio.

¿Y a quién recurrimos ahora?”, me diréis. Pues he seguido investigando y encontré a una monja benedictina del siglo XIII, Santa Gertrudis la Grande, del monasterio de Helfta, en Alemania, quien, en su diario, dice que, en la fiesta de San Juan Evangelista, tuvo una visión conjunta de Jesús y del discípulo amado, en la que Nuestro Señor le permitió descansar su cabeza en la Llaga de Su costado y escuchar los latidos de su Corazón. Mientras escuchaba latir Su Corazón, ella se volvió, sorprendida, hacia San Juan y le preguntó si él también había escuchado y sentido lo mismo que ella, cuando se reclinó sobre el pecho del Señor, durante la Última Cena. Como San Juan le respondiera afirmativamente, ella le preguntó por qué se lo había callado y no había dicho nada sobre el Corazón de Jesús en su Evangelio. Y San Juan le contestó que tuvo que guardar silencio, porque su misión, como evangelista, era la de hablar, únicamente, del Verbo de Dios encarnado, pues la revelación de los secretos de Amor del Sagrado Corazón de Jesús estaba reservada para tiempos posteriores, cuando el mundo, aumentando en frialdad y debilitado en el amor a Dios, necesitara ser renovado e inflamado en la llama del Divino Amor.

¡Bien!… Ahora que ya lo tenemos claro, ¿me permitís que hable en nombre de San Juan, poniendo mis palabras en sus labios, como si fuera él quien nos hablara, para entender algunas cosas interesantes?… ¿Sí? ¡Pues vamos a ello!: “Discípulo Amado del Señor: ¿Puedes contarnos lo que sentiste en la Última Cena, al apoyar tu cabeza en el costado de Jesús?”.

¡Claro que sí, pues estaba reservado, en la divina Providencia, para estos tiempos que estáis viviendo! Cuando recosté mi cabeza sobre el pecho del Maestro, para escuchar quién lo habría de entregar, ¡bendito atrevimiento!, escuché latir su corazón y se me detuvo el tiempo… Ya sólo quería estar así, con la cabeza apoyada en su pecho, sin apartarla de allí jamás. En aquellos momentos, pude a sentir todo el amor y pesar que Él sentía por aquel discípulo suyo, que lo iba a entregar, pues no regresaría a Él para ser perdonado y se convertiría en hijo de perdición, aquel que fue llamado y elegido para ser y contagiar una bendición… No sé cómo explicarlo, pero pude sentir cómo lloraba por él su corazón y comencé a sentir en el mío la misma tristeza, angustia y pesar que Él, por aquel hermano que se perdía y me vi orando por él, con lágrimas en los ojos, aún sin saber quién era. Después sentí todo el amor que Él me tenía; era como un océano ardiente de bálsamo y ternura, que curaba todos los quebrantos y heridas de mi corazón, como una fuente en crecida, que, amenazaba desbordarse y, me envolvía en una indescriptible sensación de gozo y paz, y, por primera vez en mi vida, me sentí incondicional y profundamente amado, desde siempre y para siempre, y comencé a llorar de gozo y gratitud, humedeciendo la túnica de mi Maestro.

Entonces sentí una voz dulce, conocida y amada, resonando cálidamente en mi interior, que me decía: “Deja eso ahora, discípulo mío, mi bien amado, una sola cosa es importante, sólo una es necesaria: adéntrate en la profundidad de mi Sagrado Corazón y piérdete en Él, dejándote ganar, por Él, para siempre. Encuentra en Él tu acomodo, pues está hecho para ti, que fuiste creado por Él y para Él; pensado, con Amor, en la eternidad de Dios, antes de la creación del mundo; amado desde siempre y para siempre, en el conocer de Dios, que todo lo penetra y hace fértil, y que se encarnó, para ti, en un cuerpo semejante al tuyo, para abrazarte a ti, a quien amaba, en el “ahora” de tu tiempo y en el “para siempre” de la eternidad, para que tú le conocieras a Él y te dejaras amar por Él, siendo feliz en su regazo, tal como ahora lo eres, y llegaras a amarle, también tú, a Él y jamás de Él te apartaras”.   

Entonces comprendí que yo era sólo el primero de muchos y el apóstol de todos, pues la intensidad de aquel Amor que yo experimentaba, no pararía de crecer hasta desbordar su Corazón y derramarse misericordiosamente sobre la humanidad entera, alcanzando los confines de la tierra, en espacio, tiempo y eternidad… Y aquella cálida voz volvió a susurrar en mi interior: “Este es mi regalo para todas las almas, a quienes amo y por quienes me encarné, para que el Amor inmaterial del Verbo de Dios, se hiciera concreto y cálido, en el abrazo cordial, de carne y hueso, del Dios y Hombre verdadero; por eso es tan importante que vengáis a Mí, sintáis mi abrazo y mi Amor, que os sanan y recrean, y os quedéis, para siempre, Conmigo, en el tiempo y en la eternidad. Por último, le oí decir: “Muy pronto mi Corazón se abrirá, esparciendo los tesoros de Amor y de Misericordia que encierra. Tú serás el primero en reconocer aquel momento, pues serás mi apóstol, desde la eternidad, para ese fin, discípulo mío, mi bien amado. Ahora guarda silencio y descansa en el Amor de tu Señor, pues todo será a su debido tiempo, en la voluntad de mi Padre”.

Queridos lectores: Ya sabemos que San Juan Evangelista fue el afortunado Discípulo Amadoque, reposando su cabeza sobre el Corazón de Jesús, durante la Última Cena, pudo escuchar los latidos y conocer los secretos y el amor incondicional del Sagrado Corazón de Jesús, sintiéndose profundamente amado, sanado y confortado por Él; una experiencia, que le cambió totalmente y le marcó para siempre, dándole valor para no huir, como los demás discípulos, cuando prendieron a Jesús en Getsemaní, y fuerza para estar al pie de su cruz, hasta el final, recibiendo a la Madre de Jesús como madre suya, convirtiéndose, así, en familia de Jesús y en ese evangelista profundo, con mirada penetrante de águila, que tras contemplar los secretos del Corazón de Cristo, escribe el Evangelio del Amor y la revelación del Apocalipsis.

Y yo me pregunto dos cosas, mis queridos lectores: 1ª) “¿Podríamos nosotros imitar los rasgos del “Discípulo Amado” y, con la ayuda de Dios, parecernos a él? y 2ª) ¿Cuáles son los rasgos que deberíamos imitar?”. El sacerdote jesuita español, Beato Bernardo de Hoyos (+1731), receptor y difusor de la Gran Promesa del Sagrado Corazón de Jesús: “Reinaré en España y con más veneración que en otras partes”, afirma que los rasgos del “Discípulo Amado” coinciden con los rasgos del “cristiano ideal, es decir, que, en principio, todos podemos convertirnos en undiscípulo amado, cuando, con la ayuda de Dios, tratamos de ser ese “cristiano ideal”, siendo amados por y amantes del Sagrado Corazón de Jesús. Bernardo dice: “El Evangelio de San Juan, a través de la figura del “Discípulo Amado”, nos muestra al personaje histórico, así llamado, y, también, al cristiano ideal, de esta forma: La relación entre Cristo y el Padre se reproduce, ahora, entre Cristo y el discípulo amado, que recibe sus confidencias para comunicarlas a los demás. Y así, un discípulo amado por Jesús sería: 1) Quien se mantiene junto al crucificado y quien recibe a María, como su propia madre. 2) Quien se encuentra junto a Pedro, a quien respeta, y quien tiene fe en la resurrección del Señor. 3) Quien sabe reconocerlo presente después de su resurrección. 4) Quien permanece fiel, quien persevera, hasta que Jesús vuelva”.

La Hna. Brenda le da la razón, al introducir su canción “Discípulo Amado”, diciéndole a la Virgen María: “Madre, con el tiempo he comprendido que aunque hayan muchos discípulos de tu hijo, sólo los que te reciben a ti, en su vida, en su corazón, en su casa, como el discípulo Juan, sólo esos, Madre, se transforman en discípulos amados”; y su canción dice así: “Si quiero ser discípulo amado, tengo que acoger a María en mi casa. Si quieres ser discípulo amado, tienes que acoger a María en tu casa. 1) El discípulo amado descansa en el pecho de Jesús. Goza de su intimidad, escucha sus latidos. 2) El discípulo amado está junto a la cruz, no abandona a tu hijo. No abandona a tu hijo en los tiempos de prueba. 3) El discípulo amado corre a su sepulcro. Le bastan pocos signos para reconocerte. 4) El discípulo amado te reconoce por madre suya. Te recibe en su casa, vive junto a ti. 5) Madre te recibo en mi casa. Madre yo te acojo en mi vida. Madre te recibo en mi casa, soy tu hijo”.

¡El que tenga oídos para oír, que oiga!

Sagrado Corazón de Jesús. En vos confío.

P. Juan José Cepedano Flórez CMM.

+ Salamanca, 12 de Junio de 2020, en la cuarentena por Corona Virus.

© Imágenes tomadas de Internet.

 


03
Jun 20

EL ABAD FRANCISCO ¿MERO FUNDADOR DE UNA TRAPA Y UNAS MONJAS?

A esta manera simplista de ver las cosas, que corre el riesgo de ser coartada de muchas otras que el Abad Francisco ni dijo ni pensó, pero que desdibujan la raíz y difuminan la senda por él recorrida, con éxitoun éxito misionero, aunque no personal; no mezclemos las cosas, para no “tirar el niño con el agua de bañarlo”-, como licencia para explorar otras sendas posibles, mayormente anodinas en la orfandad del desarraigo, sólo podemos responder con un contundente “NO”.

 “NO”, porque el Abad Francisco no fundó sólo una trapa, sino tres: María Stern, Mariannhill y Emaús, y otras veintiocho más pequeñitas, denominadas “estaciones o filiales misioneras”… ¡Y lo hizo con éxito! Y “NO”, porque, hablando así, banalizamos la obra y el legado, tanto material como espiritual, del Abad Francisco, que hizo eso –fundar una Trapa y unas monjas- y mucho más que eso, como parte de un proyecto global de misión, porque, en el campo misionero, aunque, aparentemente, el Abad Francisco volvió a las raíces monásticas de la misión, en la práctica, se adelantó en décadas a su tiempo, combinando lo mejor de la vida activa y contemplativa de cara a la misión, sabiendo ser contemplativo en la acción y activo en la contemplación; en una palabra: un auténtico “monje-misionero, y obteniendo, en poco tiempo, un éxito jamás soñado por muchas de las congregaciones misioneras de su tiempo. Y ¿qué es lo que el Abad Francisco, realmente, fundó y nos dejó en herencia a nosotros, los Misioneros de Mariannhill?

 1.- EL ABAB FRANCISCO FUNDÓ UNA INFRAESTRUCTURA DE MISIÓN Y “UN MONASTERIO CON PUERTA, PERO SIN TAPIAS, ABIERTO A LA MISIÓN”

       Como la necesidad espiritual acuciaba y la exigencia del mandato misionero también, y los ansiados misioneros católicos que debían misionar allí no terminaban de llegar, tuvo que empezar él, con los medios materiales y humanos con los que contaba, haciendo realidad, una vez más, su lema: “Si nadie va, yo iré”, en virtud del cual se encontraba allí.   -Habla el Abad Francisco«Mientras san Agustín salió de Roma, yo salí de Bosnia. Él fue enviado por el Papa Gregorio Magno. Yo recibí la misión del Papa Pío IX. Él desembarcó con cuarenta monjes en Inglaterra, yo en África del Sur con treinta. Fueron San Fridolin y San Columbano quienes llevaron la fe a Alemania y al Norte de Francia…, y todos estos misioneros fueron monjes. Construyeron monasterios y evangelizaron».

 Y así, al frente de un reducido número de monjes, con pocos medios y mucha fe, fundó la Trapa de Mariannhill (“Colina de María y de Ana”) el 26 de Diciembre de 1882; de la que fue su primer Abad y desde la que dirigió la fundación de 28 estaciones filiales de misión en el tiempo récord de veinte años.   –Habla el Abad Francisco: «Se llamará Mariannhill… María: porque nuestros monasterios están siempre de dicados a María…; Ana: porque éste en particular está dedicado, también, a Santa Ana…; y Hill (colina, en inglés): porque se levantará sobre un majestuoso cerro». Así se imaginaba el Abad Francisco su monasterio de Mariannhill hasta que Dios le cambió sus planes.

Aquel Monasterio vino a ser un centro de espiritualidad, cultura y desarrollo técnico y agrícola, desde donde el Abad puso en práctica, con los nativos africanos, un sistema de evangelización similar al utilizado por los monjes benedictinos para la evangelización de Europa en la Edad Media.   –Habla el Abad Francisco: «Se alza aquí toda una maraña de construcciones y, entre ellas, tres secciones del monasterio, ocupadas por un gran dormitorio, una sala capitular y un oratorio. Hay, además, herreríacerrajeríasastreríazapatería, carpintería y una era para trillar. La imprenta y la tipografía han encontrado, por fin, un emplazamiento fijo, después de muchos cambios. Una hospedería y, junto a ella, un taller de fotografía. Entre todos estos edificios hay almacenes y vestuarios. Junto al refectorio se ha construido una cocina y, adosada a la iglesia, una sacristía.  Más abajo está la escuela…, y, al otro lado, a cierta distancia, las cuadras. Para el transporte, se han construido varios ramales de carreteras, trazados a base de romper la roca viva, y dos puentes de piedra sobre el río. En la imprenta han editado nuestros hermanos un catecismo, las “Hojas Volantes” y otras publicaciones en inglés y alemán…».

Otro monje trapense, Thomas Merton, en su libro “Las aguas de Siloé”, dice acerca del llamado “Fenómeno Mariannhill”: «Ante nuestros ojos tenemos el impresionante espectáculo de una misión trapense, en la que los monjes contemplativos habían conseguido, en unos pocos años, un éxito más espectacular de lo que muchos, en una orden religiosa activa, se hubiera atrevido a soñar. Lo más impresionante de esta nueva misión consistía en que operaba sobre líneas puramente benedictinas. Era un apostolado de oración y trabajo (Ora et Labora), de liturgia y labranza. Lo que tenía lugar en las filiales misioneras establecidas por Dom Francis Pfanner era exactamente el mismo proceso que había marcado la cristianización de Alemania y de todo el norte de Europa por los monjes benedictinos, cientos de años antes.

 Cada estación filial era un pequeño monasterio con varios sacerdotes y con media docena o más de hermanos. Junto a ellos había una pequeña comunidad de hermanas, pertenecientes a una nueva Congregación fundada por Dom Francis, para que enseñaran en las escuelas que él iba construyendo. Alrededor de cada iglesia y escuela se fue levantando todo un poblado de cristianos africanos, con una casa para huéspedes y toda clase de talleres. Los monjes enseñaron a los nativos todas las artes y oficios que uno se pueda imaginar y les instruyeron en la pintura, música, fotografía y demás.

Los africanos que más prometían fueron preparados para el sacerdocio en un nuevo seminario en Mariannhill. La mayor parte de la población trabajaba la tierra en extensas granjas cooperativas. La belleza de la vida no estaba sólo en su productividad material, sino en el hecho de que todo esto estaba centrado en torno a la iglesia y encontraba su expresión más culminante en las fiestas litúrgicas, que tanto alegraban el corazón de los africanos. Llenaban las iglesias y cantaban con sus afinadas voces, y formaban largas procesiones y en masa recibían los sacramentos, con tal fervor, que se quedaban admirados los mismos sacerdotes que los administraban». Esto nos lleva al siguiente punto…

2.- EL ABAD FRANCISCO FUNDÓ UNA NUEVA FORMA DE HACER MISIÓN

Guiado por la máxima benedictina “Ora et Labora”, con los casi 300 monjes que aquella Abadía llegó a tener y con la ayuda inestimable de las Hermanas Misioneras de la Preciosa Sangre, por él fundadas, el Abad Francisco trabajó sin descanso para hacer realidad su sueño evangelizador, sintetizado en su lema: “Mejores Campos, Mejores Casas, Mejores Corazones”.   –Habla el Abad Francisco: «Hasta ahora, los Africanos no sabían casi nada de un Dios invisible, omnipotente y omnipresente. Pero, desde que viven entre nosotros y ven cómo nuestros hermanos se arrodillan siete veces al día para la oración, sea en el surco del campo o en el andamio, en el lavadero o junto al yunque, reconocen con claridad que este Dios es invisible, omnipotente y que todo lo sabe. De esta forma, cada hermano, esté labrando o cuidando los bueyes, es para ellos un misionero y su ejemplo les enseña más sobre la oración que todo el “Tratado de la oración perfecta”, del P. Rodríguez».

El testimonio de Mahatma Gandhi, tras su visita a Mariannhill, fue: “lo que acabo de ver aquí, con mis propios ojos, es grandioso. ¡No hay mejor método para formar a los nativos de Sudáfrica, para hacerles ciudadanos valiosos!”. Después escribía en la prensa: “En Mariannhill encontramos a Hermanos e indígenas trabajando juntos en la carpintería, herrería, zapatería, cristalería, imprenta, guarnicionería, carretería, etc. En todos los talleres vi cómo los Hermanos estaban observando y asistiendo a los indígenas en sus trabajos. Corrigiéndoles con paciencia y amabilidad. Tanto los Hermanos como los jóvenes ven compensados sus esfuerzos. En todos los sitios reina un espíritu de disciplina y orden, así como de limpieza. La convivencia amable de los Hermanos cunde en los indígenas, que, por sí mismos, van aceptando las mismas formas de conducta. Aquí uno se da cuenta de que existe una enorme diferencia de comportamiento entre los Hermanos y los demás Blancos para con los Negros. Me gustaría tanto que todos mis amigos hicieran una visita a los monjes de Mariannhill, para que vieran con sus propios ojos y se convencieran personalmente de todo cuanto he intentado describir a través de este artículo; creo que llegarían a tener una opinión totalmente distinta sobre los problemas y cuestiones de los indígenas”. (Mahatma Gandhi, VG/33, Natal, 1933).

Su nieta, Ela Gandhi, en su visita a Mariannhill, afirmó que el tiempo que su abuelo pasó en el Monasterio influyó en la transformación de su vida: “Cuando visitó el monasterio de Mariannhill, vio a los monjes, las monjas y las personas que llegaron allí para aprender, trabajando juntos en sus campos. Lo que más le impresionó es que todos hacían todos los trabajos, ya fuera limpiando el patio o los retretes o trabajando en la granja; todos se reunían y trabajaban, así que no había desigualdad a la hora de hacer las tareas, pues todo el mundo hacía las tareas sin ningún tipo de reparo en turnarse para hacerlas. Él también quedó impresionado por el hecho de que no había ningún tipo de relación de autoridad entre los monjes y las monjas, los hombres y las mujeres o las diferentes razas, porque ya fueran negros o blancos, todos comían el mismo alimento, se sentaban a la misma mesa y llevaban el mismo tipo de ropa, así que no había ninguna diferencia en términos de raza, sexo, color ni nada de eso, y era como una isla en un país racista como Sudáfrica (en aquel momento). Estaba muy impresionado con aquella igualdad total en términos de raza. También sintió que el trabajo manual, el trabajar con las propias manos, era muy importante. En aquel monasterio enseñaban carpintería, el trabajo del cuero, el trabajo de la aguja y todo tipo de cosas que la gente podía hacer con sus manos, lo que los hacía autosuficientes”.

También contamos con el testimonio del párroco alemán Lorenzo Hopfenmüller, quien, en 1887, se planteaba cambiar sus tareas parroquiales por otras misionales, y que describe así, lo que Mariannhill, bajo la dirección del Abad Francisco -a quien conoció en Bamberg-, hacía: “Me seduce la empresa del abad trapense, P. Franz, en el Sur de Africa. Allí se ha instaurado ya un campo misional y parece que la actividad misional está muy en consonancia con la antigua actividad benedictina de los trapenses, en la medida en que, no solo enseñan a los pueblos paganos a rezar y a conocer las cosas celestiales, sino que también les enseñan a trabajar y lo hacen de manera práctica, mediante el ejemplo del propio trabajo. ¿No sería, pues, mejor, que yo me hiciera Trapense, y que trabajara allí por el Reino de Dios?”.

 Y finalmente…

3.- EL ABAD FRANCISCO FUNDÓ UNA NUEVA FORMA DE SER MISIONERO

 

En medio de tanta actividad misionera, el Abad Francisco confió siempre en la Providencia de Dios. Convencido del valor sin precio de la Preciosísima Sangre de Cristo y movido por el Espíritu Santo, supo unir contemplación y actividad misionera. Aceptó la voluntad de Dios en su vida, manifestada a través de muchas purificaciones, contrariedades, incomprensiones y enfermedades y, agarrando, con mano firme, el arado y, sin mirar atrás, perseveró hasta el final, poniendo todas sus misiones bajo la protección de la Virgen María. Sin embargo, pronto surgió el conflicto entre la intensa actividad misionera y la severa regla trapense, pues la comunidad contemplativa original era, de hecho y cada vez más, una comunidad misionera. Esta evolución obrada en Mariannhill fue vista con horror por los superiores mayores trapenses, que, en aquella época, andaban ocupados en la unificación de todas las ramas de la Orden trapense, quienes la tacharon, unos, de rebeldía, y otros, de “Feliz culpa”; pero el Abad Francisco no fue ningún rebelde, sólo creativo e innovador “ad maiorem Dei gloriam”, como él afirmaba, y seguidor de la divina Voluntad, que le hacía ver el “kayrós” de Dios para aquellas tierras y aquellas gentes, y en aquel preciso momento de su historia: “Alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega” (Jn.4,35).

Habla el Abad Francisco: «Si uno ha de ser verdadero misionero, tiene que dejar, al menos, tres cuartas partes de la Regla Trapense, sobre todo, en lo referente a las cláusulas principales como el silencio, el ayuno, la clausura, la restricción en la correspondencia y la comida. Yo sugiero que una nueva “Misión Universal” sea organizada por Roma, y que esta congregación acepte de los trapenses sus métodos de trabajo, pero, en cuanto a la regla, que siga la que yo he elaborado y que es la más simple y la más efectiva del mundo. Es cierto que una vez escribí que si yo fuera joven, nunca volvería a entrar en los trapenses (donde entró para “bien morir”), sino en una congregación misionera, donde no haya guerra entre “regla” y “misión”, donde estuvieran unidas, como en la nueva congregación romana que yo he propuesto. Ser trapense y misionero, al mismo tiempo, es imposible. Sólo he deseado, en todos mis empeños y trabajos, la mayor gloria y honor de Dios». Así pues…

 4.- EN ESA NUEVA FORMA DE HACER MISIÓN Y DE SER MISIONERO, EL ABAD FRANCISCO NOS LEGÓ SU PATERNIDAD ESPIRITUAL Y FUE NUESTRO FUNDADOR

Retomemos, ahora, nuestra pregunta inicial: ¿Qué es lo que el Abad Francisco, realmente, fundó y nos dejó en herencia a nosotros, los Misioneros de Mariannhill,… pero, antes que nada, cabría preguntarnos ¿qué seríamos nosotros para él o en relación con él?… Su ¿“nueva y ansiada congregación misionera”?,… ¿sus “herederos”, tan sólo?,… ¿sus “descendientes”, quizá?,… ¿o “hijos” suyos, tal vez?… En cualquier caso, eso ocurrió mediante albacea testamentaria: San Pío X, que “NO” fue nuestro fundador, sino únicamente aquel que, real y legalmente, nos separó de los Trapenses -pues tenía la potestad para hacerlo y el Abad Francisco no-, y nos constituyó en una “Congregación Misionera dependiente de Propaganda Fide, tal como el Abad Francisco deseaba para su futura “congregación misionera masculina” sin nombre y para su, ya existente, “congregación misionera femenina”, las Monjas Rojas (o CPS), y nos bautizó con el mismo nombre que el Abad Francisco había elegido para aquella Trapa o monasterio, que, andando el tiempo, se convertiría en nuestra Casa Madre: Mariannhill.

Habla el Abad Francisco: «Por eso, he pedido otra congregación misionera mayor que la Trapa y que dicha congregación esté directamente bajo la jurisdicción de la Congregación de la Propaganda de la Feen Roma. Entonces trabajaría con todos estos hombres, no sólo en África del Sur, sino en Rusia y en el mundo entero». Creo que San Pío X supo captar y valorar esa genial intuición del Abad Francisco Pfanner y, ante la imposibilidad de dar marcha atrás y la necesidad de seguir adelante en la tarea evangelizadora y pastoral realizada hasta la fecha, le dio concreción y forma legal en esa separación de Mariannhill, con todas sus estaciones de misión, de la Orden trapense, dando, así, carta de naturaleza y marco legal a esa “nueva congregación misionera” que, de hecho, ya existía y estaba bien entrenada en la visión del Abad Francisco y en el terreno práctico de la misión, pues funcionaba como tal, y con éxitos notables, desde hacía varios años, aún sin tener conciencia de su “nueva identidad”, pues seguían siendo “monjes-misioneros”, pero, eso sí, “de Mariannhill” y, por ello, se opusieron, como un solo hombre, al Visitador General trapense, el Abad Edmund Obrecht, y a todos sus esfuerzos por destruir la obra misionera de Mariannhill, que, entre todos y con tantos sacrificios, habían realizado.

El natalicio de la “nueva Congregación Misionera Romana, dependiente de Propaganda Fide, tuvo lugar en vida del Abad Francisco Pfanner, el 2 de Febrero de 1909, quien se regocijó profundamente por ello, aunque muriera Trapense, en fidelidad a su Regla, y desterrado de todos, en fidelidad a la Misión. Después de todo lo dicho hasta ahora, creo que sabemos, ya, cuál es esa “nueva y anhelada “Congregación misionera internacional” a la que el Abad Francisco se refería y con la cual soñaba; lo que nos convierte, sin temor alguno y sin lugar a dudas, en sus hijos espirituales, como nuestras Hermanas de la Preciosa Sangre, por él fundadas.

 5.- DESPOJADO DE TODOS, MÁRTIR DE EMAÚS,… MAS LA HISTORIA LE HA DADO LA RAZÓN Y, SAN PÍO X, SU BENDICIÓN

Este año se ha dado una curiosa coincidencia entre la Solemnidad de la Ascensión del Señor y el 111º aniversario de la muerte del Abad Francisco Pfanner, nuestro fundador, y he percibido algunas semejanzas entre las lecturas del día y su vida, con las que quisiera terminar esta homilía-homenaje a su recuerdo.

1.- Un mandato misionero: Dice Jesús: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”. Y el Abad Francisco responde: “Si nadie va, yo iré”.

2.- Una parcela de misión: Dice Jesús: “Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y “hasta el confín de la tierra””. Y el Abad Francisco, desde el confín de la Tierra, responde: “Nuestro terreno de misión es una parcela del Reino de Dios, que no tiene fronteras”.

3.- Una dolorosa constatación: Los planes del Señor no son nuestros planes: Dice el Evangelio de hoy: Fueron “al monte que Jesús les había indicado”; lo que me recuerda que, en la noche de Navidad del año 1882, cuando el Abad Francisco se acercaba con su “monasterio rodante” a la colina indicada, la de María y Ana, todas las carretas se le atascaron, y el monasterio que iba a edificar en la cima, tuvo que ser edificado en el llano, al ver en ello, el Abad Francisco, la voluntad de Dios. También dice ese Evangelio: “Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron”; lo que resumiría los “tiempos últimos” del Abad Francisco: aquellos que vieron el “Fenómeno Mariannhill” con buenos ojos y, creyendo en él, se unieron al Abad y le apoyaron; y aquellos que miraron con malos ojos y dudaron del “Fenómeno Mariannhill” y, escandalizados, castigaron al Abad y le abandonaron, aunque no pudieron terminar con aquel Fenómeno, pues no era fruto de la rebeldía de un hombre, el Abad Francisco, sino de la Voluntad de Dios.

-Habla el Abad Francisco: «Creo que Dios, en su sabiduría y bondad, permitió todo esto por el bien de mi alma. […] Mirad, los malos entendidos son siempre posibles, y a nadie se le debe echar en cara la culpa, cuando Dios lo permite por el bien de uno. […] Señor, te doy gracias porque me has acompañado a esta soledad –de Emaús-. En mi pobreza, haces brillar la gloria de tu resurrección, como ante aquellos discípulos que llevaban el corazón triste y dolorido. Te pido, como ellos, a las puertas de Emaús: “Quédate conmigo, pues cae la tarde y el día está para terminar”. […] Hoy es la fiesta de la Cruz de Nuestro Señor. Yo también he encontrado un trozo precioso de la cruz. La abrazaré y la besaré. Me acercará a mi Padre celestial».

Y como no se amargó al llevar su pesada cruz y supo llevarla con entereza y alegría, al final de su vida supo exclamar: “Fíjate en el Cielo y alégrate. Alégrate porque estarás delante de Dios y le verás. Luchemos y suframos con alegría, coraje y perseverancia hasta el fin”; algo que llamamos su “Testamento espiritual”… ¡Ah! La alegría del Abad Francisco Pfanner… ¡Esa gran desconocida… y tantas veces rechazada, para hacer del pobre Abad un personaje recio y serio, pero que, por tres veces, es mencionada en su testamento, como reflejo de toda su vida! Algo que hemos de rescatar para nuestra vida y apostolado, tanto a nivel personal como congregacional, pues fue la clave de su éxito y de esa última palabra, pronunciada antes de entrar en la Vida: “¡Luz!”

Querido Abad Francisco:

¡Feliz 111 aniversario de tu “Entrada en la Vida”!

¡De tu “Acogida en la Luz”!

¡De tu “Ciudadanía del Cielo”! y

¡De tu “Alegría Eterna”!. Amén.

P. Juan José Cepedano Flórez CMM.

+Salamanca, 24 de Mayo de 2020,

Solemnidad de la Ascensión del Señor,

Fiesta de María Auxiliadora,

Y 111º Aniversario de la muerte del Siervo de Dios, Abad Francisco Pfanner.

 

 

 

 

 

 

 

 


25
May 20

El alma de la misión


© HNA. ANTONIO MARIA THURNHER CPS (+)

El alma – el principio de vida – de la misión se sustancia en estas dos realidades medulares: la caridad y la espiritualidad misioneras. Apoyaremos las reflexiones de este pequeño ensayo en dos fuentes. Por un lado, en el Mensaje de Benedicto XVI – “La caridad, alma de la misión”para la Jornada Mundial de Misiones del año 2006 (disponible, por ejemplo, en www.vatican.va) y, por otro lado, en el capítulo titulado “La caridad sin fronteras, fuente y alma de la misión como fidelidad al Espíritu”, del Compendio de Misionología-La vida es misión, de Mons. Juan Esquerda Bifet  (Edicep, Valencia, 2007; pp. 108-130).

Aunque estas dos realidades – caridad y espiritualidad – se «reclaman» sin cesar la una a la otra, en aras de una mayor claridad, dividiremos el ensayo en dos partes.

Primera parte:

La caridad, distintivo de la misiónLA CARIDAD SOLO PUEDE SER MISIONERA

Hace ya algunos años, en 2006, Benedicto XVI abordó un precioso tema en su Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones: “La caridad, alma de la misión”. Benedicto XVI comenzaba su Mensaje con un doble planteamiento. Por un lado, la misión tiene que estar orientada por la caridad: si no brota de un profundo acto de amor divino, corre el riesgo de reducirse a una mera actividad filantrópica y social. Por otro, el anuncio misionero nace de la experiencia de ser amado por Dios: el amor de Dios por cada uno es el centro de la experiencia y del anuncio del Evangelio, y acoger ese amor nos convierte en testigos.

Respecto a lo primero, en efecto, lo que hace «distinta» la misión de la actividad asistencial (“la Iglesia no es una ONG”, repite el papa Francisco) es que en ella la fuente está en el amor de Dios que da vida al mundo y que nos ha sido entregado en Jesús. La fuente de la misión no es sociológica, sino teológica, porque está en Dios Amor. Las obras de promoción humana, que tan abundantemente realizan los misioneros acompañando su anuncio de Cristo, son «obras de caridad»; por eso, como dice san Juan Pablo II, testimonian “el alma de toda la actividad misionera: el amor, que es y sigue siendo la fuerza de la misión” (Redemptoris missio, 60).

En cuanto a lo segundo, como indica Benedicto XVI, no se comienza a ser cristiano por una decisión o por una idea, “sino por el encuentro con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida” (Deus caritas est, 1; cf. Evangelii gaudium, 266). Es al hablar desde ese «conocer» personalmente, desde esa experiencia, desde ese entusiasmo, cuando se puede evangelizar «por  contagio» o «por atracción» a los demás. De una experiencia de amor y de fe vivida (“Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” – 1 Jn 4,16) se pasa a la misión, concretada en anuncio y testimonio (“Nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo para ser Salvador del mundo” – 1 Jn 4,14).

El contenido de ese anuncio misionero solo puede ser el mismo amor de Dios, el mismo amor que Él es: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Unigénito, para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4,9). Proclamar a los cuatro vientos ese amor es el «mandato misionero» que nos dejó el Señor resucitado y que constituye misión de la Iglesia (cf. RM 22-23). Pero no hay que olvidar que, como dice Benedicto XVI expresivamente, “el amor puede ser «mandado» porque antes es dado” (DCE 14).

El cumplimiento de este mandato pascual se pone en marcha en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo transforma interiormente a los apóstoles y se manifiesta con nitidez absoluta como “el protagonista de la misión” (RM 30). En Pentecostés nace la Iglesia, y nace ya misionera, reunida y fortalecida por esa “fuerza del Espíritu Santo” (Hch 1,8) que la mueve a anunciar. Análogamente, cada cristiano es misionero desde el día en que es bautizado, como nos ha recordado el reciente Mes Misionero Extraordinario de octubre de 2019.

Ante todo esto, no puede extrañar que Benedicto XVI, mostrando la relación indisoluble entre sacramento del amor (Eucaristía), mandamiento del amor y misión, afirme: “Cuanto más vivo sea el amor por la Eucaristía en el corazón del pueblo cristiano, tanto más clara tendrá la tarea de la misión: llevar a Cristo. No es solo una idea o una ética inspirada en Él, sino el don de su misma Persona. Quien no comunica la verdad del Amor al hermano no ha dado todavía bastante” (Sacramentum caritatis, 86). Y es que la misión no consiste en dar «algo», sino en comunicar a  «Alguien»  que es el Amor.

 

Dios Amor, fuente de la misión

© HNA. ANTONIO MARIA THURNHER CPS (+)

Afirmar que “Dios es amor” (1 Jn 4,8; 4,16) es un misterio fundamental de nuestra fe. La historia de Dios con la humanidad, con el pueblo de Israel, con la Iglesia, con cada uno de nosotros, es una historia de amor, como sintetiza Benedicto XVI en el punto 2 de su Mensaje. “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16): en este «derroche» increíble de darse a sí mismo en su Hijo, se nos muestra en toda su intensidad que “Dios es Amor”, el Amor.

El signo sorprendente de este amor es la cruz, en la cual ocurre algo insólito: en ella, dice Benedicto XVI, “se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo” (DCE 12). Es un amor tan radical, tan de donación absoluta el de Jesús que ahora el amor debe definirse a partir de la cruz. Es lo que descubrimos en la entrega de los misioneros. Y es que el camino de la misión es el camino del «anonadamiento» de Cristo; un camino de amor que “tiene su punto de llegada a los pies de la cruz” (RM 88).

El decreto Ad gentes del Concilio Vaticano II expuso con claridad que la fuente de la misión es el amor del Padre, que envía al mundo al Hijo y al Espíritu; por eso habla de “amor fontal” (AG 2). Puede decirse que “el amor de Dios es misionero, o mejor todavía, es misión. Por eso la misión es, en su raíz, un volcarse de Dios hacia el mundo” (Carlos Collantes, s.x., en Misiones Extranjeras, 281 [2017], p. 751). La misión del Hijo brota del amor del Padre y, por la misión del Espíritu Santo, se continúa en la misión de la Iglesia; la cual, por cierto, sigue siendo una misión de amor, porque es la misma misión de Cristo de entregarse para dar vida.

Una última consideración a este respecto. Mons. Esquerda hace notar que los textos del Evangelio según san Juan, en que Jesús habla de la misión, y aquellos en los que habla del amor se relacionan estrechamente: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor” (Jn 15,9); “Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo” (Jn 17,18); “Tú me has enviado y […] los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17,23b); “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn 20,21). Queda así de relieve que “Jesús invita a entrar en su amor y en el amor del Padre, para comprender y vivir su misma misión” (o. c., p. 109).

 Un testimonio de amor sin límites ni fronteras

La misión es, pues, testimonio de amor. Benedicto XVI lo explica de manera clara y sencilla: “Ser misioneros significa amar a Dios con todo nuestro ser, hasta dar, si es necesario, incluso la vida por él” (Mensaje Domund 2006, 3); ahí están los numerosos misioneros mártires. Y dado que el mandamiento del amor a Dios está unido al del amor a los hermanos, Benedicto XVI añade, como mostrándonos la otra cara de la misma moneda, que “ser misioneros es atender, como el buen samaritano, las necesidades de todos, especialmente de los más pobres y necesitados, porque quien ama con el corazón de Cristo no busca su propio interés, sino únicamente la gloria del Padre y el bien del prójimo” (ibíd.).

Este es, añade Benedicto XVI, “el secreto de la fecundidad apostólica de la acción misionera, que supera las fronteras y las culturas, llega a los pueblos y se difunde hasta los extremos confines del mundo” (ibíd.). De hecho, cada vez que vivimos de verdad el “Padre nuestro”, las bienaventuranzas y el mandato del amor, se realiza la misión y su fuerza repercute más allá de las fronteras de la fe cristiana. Todo lo que se hace por caridad pertenece a la misión.

El alma de la misión es esta caridad sin fronteras. Por eso, la misión ad gentes, en la que esta caridad se manifiesta de modo tan patente, tan paradigmático, tan «superlativo», es y tiene que ser ejemplo y estímulo para nuestro amor. Como dice el beato Engelmar Unzeitig, misionero de Mariannhill, “el amor multiplica las fuerzas, inventa cosas, da libertad interior y alegría… Aunque, a veces, parezca tarea inútil extender el amor de Dios en el mundo, el bien es inmortal y la victoria debe ser de Dios” (Testamento espiritual).

Amor y misión no pueden separarse. El amor, si es verdadero y completo amor, solo puede ser «amor misionero», sin fronteras. O, dicho de otro modo, ese amor sin fronteras, que nos mueve a ser testigos del Señor “hasta el confín de la tierra” (Hch 1,8), es el gran signo misionero: es “vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo” (DCE 39).

  

Segunda parte:

LA ESPIRITUALIDAD SOLO PUEDE SER MISIONERA

 

© HNA. ANTONIO MARIA THURNHER CPS (+)

Espiritualidad misionera, caridad y contemplación

Para ahondar en la misión de la Iglesia y en su alma, la caridad, tenemos que centrarnos necesariamente en el Espíritu Santo, que nos hace exclamar “¡Abba, Padre!” (Gal 4,6) y derrama la caridad en nuestros corazones (cf. Rom 5,5). Ese Espíritu de amor es el alma de la Iglesia, y nos mueve a una caridad incondicional, especialmente hacia los más pobres, que es el camino de la misión.

La «espiritualidad» consiste precisamente en vivir según el Espíritu Santo: “Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu” (Gal 5,25). Por tanto, esa «espiritualidad», si es auténtica, solo puede ser «misionera», porque consiste en caminar a impulso del Espíritu, protagonista de la misión. Por eso, no se habla de «espiritualidad misionera» porque pueda haber una «espiritualidad no misionera», sino para remarcar que a la misión, nuestro sello como cristianos, le corresponde una determinada espiritualidad.

Esa «espiritualidad» es un estilo de vida que nace del saberse amado por Dios y que se traduce en disponibilidad hacia sus planes; es decir, en fidelidad a su Espíritu; es decir, en misión; es decir, en caridad. Al descubrirnos amados como Jesús, tomamos conciencia de ser enviados, como Él, con “la fuerza del Espíritu Santo” (Hch 1,8), a ser testigos de ese amor. Lo explica Benedicto XVI: “El Espíritu es la fuerza que transforma el corazón de la comunidad eclesial para que sea en el mundo testigo del amor del Padre, que quiere hacer de la humanidad, en su Hijo, una sola familia” (Deus caritas est, 19).

En este contexto, se comprende que san Juan Pablo II diga que “la espiritualidad misionera es un camino hacia la santidad” (Redemptoris missio, 90); camino que nace de tomarse en serio el amor de y a Cristo, y que está hecho de amor universal y sin fronteras. Esta «espiritualidad misionera»   remite a la intimidad de Dios y a su esencia, el amor. Es, por tanto, una experiencia de espiritualidad trinitaria: para vivir según los planes del Padre y cumplir su voluntad de “que todos los hombres se salven” (1 Tim 2,4), se requiere una relación personal con Cristo, el primer misionero, y permanecer en fidelidad y docilidad al Espíritu Santo, “autor de la misión” de la Iglesia (cf. Francisco, Discurso 1-6-2018).

Por eso decimos que la «espiritualidad misionera» pasa por la contemplación y tiene como fruto la misión. La dimensión contemplativa es indispensable para poder transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús, y así anunciarle de modo creíble: “Lo que contemplamos […] acerca del Verbo de la vida, […] os lo anunciamos” (1 Jn 1,1.3). De ahí que el papa Francisco hiciera suya esta frase, escuchada a un formador vocacional: “La evangelización se hace de rodillas” (Homilía 7-7-2013).

Tenemos que pedirle constantemente a Dios Amor que nos haga crecer en esas actitudes espirituales de obediencia, sintonía, unión, fidelidad…; y esa petición estamos llamados a hacerla desde la confianza, porque, como reza el título de una de las obras de Von Balthasar, Solo el amor es digno de fe.

Fidelidad al Espíritu y caridad en el misionero

Lo que acabamos de ver entra dentro de lo que puede llamarse espiritualidad misionera «general» (de todo cristiano). Pero, si hay una vocación misionera específica (la del misionero «de primera fila»), hay también una espiritualidad misionera «específica». Ofrecemos aquí solo unas pinceladas, siempre desde el punto de vista de la caridad sin fronteras y la fidelidad al Espíritu.

Hay que comenzar recordando que los documentos del Magisterio pontificio sobre las misiones hablan de las disposiciones y virtudes del misionero. Son especialmente relevantes el capítulo IV de Ad gentes, el VII de Evangelii nuntiandi y el VIII de Redemptoris missio. Precisamente en esta última encíclica, san Juan Pablo II destaca la necesidad de misioneros santos.

Ese lazo absoluto entre santidad, amor y misión se ve muy claramente en la Patrona de las Misiones, santa Teresa de Lisieux, para quien la identidad vocacional misionera consistía en el amor: “La caridad me dio la clave de mi vocación… Comprendí que la Iglesia tenía un corazón que estaba ardiendo de Amor. Comprendí que solo el amor era el motor de los miembros de la Iglesia y que si este llegara a apagarse los apóstoles no anunciarían ya el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre. Comprendí que el Amor encerraba todas las vocaciones, que el Amor es todo… «¡Oh Jesús, Amor mío! Por fin he encontrado mi vocación. ¡Mi vocación es el Amor!»… ¡¡¡En el corazón de la Iglesia, Madre mía, yo seré el Amor!!!” (Autobiografía, cap. IX).

En realidad, hablar de “fidelidad al Espíritu y caridad en el misionero” no deja de ser redundante: la caridad es la obediencia a la voluntad de Dios, y ser fieles al Espíritu implica necesariamente vivir la caridad. El misionero está llamado a discernir y seguir la acción del Espíritu, a ejemplo de Jesús, siendo, como Él y en Él, “rostro de la misericordia del Padre” (Misericordiae vultus, 1). Por eso la «espiritualidad» no es «espiritualismo» desencarnado, sino inserción – encarnación- en la realidad, a imitación del Hijo de Dios hecho hombre.

Aquí entra de lleno la figura del misionero como “el hombre de las bienaventuranzas” (RM 91). El secreto y el gozo que estas encierran consiste en transformar todas las situaciones (también las dificultades y las pruebas) en una nueva posibilidad de amar y de darse. Es lo que viven de continuo los misioneros y misioneras en su día a día; un testimonio que anuncia a Dios Amor con una vida de amor: “Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).

La Virgen María en la espiritualidad misionera

© HNA. ANTONIO MARIA THURNHER CPS (+)

Obviamente, el modelo máximo de espiritualidad misionera, así como nuestra mejor intercesora, es la Virgen María. En Ella vemos lo que es el amor como obediencia a la voluntad de Dios: amor obediente, obediencia amorosa. En Ella vemos también que, efectivamente, “solo el amor es digno de fe”: María se fía plenamente del Amor.

Las actitudes interiores de la Virgen son el mejor ejemplo para nuestra espiritualidad misionera: la fidelidad a la Palabra y al Espíritu, la apertura contemplativa del corazón (“conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” – Lc 2,19), la asociación a Cristo en su acción redentora, la entrega total de la vida a la misión encomendada… Y hay un título fundamental para que la Virgen sea el «faro» de nuestra espiritualidad: María es personificación,  tipo, figura de la Iglesia misionera en toda su actitud de recibir al Verbo y transmitirlo a la humanidad. En Santa María de la Caridad, Reina de las Misiones, «vemos» a la Iglesia misionera.

San Juan Pablo II añade que María es “el ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres” (RM 92). A su vez, en un texto de 1996, el entonces cardenal Ratzinger explica con sencillez este amor maternal de la Virgen. Desde los ojos de María, dice, “nos mira la bondad maternal de Dios”, esa bondad que Dios nos expresa a través del profeta: “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo” (Is 66,13). Y concluye: “Al parecer, Dios prefiere dar sus consuelos maternales a través de la madre, de su madre, y ¿quién se sorprendería de ello?” (El resplandor de Dios en nuestro tiempo. Meditaciones sobre el año litúrgico, Herder, Barcelona, 2008, p. 50).

 Los misioneros, efectivamente, y todos nosotros, como discípulos misioneros, estamos llamados a imitar ese amor maternal de María. Por eso, la «espiritualidad misionera» de la Iglesia es, y tiene que ser, una espiritualidad mariana. Así, concluimos como lo hace Benedicto XVI en su primer Mensaje para el Domund, el de 2006, que nos ha ido sirviendo de brújula: “La Virgen María, que con su presencia junto a la cruz y con su oración en el Cenáculo colaboró activamente en los inicios de la misión eclesial, sostenga su acción y ayude a los creyentes en Cristo a ser cada vez más capaces de auténtico amor, para que en un mundo espiritualmente sediento se conviertan en manantial de agua viva” (n. 4).

Rafael Santos Barba

Director de Illuminare

 

 

 

 


25
May 20

Objetivo AFRICA (Colonialismo ideológico en el siglo XXI)

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Recientemente la editorial Homo Legens publicó en español un libro de Obianuju Ekeocha, titulado: Objetivo África-Colonialismo ideológico en el siglo XXI.

            Transcribimos ahora una selección de párrafos de dicho libro, tal como dicha selección fue realizada por el portal Infovaticana.            Esta valiente mujer africana, Obianuju Ekeocha, nació en Nigeria. Licenciada en Microbiología por la Universidad de Nigeria, obtuvo un máster en Ciencias Biomédicas. Es fundadora y presidenta de Culture of Life Africa, una organización dedicada a promover y defender la vida, el matrimonio, la maternidad y la familia en el continente africano. Con este fin, ha asesorado a miembros de la Unión Africana y a representantes de países africanos ante la ONU. Además, escribe asiduamente en diferentes publicaciones digitales, entre las que destacamos Life Site News y Catholic Herald.

NEOCOLONIALISMO IDEOLÓGICO EN EL SIGLO XXI

Uno de los tesoros más preciados de África es la alta valoración que en aquel continente se tiene por la vida. Este aprecio por la vida es una de las raíces más fuertes de su cultura. La mayoría de los africanos creen que la vida humana tiene un valor inestimable, que los hijos son una bendición, que la maternidad es un don, que el matrimonio y la familia son una riqueza. Sin embargo, los principios y valores que sustentan esta cultura de la vida entre los africanos se encuentran hoy amenazados por una nueva forma de colonialismo, que busca y pretende adueñarse del corazón, de la mente y del alma de África. Es el llamado colonialismo ideológico, que denuncia con valentía la autora nigeriana Obianuju Ekeocha.

            «El don más preciado que los africanos podemos dar al mundo en este momento es nuestra inherente cultura de la vida. La mayoría de los africanos comprenden, por fe y tradición, el inestimable valor de la vida humana, la belleza de la feminidad, la gracia de la maternidad, la bendición de la vida matrimonial y el don de los hijos. Todos ellos están siendo objeto de un implacable ataque por parte de la mayoría del mundo occidental, donde el aborto a demanda es legal, donde la fertilidad es considerada un inconveniente y tratada como si fuera una enfermedad, donde la maternidad está cada vez menos valorada y donde el matrimonio es redefinido».

            «Estos son los valores familiares fundamentales que nuestros padres y abuelos nos han transmitido. Están arraigados en nuestras costumbres, consagrados por la ley e incluso codificados en nuestras lenguas nativas. Quitárnoslos equivale a invadir, ocupar, anexionar y colonizar a nuestra gente. Hay una nueva colonización en marcha en nuestro tiempo, no de las tierras o de los recursos naturales, sino del corazón, la mente y el alma de África. Es un colonialismo ideológico».

En las páginas de este libro, Obianuju Ekeocha nos advierte de cómo las élites y líderes occidentales que en las últimas décadas han legalizado el aborto, promovido la anticoncepción, menospreciado la maternidad y redefinido el matrimonio, pretenden imponer su nueva visión de la realidad en África. Una influencia externa que, como explica Obianuju Ekeocha, se ha vuelto cada vez más invasiva.

            «A través de su dinero y sus medios de comunicación, las élites occidentales vuelven a ejercer una influencia increíble sobre el pueblo de África. Una vez más, los amos coloniales les dicen a los africanos que ellos saben más. Sólo que esta vez está en juego la definición misma de lo que significa ser hombre, mujer o familia».

Existe, sin embargo, un obstáculo para quienes tratan de introducir nuevos criterios morales en África: las arraigadas y profundas creencias y tradiciones culturales del pueblo africano. En 2014, una encuesta realizada por Pew Research Center mostraba que la mayoría de los africanos tiene una visión conservadora respecto a cuestiones como el aborto, la anticoncepción, las relaciones prematrimoniales, la homosexualidad y el divorcio. Por este motivo, una de las estrategias para provocar un cambio radical consiste en presionar a los líderes y legisladores africanos para que establezcan nuevas leyes y políticas que impongan los criterios occidentales sobre su pueblo.

IMPOSICIÓN DE POLÍTICAS ABORTISTAS

En el año 2003, un estudio de Pew Research Center recogió la opinión de 40.117 personas de cuarenta países acerca de distintas cuestiones morales. En sus respuestas, la gran mayoría de los africanos mostró su oposición al aborto. Para el 92% de los ghaneses, el 88% de los ugandeses, el 82% de los kenianos, el 80% de los nigerianos y el 77% de los tunecinos, el aborto era un acto moralmente inaceptable.

«En el centro del sistema de valores de mi gente está el reconocimiento profundo de que la vida humana es preciosa… Para nosotros, el aborto, como asesinato deliberado de pequeños en el útero, es un ataque directo contra la vida humana inocente. Es una injusticia grave, que nadie debería tener derecho de cometer».

            «Una abrumadora mayoría de africanos piensa que el aborto es intolerable, ya sea legal o ilegal. Es hora de que la comunidad internacional escuche las voces de los pueblos africanos y desista de presionarlos para que aborten».

Casi el 80% de los países africanos tienen algún tipo de ley que prohíbe o restringe el aborto. Incluso en aquellos países donde el aborto es legal, la mayoría aún cree que la vida en el vientre materno es sagrada y que el aborto es moralmente inaceptable. Sin embargo, a pesar de estos datos, la campaña para imponer el aborto en África está en auge. Si la mayoría de los africanos se opone al aborto, ¿quién está impulsando su legalización en estos países?

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IMPOSICIÓN DE LA ANTICONCEPCIÓN

Quienes promueven la anticoncepción en África aseguran que trabajan en favor de los derechos de las mujeres. Pero ¿es realmente esto lo que reclaman las mujeres africanas?

«Intentar evitar que la gente del mundo en vías de desarrollo tenga hijos es una atrocidad, sobre todo porque hacerlo no es una estrategia de desarrollo. Es una estrategia invasiva…»

«¿De qué modo esterilizar a las mujeres más pobres del mundo les da el control sobre el hambre, la sequía, la enfermedad y la pobreza? No hace que estén más formadas o que tengan más posibilidades de trabajar. No les proporciona alimentos o agua potable. No hace que la mujer africana sea más feliz o esté más satisfecha en su matrimonio. No. Este amplio proyecto anticonceptivo sólo hará que la mujer sea estéril al precio más barato posible. Esto, ciertamente, no es lo que hemos pedido las mujeres africanas. No es la ayuda que nuestros corazones anhelan en medio de las pruebas y las dificultades de África. Pero en un mundo de asombroso imperialismo cultural, es lo que nuestros “mejores” han elegido para nosotras».

AYUDA AL ÁFRICA NECESITADA: LA PUERTA AL COLONIALISMO IDEOLÓGICO

A pesar del bien que ha hecho la asistencia humanitaria en África, la ayuda exterior también se ha convertido en la puerta de acceso del colonialismo ideológico y en la causa de una dependencia más profunda de los gobernantes africanos hacia los donantes occidentales. Esta dependencia desprotege a las naciones africanas frente a sus ricos donantes, ya que su ayuda, en muchas ocasiones, no es gratuita, sino que viene acompañada de una agenda concreta. Esta ayuda con “condiciones” es el centro del neocolonialismo ideológico que está invadiendo África.

«Mucho de lo que he escrito en este libro es, en gran medida, una búsqueda de la causa fundamental de la colonización ideológica de África. Y esta búsqueda apunta a la fragilidad económica y la vulnerabilidad de las naciones africanas, que han sido explotadas con absoluto descaro por ricos ideólogos de las naciones occidentales, cuya ansia de poder parece que sólo puede ser saciada controlando el destino de nuestros países».

HACIA LA DESCOLONIZACIÓN DE ÁFRICA

Para Obianuju Ekeocha, el viaje a la libertad real y la prosperidad de África comienza por el reconocimiento del daño que provoca el neocolonialismo ideológico y su vínculo con la ayuda exterior. En su búsqueda de la descolonización, África necesita combatir la corrupción y superar su dependencia de las ayudas exteriores.

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«Mi sueño es que un día, en un futuro cercano, las naciones independientes de África dejen de depender de la opulencia de sus donantes. Como muchos de los africanos que en los años 50 anhelaban la independencia de sus amos coloniales, anhelo la independencia de nuestros amos neocoloniales del siglo XXI, para que los africanos puedan gobernarse a sí mismos de una manera adecuada a sus valores y aspiraciones».

            «Si África quiere protegerse de la desintegración social que estamos viendo en Occidente, y que Occidente quiere exportar a nuestros países, debe luchar en aras del matrimonio y los hijos, que son el futuro del continente. Nuestros países deben reducir la influencia corruptora de la ayuda procedente de naciones y organizaciones obsesionadas con el sexo y, para ello, deben edificarse sobre los cimientos firmes de buenas escuelas que desarrollen no sólo las mentes, sino también el carácter; de economías de mercado que dejen libre el comercio y los recursos para beneficio de todos; de líderes responsables que respeten la cultura de su pueblo más que la opinión de los donantes ricos. Debemos resistir a los nuevos colonizadores ideológicos antes de que nos roben nuestro “yo”».


26
Abr 20

HISTORIA DE UN DISCÍPULO… AMADO (Juan Evangelista)

San Juan llevando a casa a la Madre (Willian Dyce)

Madre querida, ven, siéntate conmigo en este rincón desde el que se divisa el mar y la bahía de Éfeso. Quería retomar la pregunta que me hiciste hace días, en el camino de subida a nuestra casita en la colonia cristiana de la montaña… Sí, ya sé que te había respondido, pero es que, entonces,… ¡Perdóname, Madre!,… me limité a hablarte de lo que sentí que podía contarte y no de todo lo demás, como diría Jesús, de “la mejor parte” (cf. Lc.10,42). Pensé que sería mejor así, pero, después, me sentí fatal por no contártelo todo, me remordía la conciencia; era como si Te hubiera engañado… o mentido, y no quiero tener secretos Contigo, Madre querida, y, menos aún, en lo referente a Jesús.

Viaje de la santísima Virgen y de san Juan a Éfeso después de la muerte del Salvador (German Hernández Amores)

Entonces, recapacité y pensé que aquel remordimiento podría ser señal de que tu Hijo quería que Te lo confiara todo a Ti, Madre querida, y lo consulté en oración con el Espíritu de Jesús, que me pedía guardar silencio sobre lo que, ahora, te voy relatar, y supe, enseguida, lo que tenía que hacer, pero preferí esperar unos días más a que estuvieras completamente instalada y recuperada del largo viaje y de las emociones vividas, y adaptada a tu nueva situación en la colonia, para poder contártelo todo… Por tanto, Madre querida, lo que te voy a referir ahora, es un secreto que ha de quedar entre nosotros dos hasta que nos reunamos con Él, en el Cielo, pues intuyo que, después, vamos a estar muy activos los dos, difundiéndolo… Me alegra verte sonreír, otra vez, Madre querida, llena de gozo y esperanza. Esto no ha hecho más que comenzar y todavía queda mucho por hacer,

La casita de la Virgen María en la montaña de Éfeso, convertida actualmente en iglesia

Como sabes, estábamos todos en la habitación de arriba, en torno a aquella mesa en forma de U, recostados en divanes, tal como Él lo había dispuesto: ¡Sólo “Los Doce” con Él! Estábamos todos en animada conversación, comiendo y bebiendo al calor de aquel vino, en torno a Jesús, disfrutando de su compañía… o lo dimos por sentado, porque no fue realmente así… ¡Oh, Madre querida, perdóname, pues no supe darme cuenta entonces!… Ni siquiera yo, que estaba a su lado, reparé en Él y en lo que le pasaba; de hecho, nadie miró para Él ni le prestó atención, perdidos como estábamos en otras cosas: el vino, la comida, la pesca, los chismes, ya sabes… no queríamos hablar ni oír hablar de cosas serias aquella noche. Para nosotros, “si Jesús estaba, todo estaba bien”, el resto no importaba, ni siquiera, perdóname, Madre, que Jesús se sintiera solo, aun siendo el anfitrión.

Nos lo había dicho al comienzo, que había deseado ardientemente cenar aquella pascua con nosotros (cf. Lc.22,15) y, sin embargo, Madre, ahora me doy cuenta que Él fue el único que estuvo callado y que apenas probó bocado en toda la noche. Se le veía triste y distante, pero nadie le preguntó qué le pasaba, ni siquiera yo. Estábamos en su compañía, pero le dejamos solo. Él debía ser el centro, pero el vino ocupó su lugar, soltó nuestras lenguas y embotó nuestras mentes, y le dejamos de lado, fuera de nuestras conversaciones banales. Ahora que lo pienso…, Judas tampoco habló mucho, que digamos, aquella noche, estaba muy nervioso y se limitó a tragar todo lo que pillaba, como si tuviera que marcharse pronto y quisiera hacerlo con el estómago lleno; sin mirar a nadie y, menos aún, al Maestro, incluso cuando Éste le dio un bocado mojado en salsa, que él comió de su mano y, sin mediar palabra, salió precipitadamente.

Jesús había dicho que uno de nosotros le iba a entregar y, mientras todos se deshacían en suspiros, hipeos y lamentaciones, exageradas por la elocuencia del vino, Pedro no paraba de hacer aspavientos para llamar mi atención, increpándome para que le preguntara a Jesús quién era el que lo iba a entregar (cf. Jn.13,21-24). Le dije que dejara en paz al Maestro y a mí también, que tuviera un poco de tacto y consideración, pero él, terco que terco, más y más insistía, hasta que Jesús se dio cuenta y, saliendo de sus cavilaciones, me preguntó qué pasaba; yo, rojo de vergüenza, me acerqué más a Él y le pregunté con apuro: “Maestro, ¿quién es el que te va a entregar?” (Jn.13,25).

Última Cena (Valentin de Boulogne) –detalle-.

Pero, entre el guirigay reinante y que, por discreción, Él me hablaba muy bajito, no me quedó más remedio que recostar mi cabeza sobre su pecho, para poder escuchar su respuesta. Y entonces, ¡bendito atrevimiento!, escuché latir su corazón y se me detuvo el tiempo, olvidé la vergüenza y el apuro, los aspavientos de Pedro y hasta la pregunta que acababa de hacerle. ¡Todo se me olvidó! Ya sólo quería estar así, con la cabeza apoyada en su pecho, y no apartarla de allí jamás.

Pude a sentir todo el amor y pesar que sentía por aquel hijo, amigo y hermano que lo iba a entregar, pues no regresaría a Él para ser perdonado y se convertiría en hijo de perdición, aquel que fue llamado y elegido para ser y contagiar una bendición… Madre, no sé cómo explicarlo, pero pude sentir cómo lloraba por él su corazón y comencé a sentir en el mío la misma tristeza y angustia que Él, por aquel hermano que se perdía y me vi orando por él, con lágrimas en los ojos. A continuación, sentí todo el amor que Él me tenía; era como un océano ardiente de bálsamo y ternura, que curaba todos los quebrantos y heridas de mi corazón, como una fuente en crecida, que, amenazando desbordarse, me envolvía en una indescriptible sensación de gozo y paz, y, por primera vez en mi vida, me sentí incondicional y profundamente amado, desde siempre y para siempre, y comencé a llorar de gozo y gratitud, humedeciendo la túnica del Maestro.

Entonces sentí una voz dulce, conocida y amada, resonando cálidamente en mi interior, como el murmullo de la brisa al agitar las hojas del bosque, dibujando ondas en el remanso del corazón: “Deja, ahora, eso, discípulo mío, mi bien amado, una sola cosa es importante, sólo una es necesaria: adéntrate en la espesura de mi Corazón y piérdete en Él, dejándote ganar, en Él, para siempre. Encuentra en Él tu acomodo, pues está hecho para ti, que fuiste creado por Él y para Él; pensado con Amor en la eternidad de Dios, antes de la creación del mundo; amado desde siempre y para siempre, en el conocer de Dios, que todo lo penetra y hace fértil, y se encarnó, para ti, en un cuerpo semejante al tuyo, para abrazarte a ti, a quien amaba, en el “ahora” de tu tiempo y en el “para siempre” de la eternidad, para que tú Le conocieras a Él y te dejaras amar por Él, siendo feliz en su regazo, tal como lo eres ahora, y llegaras a amarle, también, a Él y jamás de Él te apartaras”.

Entonces comprendí que yo era sólo el primero de muchos y el heraldo de todos, pues la intensidad de aquel Amor que yo experimentaba no pararía de crecer, hasta desbordar su corazón y derramarse misericordiosamente sobre la humanidad entera, alcanzando los confines de la tierra, en espacio, tiempo y eternidad… Y aquella voz cálida volvió a susurrar en mi interior: “Este es mi regalo para todas las almas, a quienes amo y por quienes me encarné, para que el Amor inmaterial del Verbo, se hiciera concreto y cálido, en el abrazo cordial, de carne y hueso, del Dios y Hombre verdadero; por eso es tan importante que vengáis a Mí, sintáis mi abrazo y mi Amor, que os sanan, y os quedéis, para siempre, Conmigo, en el tiempo y en la eternidad. Mi querido Juan, Tu vocación es mi Amor, llénate de mi Amor, contágiate de mi Amor, para vivir, después, contagiando ese Amor a los demás, al poner en práctica el mandamiento de mi Amor (Jn.15,12), pues nadie da lo que no tiene. Yo en ti y tú en Mí (cf. Jn.14,20), para que no seas tú el que vive, sino Yo el que viva en ti (cf. Gál.2,20), como Yo vivo por mi Padre, que habita en Mí (cf. Jn.14,20); y quien me acoge y ama, a Él acoge y ama, especialmente, cuando por amor mío y de Mi Padre, acoge y ama a estos mis hermanos más pequeños (cf. Mt.25,45). ¡Bienaventurado él!”.

No sé, Madre querida, cuánto tiempo estuve así, reclinado sobre el pecho de mi Señor; deseando que aquello nunca terminara, como aquella vez en el monte Tabor (cf. Mt.17,4), pero sin tiendas, me bastaba con estar así… ¡No, no es verdad, Madre querida, no me bastaba! Deseaba intensamente que aquel corazón se hiciera mi tienda, mi hogar, y morar allí para siempre, y que fuera, también, mi Paraíso, mi Cielo, por la eternidad, pero ¿cómo entrar en él?, ¿por dónde entrar allí? Entonces le oí decir: “Muy pronto mi Corazón se abrirá, esparciendo los tesoros de Amor y de Misericordia que encierra. Tú serás el primero en reconocer aquel momento, pues serás mi apóstol desde la eternidad para ese fin, discípulo mío, mi bien amado. Ahora guarda silencio y descansa en el Amor de tu Señor, pues todo será a su debido tiempo, en la voluntad del Padre”.

En aquel momento, Jesús se incorporó para tomar un pellizco de pan, mojarlo en salsa y dárselo a alguien (cf. Jn.13,26). Aquello me sacó de mi arrobamiento, me incorporé y, sorprendido, pude ver cómo Judas, sin mirar siquiera a Jesús, de un mordisco, le arrebataba el pan de los dedos, se incorporaba y, masticando ostensiblemente el bocado, como si le quemara en la boca, comenzó a arreglarse la ropa. Entonces, recordé la pregunta de Pedro y supe que era Judas por quien Jesús lloraba. Después, sin mediar palabra, salió apresuradamente de la sala y le escuchamos bajar las escaleras atropelladamente, hasta el portazo final en la calle, que trajo, de nuevo, el silencio a la sala alta, mientras aún flotaban en el aire las palabras del Maestro: “Lo que has de hacer, hazlo pronto” (Jn.13,27).

¡Es curioso, Madre!, por primera vez en tres años, pude ver a Judas como un hermano, a pesar de todos los pesares, y sentir un dolor intenso por la pérdida de su alma. Aquello me dejó desconcertado y me quedé preguntándome qué es lo que, realmente, le quiso decir Jesús a Judas cuando le dijo: “Hazlo pronto” (Jn.13,26): ¿Arrepentirse y regresar con su Maestro o entregarle, perdiéndose para siempre?

Aquel día, decidí referirme a mí mismo con el seudónimo: “el discípulo al que Jesús amó”, en recuerdo del Amor incondicional que sentí aquella noche, pero comencé a intuir que yo era, tan sólo, un testigo de excepción y que debía guardar silencio sobre todo lo concerniente al corazón de Jesús –como aquella vez, al bajar del Tabor (cf. Mt.17,9)-, hasta que Él quisiera desvelarlo,… ¡pero yo, Madre, me estaba muriendo de ganas por contarlo!… No era justo, Madre, ¡para una vez que me pasaba algo bueno!… Podía hablar de lo referente a Judas, algo de sobra conocido por todos, pero no de lo verdaderamente importante; entonces, ¿de qué sirve vivir cosas extraordinarias si, después, no puedes hablar de ellas?… ¿De qué Te ríes, Madre?… ¡Sí, Madre, Te estabas riendo!…  Bien, dejémoslo aquí y vayamos a comer; siento que he de hacer un alto en mi relato, para que lo meditemos en nuestro corazón y… ¡Madre, por Dios, que estás muerta de risa!

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Perdona que dé un salto en el relato, Madre, pero es necesario para lo que te he de contar ahora. Los acontecimientos se dispararon rápidamente y me vi contigo, Madre querida, a los pies de la cruz de tu Hijo, escuchando su última voluntad sobre nosotros dos y acogiéndote en mi casa (cf. Jn.19,27), como una consagración personal a Ti; me convertí, a la vez, en hijo tuyo y hermano suyo, con una identidad mucho mayor que el vínculo de sangre que me unía a mi familia. Entonces, resonó en mi cabeza aquel grito desgarrador, con el que Él expiró (cf. Mc.15,13), consternándonos a todos, y me estremecí de horror e impotencia, al perder a mi recién conseguido hermano mayor y Maestro. Por último, surgió aquel final inesperado, que a Ti te destruyó, Madre, pero que a mí me hizo tomar conciencia de todo, dando respuesta a todas mis preguntas.

Cuando aquel soldado se acercó a Jesús y, viéndolo ya muerto, como un vil ensañamiento hacia su pobre cadáver, le asestó aquella lanzada, aparentemente inútil, pues ya estaba muerto, me invadió el recuerdo de lo vivido en el cenáculo, mientras estaba recostado sobre el pecho de Jesús y, súbitamente, sentí que ambos acontecimientos eran importantes y guardaban una estrecha relación entre sí –San Juan es, de hecho, el único evangelista que los menciona-. Súbitamente, me vi envuelto en un cúmulo de recuerdos y sentimientos encontrados, que afluyeron hacia mí en tropel, encajando todas las piezas.

En aquel momento, percibí, en la lejanía, los ecos de balidos, que retumbaban en los atrios del Templo, y caí en la cuenta de que los sacerdotes estaban degollando los corderos pascuales, y recordé las palabras del Bautista, mi antiguo maestro, al señalarnos a Jesús en el Jordán: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn.1,29). Y allí, delante de mí, estaba aquel Cordero, recién degollado, dando su vida y su amor por todos nosotros, inmolado junto con los demás corderos, pero, a diferencia de ellos, manso, humilde y silencioso, como decía Isaías, el profeta del Mesías, al hablar del siervo sufriente de Yahveh (cf. Is.53). Aquel grito desgarrador había sido, en realidad, su último balido. Recordé, también, las palabras del profeta Zacarías: “Mirarán al que traspasaron” (Zac.12,10 y Jn.19,37) y supe que aquella lanzada era, en realidad, un signo permitido por Dios.

Atravesando el pecho de Jesús, aquella lanzada fue, directamente, a clavarse en aquel corazón que había escuchado latir la noche anterior, abriéndolo y derramando su contenido, tal como sentí al apoyar sobre él mi cabeza, pero ahora tenía una puerta de entrada, tal como yo le había reclamado… Y, al ser alanceado, a diferencia de los dos ladrones (cf. Jn.19,33-34), no se hizo necesario romperle ni un solo hueso, tal como decían las Escrituras (cf. Jn.19,36) y pude entender por qué, según la tradición del Seder –u Orden de la Pascua-, no se les debía romper ni un solo hueso a los corderos pascuales; y por qué estos debían ser inmaculados y sin defecto alguno; y, también, por qué tenían que ser degollados, para ofrecer su sangre derramada en sacrificio expiatorio a Dios: “Esta es mi sangre, de la nueva Alianza, que será derramada por vosotros y por muchos, para el perdón de los pecados(Mt.26,28), pues todos ellos eran atributos de Jesús, el Mesías de Dios.

Madre querida, el corazón generoso de tu Hijo Jesús se vació por completo y entregó toda su sangre y ¡toda su agua! ¡Dios me es testigo y sabe que digo la verdad! (cf.Jn.19,34-35). ¡Sí, Madre, lo vi con mis propios ojos, y comprendí!… ¡Pues, que el corazón de Jesús es el núcleo del gran secreto, la clave de todo!… Que quisiera dejar constancia de ello en mi evangelio, para que, los que vengan detrás, también puedan gozarse, como nosotros, al creer y tener vida… Pues, de la Llaga de su Costado, de su Sagrado Corazón traspasado, de su Amor incondicional y misericordioso, de la Fuente de todas las gracias, de la Presencia real de su Sagrado Corazón en la Eucaristía, para estar con nosotros y ser nuestro alimento hasta el final de los tiempos, de… ¡No, Madre, por favor, no te vayas!… Por favor, Madre, no volverá a pasar, te lo prometo… Seré dócil y guardaré el secreto, pero deja que termine mi relato, por favor… Te lo suplico… Gracias, Madre.

Tras la lanzada, me vino nítida la imagen de Moisés en el Horeb, golpeando la roca con su bastón, para que brotara agua de su interior y calmara la sed de su pueblo; y entendí por qué Dios le castigó por su falta de fe, pues aquella roca de Horeb representaba el corazón de Jesús, golpeado una sola vez -y no dos-, por la lanza del soldado; su falta de fe, Madre querida, enmascaró la semejanza y oscureció el signo. Me asaltó, entonces, la imagen del templo del profeta Ezequiel, del que manaba agua por su lado derecho (cf. Ez.47,1) y recordé las palabras de Jesús, cuando entró en Jerusalén: “Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré” (Jn.2,19). Se refería a sí mismo, Madre, Él mismo era el templo, y el agua que manaba del lado derecho del templo, era esa misma agua que yo vi manar de su costado derecho tras la lanzada, que, haciéndose un torrente imparable, recorrería la historia y la geografía humanas, saneándolo todo.

La roca de la que brotó agua en el desierto, al toque de Moisés –tiene forma de corazón traspasado-.

Entonces vinieron a mí, las palabras de Jesús en Siloé y en Siquem: “De su seno brotarán torrentes de agua Viva” (cf. Jn.7,38), “que salta hasta la vida eterna” (Jn.4,14); he ahí, Madre mía, el secreto de la salvación. Por eso, su mandato final, antes de ascender a los cielos, fue: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos (Mt.28,19). ¡Madre mía, ese agua bautismal es el torrente imparable que recorrerá la historia y la geografía humanas, saneándolas!, y nosotros mismos, enviados a bautizar en su nombre, somos parte de ese torrente, nacido de su costado abierto, por la lanzada de aquel soldado, que reconoció su divinidad (Mc.14,39). Madre mía, estaba tan abrumado por todo aquello, que no sabía si llorar al pobre Jesús o reír de felicidad por el regalo que Él nos había hecho, y acabé llorando y riendo a la vez. ¿Recuerdas, Madre, que me preguntaste qué me pasaba? ¡Todo esto me pasaba! ¡Ja, ja, ja! ¡Qué bien que he podido contártelo! Ahora, ya lo sabes todo, Madre querida; gracias por haberme escuchado.  ¡Era un secreto demasiado grande para guardarlo yo solo!

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No te vayas todavía, Madre querida, aún me queda una última cosa por contarte. Escúchame, te lo ruego; ya harás, después, la cena y yo te ayudaré con ella. Como bien sabes, Jesús, se nos apareció dos veces en el cenáculo. Yo me moría de ganas de volver a reclinar mi cabeza en su costado y escuchar latir aquel Corazón amado, que vi romper con mis propios ojos en la cruz, pero no vi el momento de hacerlo, pues Jesús se nos daba a todos por igual… ¿Qué adónde quiero llegar con eso? Pues verás, Madre querida, la segunda vez que Jesús se nos apareció, Tomás, que no había estado la primera vez, no paraba de porfiar que él no creería si no metía el dedo en las heridas de sus pies y manos y no metía la mano en la herida de su costado. Entonces, se nos apareció Jesús y poniéndole en medio, le fue mostrando, con infinita ternura y cariño, sin parar de sonreír, como satisfecho por ellas, las Heridas de su Pasión, pero lo hizo todo de una manera tan bonita, Madre querida: lentamente, valorando cada una de ellas como un galardón o un tesoro, como un bello recuerdo o una prenda de Amor, como si estuviera meditando y orando con él cada una de aquellas heridas.

Jesús le había cogido a Tomás del dedo índice y se lo introducía, según un orden por Él establecido, en cada una de sus heridas, que, en la penumbra del cenáculo brillaban con un intenso y luminoso color de rubí. Primero sus pies, mientras le decía: “Contempla, ahora, la Herida de mi Pie izquierdo, que fue abierta por ti, y mete aquí tu dedo y no seas incrédulo, sino creyente en mi Amor por ti y en tu Salvación”,Aunque se lo estaba diciendo a él, yo sentía que nos lo estaba diciendo a todos; así que miré por el rabillo del ojo y me di cuenta de que estábamos todos de rodillas, haciéndonos eco de la unción de aquel momento, sintiéndonos impulsados, por una fuerza interior, a rezar en voz alta, con cada una de sus heridas, la oración del Padrenuestro, que Él nos había enseñadoContempla, ahora, la Herida de mi Pie derecho, que fue abierta por ti y mete aquí tu dedo, y no seas incrédulo, sino creyente en mi Amor por ti y en tu Salvación” ¿Lloras, Madre querida?, ¿te estoy entristeciendo con mi relato?… ¡Ah!, que es de gozo y emoción, al escuchar esta oración compuesta por tu Hijo…. Entonces, ¿la vas a aprender y a unir al Camino de la Cruz, que has creado? ¿Sí?… ¡Cuánto me alegro de no hacerte sufrir con mi relato, Madre querida!… Sí, sí, ya sigo. Entonces, Jesús continuó, mostrándole sus muñecas: “Contempla, ahora, la Herida de mi Mano izquierda, que fue abierta por ti, y mete aquí tu dedo y no seas incrédulo, sino creyente en mi Amor por ti y en tu Salvación”…

Veo que estás rezando el Padrenuestro, Madre querida; te daré tiempo, rezándolo yo, también, Contigo… “Contempla, ahora, la Herida de mi Mano derecha, que fue abierta por ti, y mete aquí tu dedo y no seas incrédulo, sino creyente en mi Amor por ti y en tu Salvación”… Entonces, Madre mía, Jesús le cogió la mano a Tomás y le dijo: “Contempla, ahora, la Herida de mi Costado, que fue abierta por ti, y mete aquí tu mano; toca mi Corazón traspasado, Sede del Amor misericordioso, Origen de la Salvación y Fuente de todas las Gracias, que fue abierto por ti y para ti, y no seas incrédulo, sino creyente en mi Amor por ti y en tu Salvación”… Perdóname, Madre querida, en aquel momento se me rompió la unción y sentí unos celos horrorosos, aquel era mi Corazón, aquella era mi herida; yo había estado allí recostado y él no; yo le había acompañado a Jesús hasta el final, mientras que Tomás había huido y ahora se limitaba a dudar y a porfiar, y sin embargo, Jesús,… ¿A dónde vas, Madre? ¿A hacer la cena?, pero, Madre, no he terminado. ¡Necesito tu consejo en esto más que en ninguna otra cosa!… ¿Qué lo hable con Jesús? ¿Qué me dejas a solas con Él?, pero Madre,… ¡Madre!… Entonces, recortándose contra las estrellas del acantilado, apareció Jesús.

Ven Apóstol mío, mi bien Amado, hermano mío. No quieras ser el hermano mayor, que siente envidia del hijo pródigo, que regresa a casa, marcado por la duda que le hizo huir, y al que había que recibir, con Regalos de Amor, con Lazos de Misericordia, para que volviera a la Vida, después de haber estado perdido en su cuerpo, herido en su corazón y muerto en su alma. Ya te dije que eras el primero de muchos y el heraldo de todos, a quienes amo con toda la intensidad del Amor de Dios, que os creó y os redimió, a todos y a cada uno por igual, con preferencia de hijo único por cada uno de vosotros, únicos e irrepetibles para Mí, en virtud del Amor único e incondicional que siento por todos y cada uno de vosotros, pues soy vuestro Dios; un Amor que no puede consentir la pérdida de ninguno de vosotros, pues todos sois igualmente preciosos y queridos para Mí, hasta el pobre Judas, que desgarró mi Corazón con aquel beso y, sobre todo, con su decisión de no volver a Mí, para ser sanado y perdonado, como lo hizo Pedro, como lo ha hecho Tomás.

Ven, acércate al gozo de tu Señor y repósate, una vez más, sobre este Corazón que tanto ha amado a los hombres y que ha sido rasgado por amor de ti y de muchos. Obsérvalo latir en mi pecho a través de la cortina rasgada de mi costado, como el velo rasgado del templo, que hizo visible el Santo de los Santos. Apóyate, una vez más, en Él y aspira la fragancia de su Resurrección y el frescor de su Vida Nueva; introdúcete en Él y recupera tu ser y tu memoria; descubre en Él tu hogar, en tiempo y eternidad; llénate del Fuego de su Amor, para poder transmitir, después, ese Fuego, cuando tú mismo seas Fuego de Amor de mi Sagrado Corazón. ¡No quieras salir nunca de aquí! Yo en ti y tú en Mí (cf. Jn.14,20). Tu corazón me pertenece y mi Corazón te pertenece a ti, como el primero de muchos; intercambiemos nuestros corazones y engarcemos, para siempre, el tuyo en el Mío, de modo que ya no vivas tú, sino sólo Yo en ti (cf. Gál.2,20), y seas uno Conmigo: El Padre, el Hijo y el Santo Espíritu, e irradies el Amor de la divina Trinidad en todo los que digas y hagas. Gracias por seguirme fiel y ser mi “Discípulo Amado”; tú serás mi escriba y el profeta de los secretos de mi Sagrado Corazón para siempre; instruye a mi Iglesia en el Amor Misericordioso de mi Sagrado Corazón Eucarístico, que me permitirá estar con vosotros y alimentaros, todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt.8,20), cuando llegue el momento destinado por el Padre para que lo hagas.

Reposa ahora, una vez más, por última vez en esta Tierra, en este Corazón que tanto ama a los hombres y que te ama a ti, como Primicia de Amor y Primogénito de muchos, que serán mis Amigos íntimos, como tú, y Amantes de mi Sagrado Corazón a través de la Historia de mi Iglesia; que me amarán por los que no me aman y se dejarán amar por Mí, para dar gratis ese Amor que de Mí reciben, convertidos en auténticas antorchas de Amor y de Luz, que calentarán el mundo en el Fuego de mi Amor y alumbrarán a los de casa en la Luz que Yo-Soy, para conducirlos, por la acción de mi Santo Espíritu, a la única Verdad plena (cf. Jn.16,13), que es Dios, Quien les hará libres (cf. Jn.8,32), pues “Yo soy el Alfa y la Omega” (Ap.1,8), “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn.14,6), y os quiero a todos Conmigo, “pues nadie va al Padre si no es por Mí” (Jn.14,6). Y, ahora, hermano mío muy querido y discípulo mío muy amado, vete a preparar la cena con mi Madre y bendícela, dándole un beso de mi parte, pues lo está esperando, y le das las gracias, pues me dijo que te “faltaba el vino” y que hiciera algo al respecto, como aquella vez en las Bodas de Caná (cf. Jn.2,1-11), ¿te acuerdas? Allí comenzaste a creer en Mí (cf. Jn.2,11),… no seas, ahora, incrédulo, sino creyente en mi Amor por ti y en tu Salvación”… Y con estas palabras, las mismas que le había dicho a Tomás, mi Señor desapareció en la estrellada noche de la bahía de Éfeso, dejándome reconfortado.

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EPÍLOGO

Santa Gertrudis la Grande. Monasterio de Helfta. Fiesta de San Juan Evangelista. Siglo XIII. El comienzo de todo.

Hoy ha venido a verme Jesús, nuestro Señor, acompañado de San Juan, el evangelista; sorprendida le he preguntado: “Mi amable Señor, ¿cómo puede ser que presentas a Tu discípulo más amado a una criatura indigna?“. Y Jesús, nuestro Señor, me replicó: “Deseo establecer entre él y tú una amistad íntima, él será el Apóstol, para instruirte y corregirte“. Entonces, San Juan me invitó a que pusiéramos nuestras cabezas en el pecho de Jesús, diciéndome: “Ven, Esposa de mi Maestro, pongamos nuestras cabezas en el más tierno seno del Señor, en el que están encerrados todos los tesoros del Cielo y de la Tierra“.

Y al poner allí mi cabeza, pude escuchar con claridad los latidos de su Sagrado Corazón y le pregunté a San Juan: “Bien amado del Señor, ¿estos armoniosos golpes, que alegran mi alma, también alegraban la tuya cuando reposabas durante la Última Cena en el seno de nuestro Salvador?” y si es así, “¿Cómo es que en tu evangelio has hablado tan poco de los secretos amorosos del Corazón de Jesucristo?“. San Juan le contestó: “Mi ministerio se limitaba a hablar del Verbo de Dios y del Hijo eterno del Padre, expresiones de profundo significado, sobre las cuales, la inteligencia humana podía meditar para siempre, sin agotar su riqueza. Pero a estos últimos tiempos se le ha reservado la gracia de escuchar la voz elocuente del Corazón de Jesús. Con esta voz, el mundo renovará su juventud, se despertará de su letargo y se inflamará nuevamente en la calidez del divino Amor“.

Sor Gertrudis de Helfta

Post scriptum: A partir de este día he comenzado a tener experiencias cada vez más extraordinarias. Hoy, mi Señor Jesús y yo, hemos intercambiado nuestros corazones, para gloria de Dios y bien de mi alma.

A mis Sagrados Corazones de Jesús y de María.

P. Juan José Cepedano Flórez CMM.

+Salamanca, 9 de Abril de 2020, Jueves Santo, en la cuarentena por Coronavirus.

© Las imágenes han sido tomadas de Internet.

 

 


07
Abr 20

Beato Engelmar, Abogado en la pandemia, tanto de los infectados como de los que les asisten:

Tifus en Dachau:

A finales de diciembre del año 1944 la situación en el Campo de Concentración de Dachau empezó a ser cada vez más insostenible. Con rapidez vertiginosa una epidemia de Tifus se extendió por todo el Campo. A diario la muerte se cobraba su ración de víctimas.

Los prisioneros contagiados por el tifus eran tantos que no podían ser internados en las dependencias de la enfermería del Campo. Con rapidez las autoridades del Campo destinaron algunos barracones como enfermería, aislándolos del resto de los barracones del Campo.

Expuestos a la enfermedad sin protección alguna, los enfermos morían como mueren las moscas. Según una estadística del Campo el término medio de las defunciones diarias alcanzaba el centenar.

La situación en que se encontraban los enfermos confinados en estos barracones era ciertamente lamentable: yacían sobre tablas encima de sus propios excrementos, cubiertos de piojos –agentes transmisores de la enfermedad– y de pulgas. Se pasaban los días y las noches suspirando entre delirios y revolcándose por los ataques de locura y desesperación.

 Se necesitan voluntarios:

Debido a lo peligroso de la enfermedad nadie se prestaba a cuidar de los contagiados de los barracones en cuarentena. La administración del Campo empezó a pedir voluntarios para cuidar de los enfermos y puso sus ojos en los sacerdotes católicos. El sacerdote Sales Hess, testigo de primera mano de aquella situación, nos cuenta: “Encontrándose metida de lleno en una situación tan apurada, la dirección del Campo se acordó de los curas católicos […] Reconocieron entonces nuestro espíritu de sacrificio, pues hasta entonces los curas y los religiosos éramos considerados a los ojos de las SS como parásitos. La decisión de hacerse voluntario no era fácil; se requería un heroísmo de lo más alto. El sacerdote que se ofreciera voluntario para ir a cuidar de los infectados sabía que no podría volver a vivir en su propio barracón; que ya no podría volver a celebrar ni oír misa; y que el trabajo que allí le esperaba era extremadamente duro.

 A todo ello había que añadir el constante peligro de quedar contagiado y la escasez de medicinas. Cada uno que se ofreciera voluntario podía contar, con un noventa por ciento de seguridad, son su propia muerte […] Sea cual fuera la intención de la administración del Campo a la hora de buscar voluntarios, el caso es que varios sacerdotes respondieron a la petición […] Del barracón 26 se ofrecieron 10 sacerdotes y otros 10 del barracón 28; todos ellos verdaderos héroes en el sentido más estricto de la palabra. Con la llegada de estos 20 sacerdotes a los barracones de la muerte comenzó una ingente actividad pastoral: quien lo solicitaba podía confesarse, comulgar, recibir los santos óleos e iniciar así el camino del último tramo de su vida con ánimo tranquilo y consolado.” Hasta aquí las palabras del P. Sales Hess.

El sacerdote Otto Pies recuerda que los 20 sacerdotes que se ofrecieron voluntarios lo hicieron “con plena conciencia del peligro que corrían y dispuestos a ofrecer sus vidas.” De los 20 sacerdotes voluntarios, 10 eran alemanes –entre ellos el P. Engelmar- y 10 eran polacos. Como buenos samaritanos, estos sacerdotes voluntarios decidieron ofrecer sus vidas al servicio de los más pobres de los pobres. Como verdaderos mensajeros del cielo fueron recibidos estos sacerdotes en aquellos barracones, infectados de miseria. El P. Engelmar, al ofrecerse voluntario para este servicio de genuina caridad cristiana, realizó la decisión más importante de su vida: se encaminó voluntariamente hacia la muerte por amor a aquellos hermanos suyos. Aquellos bloques infectados de tifus en Dachau se convirtieron en la última parroquia y misión del P. Engelmar.

El sacerdote Josef Witthaut, amigo personal del P. Engelmar y prisionero junto con él en Dachau, comenta así la decisión tomada por el P. Engelmar: “Cada mañana los cadáveres semicubiertos por la nieve evidenciaban la situación en que se encontraban los barracones de la epidemia. Como vecino de dormitorio que fui del P. Engelmar, estoy seguro que él era consciente de lo que hacía.”

Richard Scheider, otro de los sacerdotes que vivió durante cuatro años con el P. Engelmar en el Campo de Concentración de Dachau, escribió el 12 de diciembre de 1979 un informe, basado en los recuerdos que había conservado en sus apuntes. En dicho informe relata el comportamiento del P. Engelmar en aquel lugar de sufrimiento, enfatizando sus dones humanos y morales. Reproducimos la última parte de su testimonio, donde justifica las razones por las que el P. Engelmar puede ser considerado como un mártir de la fe y de la caridad hacia el prójimo: Su celo por las almas se hizo especialmente evidente cuando se declararon las fiebres tifoideas en el Campo. Los barracones abarrotados de gente y la higiene insuficiente fueron la causa de que se produjera la epidemia. Algunos barracones fueron aislados y destinados solamente para los enfermos. Tan alta fue la cifra de mortandad que, después del mes de Diciembre de 1944, los casi mil pacientes de uno de aquellos barracones murieron todos en el espacio de cuatro semanas. Al final ya nadie quería ir a trabajar en los barracones infectados.

 Movidos por tanta miseria, se acercaron a los sacerdotes pidiendo voluntarios, que hasta el momento no habían sido requeridos para este trabajo. Preguntando quién se ofrecería voluntariamente para cuidar de los contagiados por la enfermedad, fueron tantos los sacerdotes que se ofrecieron voluntarios, ya del clero secular así como de entre los religiosos, que el número vino a ser mayor del que era necesario. El P. Engelmar fue uno de ellos. Con grandes muestras de alegría los enfermos les dieron la bienvenida. Tanto católicos como ortodoxos no tenían sino una sola petición: poder recibir los últimos sacramentos. Ahora ya nadie podía frenar al P. Engelmar. Como luego la gente me contó, el P. Engelmar no paraba un momento de atender a los moribundos.

 Utilizando el camino que iba desde la ‘plantación’ al Campo, los sacerdotes que estábamos fuera no dábamos a vasto a la hora de conseguir el suficiente óleo para la unción de los enfermos. Lo mismo nos pasaba con las hostias consagradas, que metíamos en la zona en cuarentena a través de las alambradas de espinos, cuidándonos mucho –como es lógico- de no ser vistos por nadie. Algunas veces se pudo celebrar la Misa, de la manera clandestina, como lo hacían los cristianos cuando eran perseguidos. A través del viñedo, todos en el Campo de Concentración vinieron a saber del celo apostólico y de la compasión del P. Engelmar y del jesuita, P. Lenz, hacia sus semejantes. Ambos se sacrificaron totalmente por los enfermos. Como muchos otros, también ambos quedaron contagiados de la enfermedad y casi al mismo tiempo.

 El P. Lenz salió adelante, gracias a los esfuerzos que se hicieron por salvar su vida. El P. Lenz era muy conocido en todo el Campo y altamente estimado por su celo y compasión, lo que en una ocasión le acarreó el que fuera encerrado durante cuatro semanas en una celda, tan pequeña que solamente se podía estar de pie. Tan pronto como se supo en el Campo que también el P. Lenz había contraído el tifus, la gente empezó a comentar: ‘No puede morirse’. Se extrajo sangre de aquellos prisioneros, que se habían recuperado del tifus, gracias al tratamiento recibido. Con ella se le hicieron transfusiones al P. Lenz, que recibió tanta sangre con anticuerpos, que se recuperó y no llegó a morir.

 Unzeitig, en cambio, no había desarrollado suficientes anticuerpos como para superar la infección. Así él dio rienda suelta a su ardiente fe y amor hacia sus semejantes, sacrificándose por entero hasta morir. Se podría decir, sin muestra alguna de adulación, que el P. Engelmar Hubert Unzeitig fue un mártir: un mártir de la fe, porque por causa de la fe fue confinado en el Campo de Concentración de Dachau y allí alcanzó la muerte, movido por su celo hacia las almas; y un mártir del amor fraterno, porque puso en riesgo su vida al cuidar de aquellos prisioneros en el campo, que no eran considerados como personas, sino simplemente como números.”

Otro sacerdote, prisionero también en Dachau, el P. Johannes Maria Lenz SJ, mencionado en el testimonio anterior, nos ha dejado un importante testimonio de la actividad del P. Engelmar como voluntario entre los enfermos de tifus. Cuenta el P. Lenz: “Los cuidados y servicios realizados eran para el P. Engelmar expresión necesaria y fruto consecuente de su amor sacerdotal hacia el prójimo. De buena gana confesaba a sus pobres y de manera tranquila y bondadosa les repartía consuelo […] El P. Engelmar era un hombre dispuesto a cualquier sacrificio […] Una tarde me avisaron que alguien preguntaba por mí en una ventana de la segunda habitación. Era Engelmar quien llamaba y preguntaba por mí. Ahora no recuerdo bien lo que quería, pero recuerdo que en aquella ocasión Engelmar estaba lleno de alegría y de buen humor. La felicidad de poder realizar su trabajo sacerdotal se reflejaba en sus ojos y en su semblante.

 Algunos días después me mandó llamar de nuevo. Quería óleo de enfermos para sus pacientes moribundos, porque se le había terminado el suyo. Compartí con él del que yo tenía. Pero en esta ocasión su rostro me asustó: la fiebre le brillaba en los ojos y había manchas rojas en sus flacas mejillas. Se mantuvo de pie, un tanto encorvado. Se estrechó su fina chaqueta alrededor de sí, porque le sacudió un fuerte escalofrío. Era todavía invierno, alrededor del 20 de febrero de 1945. Le aconsejé que se cuidara, a lo que me contestó con una suave sonrisa. Creo que no se daba cuenta del estado tan grave en que se encontraba ni parecía darse cuenta que la muerte ya le había echado mano sin remedio. Él quería seguir ayudando todavía a muchos, porque muchos eran los que le esperaban. No pensaba para nada en sí mismo.”

Oficialmente el P. Engelmar junto con los otros 19 sacerdotes empezó a trabajar con los afectados del tifus el 11 de febrero de 1945. De los 20 que se ofrecieron voluntarios, sólo 2 salieron con vida: el dominico P. Leonhard Roth OP y el jesuita P. Johannes María Lenz SJ.

El amor multiplica las fuerzas:

A pesar de tener los días ya contados, el P. Engelmar pudo escribir todavía en las últimas semanas de su vida unas cuantas cartas. Lograr que las cartas salieran del Campo resultaba difícil sobremanera, ya que por aquel entonces los bombardeos de los Aliados eran más frecuentes y agresivos. En estas últimas cartas aparece el mismo P. Engelmar de siempre: hombre espiritual y creyente, amigo bueno y amable, sacerdote celoso y misionero valiente.

La primera carta del año 1945, fechada el 14 de enero, iba dirigida en su primera parte al P. Otto Heberling CMM, su superior en Austria. En ella podemos leer:

 “Ninguno de los ataques aéreos nos ha golpeado. Con la confianza puesta en Dios empezamos el nuevo año, esperando una vez más ser capaces de trabajar por su gloria y por la salvación de las almas.”

 En la segunda parte de la carta, arriba mencionada, dirigida a su familia, podemos leer:

“Desde Navidad estamos soportando un invierno bastante severo con algo de nieve. Y, sin embargo, qué feliz se siente uno cuando, a pesar de todo, los aviones enemigos no le han destruido el techo sobre su cabeza, como últimamente ha ocurrido con frecuencia en Múnich. ¡Ojala la gente diera con el camino que conduce a la paz, al menos internamente, dado que externamente tienen que soportar la situación sin esa felicidad! Con gusto ofreceremos todo y rogaremos a Dios por esta intención a lo largo de este nuevo año. No debemos nunca olvidar que todo lo que Dios nos envía o permite es para nuestro bien. Depende únicamente de nosotros hacer uso de todo ello para la gloria de Dios y para hacer felices a otros. Obrando así, obtendremos de todo ello el mayor de los frutos y la vida se volverá más llevadera.”

En la carta que escribió a su hermana el 28 de enero de 1945 le agradece  los paquetes de Navidad recibidos. Hacia el final de la carta escribe:

“Me encuentro todavía bien, gracias a Dios. También aquí el invierno está siendo bastante severo, con nieve y, algunas veces, con frío intenso, alternando con tiempo más suave. Pero, como te decía, tengo suficiente ropa de invierno, por lo que no me voy a congelar. Por lo demás, continuemos aceptando de las manos de Dios todo lo que Él nos mande en el futuro y ofrezcámosle todo, suplicándole que envíe pronto a la humanidad, tan afligida, la paz que tan ardientemente desea.”

 La última carta que escribió, tal y como se conserva, no lleva fecha ni destinatario. Con toda probabilidad iba dirigida a su hermana Adelhilde Regina, misionera de Mariannhill. Es de suponer que, cuando escribió estas líneas, ya estaba contagiado de tifus, pero nada dice de ello en su carta. Esta carta puede ser considerada como su testamento.

  “También yo me sentí muy feliz al tener, después de tanto tiempo, una señal de vida de tu parte. Quizá todo se deba a que los medios de transporte andan en estos días muy alterados. Sin embargo, esta situación no tiene por qué hacernos perder la calma, ya que nos sentimos bien protegidos en las manos de Dios, como dice San Pablo: ‘En la vida y en la muerte somos del Señor’. ¿Qué serían de todas nuestras actividades, planes y habilidades, si la gracia de Dios no nos condujera y guiara? La gracia del Todopoderoso nos ayuda a vencer las dificultades. En efecto, como dice Santa Felicidad, ‘el Salvador mismo es quien sufre en nosotros y lucha del lado de nuestra buena voluntad por el triunfo de su gracia’. Así, de esta manera, podemos aumentar su gloria, si no ponemos ningún impedimento en el camino de su gracia y nos rendimos totalmente a su voluntad.

 El amor multiplica las fuerzas, inventa cosas, da libertad interior y alegría. El corazón del hombre no puede imaginar ‘lo que Dios ha preparado para los que le aman’. También es cierto y no hay duda de ello que, como si de una fuerte helada se tratara, los hombres tienen que soportar ahora la dureza de la realidad, llena de agitación, prisas, deseos impetuosos, exigencias, divisiones y odios. Pero los rayos cálidos del sol, que es el amor de Dios Padre, son más fuertes y, al final, triunfarán. El bien es inmortal y la victoria debe ser de Dios, aunque a veces parezca tarea inútil extender el amor de Dios en el mundo. De cualquier forma, el corazón del hombre desea el amor y, al final, nada se resiste a la fuerza del amor, con tal de que esté basado en Dios y no en las criaturas. Sigamos haciendo lo posible y ofrezcamos sacrificios para que reinen de nuevo al amor y la paz […] Gracias a Dios, nos mantenemos bien y sanos […] Siempre me acuerdo de vosotros en la oración. Vuestro sinceramente, Hubert.”

 El 20 de febrero de 1945 el P. Engelmar dejó de ser enfermero para pasar a ser un enfermo más en los barracones en cuarentena. Los médicos le diagnosticaron tifus en estado avanzado. Durante aquellos días experimentó una leve mejoría, recayendo enseguida y muriendo el 2 de marzo de 1945. El día antes había cumplido 34 años. El certificado de defunción dice que el prisionero Hubert Engelmar Unzeitig murió el viernes 2 de marzo de 1945, a las 7,20 de la mañana. Fueron sus compañeros sacerdotes los que le atendieron en su enfermedad, le dieron el consuelo de recibir los últimos sacramentos y, ya fallecido, celebraron un Requiem por su eterno descanso.

P. Lino Herrero Prieto CMM

Misionero de Mariannhill

 

 


07
Abr 20

HISTORIA DE UNA ESPERANZA –La Pasión de María-

Todavía continúa aquella luz mortecina que todo lo envuelve, pero la explanada del Calvario está vacía, todo el mundo ha ido a refugiarse en sus casas, incluida la guarnición romana; sólo unas poca figuras permanecen en escena, los tres crucificados y algunos discípulos de Jesús, incluida su Madre. Ya no se oyen voces vejatorias ni risotadas obscenas, tan sólo el ulular del viento entre las cruces y algunos sollozos entrecortados de las mujeres. En verdad que la Pasión de Jesús ha sido terriblemente dolorosa…; también para los suyos, especialmente cuando fue vista por los ojos de una Madre. Para Jesús ya todo pasó, pues, una vez muerto, ya no sufre más; sin embargo, no podemos decir lo mismo de los que quedan en pie, con sentimiento de orfandad, especialmente de aquel guiñapo de mujer que se retuerce, ahora, de dolor y de impotencia a los pies de la cruz, pues ya no le quedan más lágrimas, aquella cruz le ha quitado todo lo que más quería en el mundo, su Hijo único. Ahora, sólo espera que le devuelvan lo que de Él quedó.

María ha estado preparándose, durante toda su vida, para aquel momento, el de la “Hora de su hijo”, el momento de la Redención, pues sabía que habría de llegar, y se lo ha estado ofreciendo continuamente al Padre por la salvación de los hombres, pero nunca imaginó aquella crueldad extrema con su pobre Hijo. Por muy preparado que se esté, nunca se está lo suficientemente preparado cuando llega el momento, máxime cuando aquel momento desborda toda previsión. Y allí está, ahora, la esclava del Señor, en Ella se ha cumplido plenamente la Palabra que le anunciara el ángel Gabriel, pero a diferencia de su Hijo muerto, que ya no sufre más, para Ella comienza verdaderamente, ahora, “la Pasión de María”, pues para Ella sigue existiendo el dolor, para Ella no se ha cumplido todavía la última Palabra, pues aún queda desenclavar a su Hijo y darle sepultura, y queda terminar la Pascua sin su presencia… ¡Qué largos esos tres días en que El le prometió regresar!…, pero esperará, como sólo el corazón de una Madre sabe esperar, y el Padre se lo devolverá… entonces se cumplirá su Palabra, pues la última palabra no la tendrá la muerte, como todo ahora parece hacerle creer, sino la vida.

Desde Jerusalén llega corriendo José de Arimatea, un discípulo clandestino de Jesús, al que ya no le importa ser reconocido, como tal, abiertamente, pues abandonó el Sanedrín, para no tomar parte en el inicuo juicio perpetrado contra Jesús, y ya no tiene nada que perder, libre de toda atadura humana, incluidas las de la fama y el qué dirán, pues más se deshonraron ellos, haciendo lo que hicieron. Trae consigo a dos obreros con una escalera larga, a los que ha pagado por descolgar los tres cuerpos y dar sepultura, en la fosa común, a los dos malhechores, pues, posiblemente, nadie más lo hiciera. Lleva en la mano el permiso del gobernador Poncio Pilato para descolgar y enterrar el cuerpo de Jesús, pero ya no hay ningún soldado romano allí para entregárselo. Ha comprado, también, un lienzo de lino para envolver su cuerpo y una mixtura de mirra para embalsamarlo, y le ofrece a María la posibilidad de enterrar a Jesús en su tumba, una tumba nueva, hecha para él y su familia, en un bonito jardín, no lejos de allí; para él sería un honor inmerecido y para Ella, una preocupación menos, ahora que está tan afligida… y María, llena de gratitud por toda aquella hospitalidad, acepta.

Comienza, ahora, la difícil tarea del desenclavo del Maestro y María está atenta al menor movimiento de los obreros, para que no se le haga aún más daño a su pobre Hijo. Y cada vez que se le escapa la tenaza a alguno de ellos y lacera con ella su cadáver, es un nuevo dolor añadido. Tampoco deja que se pierda ni una sola gota de la sangre que sigue fluyendo por las heridas del difunto con cada movimiento; José de Arimatea se encarga de esta misión. Finalmente, todo el cuerpo de Jesús queda liberado de la sujeción de los clavos y comienza a ser descendido suavemente, gracias a un gran trozo de lienzo que pasa por debajo de sus axilas. María no permite que su Hijo toque el suelo y lo recibe en su regazo… ¡Cuánto tiempo hacía… ¡desde que Jesús era tan sólo un Niño!, que no lo cogía en su regazo! ¡Tan lleno de vida entonces y tan lleno de muerte ahora…!

 

María va recorriendo con sus manos el cuerpo inerte de Cristo, limpiando y besando cada una de sus heridas, como cuando de pequeño le limpiaba y le besaba “las pupas” que se hacía jugando, pero, ahora, su Hijo no curará y sus heridas no cerrarán con los besos de su Madre… Ella bien lo sabe, pero sigue besándole, sin importarle nada más… El tiempo, para Ella, ha dejado de existir… Y mientras limpia y besa sus infinitas heridas, le canturrea una canción, quizá sea una nana, a su Hijo “dormido”, para que pueda descansar, ahora que su Mamá está allí y todo lo malo ha pasado… Su Hijo ha estado lejos de Ella por tres largos años y ahora no se irá; ahora es su turno y nadie le impedirá consolarlo… Ella le dará todo el cariño que los hombres no le han sabido dar; y sigue besando heridas, limpiando sangre, salivazos y otras inmundicias de su pobre y rota piel. Parece que haya enloquecido de dolor, pero no es verdad… Es tan sólo el amor extremo de una Madre ante su Hijo muerto.

De repente, su pequeña mano de mujer se cuela hasta la muñeca, sin querer, en la herida del costado; imposible describir con palabras la cara de sorpresa y desolación de María en aquel momento, ante aquel macabro descubrimiento, pues le ha parecido tocar el corazón roto de su Hijo a través de las costillas. Ahora sí que las lágrimas acuden nuevamente a sus ojos, mientras estrecha contra sí el cuerpo de su querido Hijo y lo mece, impotente, como cuando era Niño, gimiendo y llorando desconsoladamente. Parece que estuviera haciendo visibles, a cuantos la rodean, las palabras del Libro de las Lamentaciones: “Venid y ved si hay dolor semejante al mío” (cfr. Lam.1,12).

José de Arimatea comprende muy bien a María y le gustaría dejarla tranquila con su Hijo todo el tiempo que fuera posible, pero está muy inquieto, porque atardece y se aproxima la hora del descanso sabático, en que ya no se podrá hacer nada sin quebrantar la Ley del Sabbath. Su tumba no queda muy lejos, pero todavía hay que trasladar el cadáver, embalsamar el cuerpo, rodar la pesada piedra de la entrada y volver a casa, y ya van muy justos de tiempo. Así se lo hace saber a Juan, para que le ayude a arrebatarle a María el cuerpo de Jesús, ya que Esta no quiere ni separase de su Hijo ni que se lo entierren, pues dice que resucitará, que El lo ha dicho y que Ella cree en su Hijo, y lo sigue abrazando y meciendo entre sus brazos, entre sollozos y gemidos, sin importarle nada más, ni siquiera el Sabbath, pues “lo antiguo ha pasado y lo nuevo ha comenzado”…  ¡También Jesús lo había dicho!

María se siente sola, sola sin José y sola sin Jesús… Ya sólo le queda la “fe”, pues sigue creyendo en el Padre y, lejos de revelarse contra Él, todavía es capaz de decirle: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra” (Lc.1,38)…; y la “esperanza”, pues espera contra toda esperanza ver, otra vez, a su Hijo Jesús vivo, tal como El lo prometió: “Al tercer día resucitaré”…; y el “amor”, pues quiere amar, por amor a su Hijo, a todos aquellos que Jesús le encomendó y…, afortunadamente, también le queda el “perdón”, sin el cual es imposible el amor.

Perdón, no para Juan y Magdalena, pobrecillos, bien fieles han sido, sino para todos aquellos que tan insidiosamente le condenaron y tan cruelmente lo mataron, aunque Jesús dijera que no sabían lo que hacían… y, también, para todos aquellos, sus discípulos, los cobardes, los huidos, que por miedo le negaron y abandonaron cuando más les necesitaba y, muy especialmente, para el pobre e impulsivo Pedro, que, en su debilidad, le negó tres veces, aunque tuvo el valor de seguirle en la distancia hasta meterse en la boca del lobo, y que ahora estará deshecho en lágrimas en cualquier rincón… ¡Ay! Si Judas hubiera sido más humilde y hubiera llorado su traición en lugar de desesperarse… ¡Qué no hubiera perdonado una Madre!… y, a fin de cuentas, su traición fue el detonante de la Redención, pero su soberbia lo llevó a la desesperación y la desesperación al suicidio y el suicidio, sin perdón, a la eterna condenación, convirtiéndose para siempre, aquel al que Jesús tanto amó y al que tantas oportunidades dio, en el “hijo de perdición”.

María es sacada de sus reflexiones y apremiada una vez más a levantarse para poder enterrar a Jesús; no es que a Ella le guste hacerse de rogar, siempre tan diligente en todo y con todos y procurando no dar molestias a nadie, pero es superior a Ella, necesita imperiosamente recuperar esos tres largos años en que ha estado sin su Hijo, preocupada con las escasas y confusas noticias que de Él le llegaban e imaginando el resto en su corazón de Madre, y recuperar, también, esos tres largos días que aún habrá de estar sin Él hasta que resucite; además, algo en su instinto materno la empuja a retrasar, lo más posible, el momento de dejarlo solo, encerrado en una lúgubre y fría tumba… Y, mientras lo abraza, su cabecita sigue dando vueltas a todas las zozobras y angustias de aquel día, que han quedado para siempre, grabadas a fuego, en su lacerado corazón: ¿Cómo puede quedar oculto en una tumba, rodeado de tinieblas, Aquel que es “Luz de Luz” y “Luz del mundo”, cuando su Luz fue encendida, precisamente, para dar luz y calor a todos los de casa?, ¿cómo puede la oscuridad vencer al “Autor de la Luz” y la muerte al “Autor de la Vida”, a Aquel que decía de sí mismo: “Yo soy la Resurrección y la Vida”?, ¿cómo pudo aquel “Torrente de Agua Viva” decir, en la cruz, que tenía sed?, ¿cómo pudo manar tanta agua, después de la lanzada, como aquel torrente que salía del lado derecho del templo?, ¿cómo pudo recibir vinagre y hiel quien fue capaz de convertir el agua en vino, por el bien de unos novios?, ¿cómo pudo…

Y Magdalena, que, más que nunca, es una hija para Ella en estos momentos de dolor, la llama por su nombre y la besa con toda la dulzura posible: “María…, María… ¡Madre!…” y, entre zalamerías y caricias, intenta convencerla, una vez más, con todo el cariño del mundo, de la urgencia y necesidad de levantarse ya de allí y dar sepultura a Jesús, conforme dicta la Ley de Moisés, antes de que sea demasiado tarde para hacerlo, pues el Sabbath se echa encima a pasos agigantados. Y María, con un gran desgarro interior, cede ante la evidencia y llora desconsolada, abrazada a Magdalena, mientras los hombres se llevan el cuerpo de su Hijo en unas parihuelas improvisadas, hechas con el lienzo del descendimiento. María trata de seguirles, avanzando tan rápido como puede, pues quiere hacer Ella misma todas las tareas de embalsamar a su Hijo, pero no puede, está exhausta después de tanta angustia y de tanto sufrimiento; la espada de Simeón, tan hondamente clavada en su alma, es un peso excesivo para Ella, y Magdalena tiene que cargar con María y con su espada de dolor, de la misma manera que el Cirineo tuvo que cargar con el peso excesivo de la cruz de Jesús, pocas horas antes.

 

¡Es realmente bello el lugar donde está escavada la tumba del de Arimatea! Es un jardín frondoso y bien cuidado, con palmeras y plantas exóticas y fragantes, traídas de lejos. No debe existir en toda Judea un rincón tan encantador y delicado como aquel; un rincón que le ayudará a María a mitigar el dolor de la separación, cuando recuerde a su Hijo reposando en tan bello lugar… Los hombres ya han llegado a la tumba y han depositado el cuerpo inerte de Jesús sobre la mesa de piedra de los embalsamamientos, dispuestos a comenzar en seguida su labor, pero advierten que ya es muy tarde y que no dará tiempo a realizar el ritual completo; tendrán que conformarse con hacer lo fundamental y volver, pasado el Sabbath, a terminar su tarea. Poco después llegan las dos mujeres, exhaustas, a las que se les hace saber la decisión tomada, aquello supone un nuevo sufrimiento para María, que ni siquiera puede sepultar debidamente a su pobre Hijo; pero, resignada, acepta aquel nuevo contratiempo y le ofrece a Dios un nuevo sacrificio.

Rápidamente, envuelven el cadáver de Jesús en la larga tela mortuoria y aseguran la mortaja con tiras de tela que anudan en diversos sitios. Ni siquiera lo depositan en un nicho, pues la idea es volver lo antes posible a terminar el trabajo. María se apoya en aquel bulto que es ahora su Hijo, se tapa los ojos con la mano derecha, en señal de oración, y empieza a entonar un salmo a Dios; todos la imitan. Después, es preciso arrancarla de allí. En su dolor, María no entiende que deba dejar a su Hijo tan pronto, pero nuevamente, la insistencia y la ternura de Magdalena obran maravillas con aquella pobre Madre y, finalmente, los hombres pueden rodar la piedra de la entrada y todos regresan a la ciudad, camino del Cenáculo. Nada más irse, una guarnición de soldados herodianos procedente del Templo, que ha estado oculta aguardando, instala allí su campamento, para evitar que nadie se acerque a la tumba, y han sellado la piedra para que nadie la mueva, pues también recuerdan la promesa del Nazareno de resucitar al tercer día y no quieren que ningún discípulo listillo le dé cumplimiento, robando el cuerpo de su Maestro y anunciando, después, que ha resucitado… Aunque, a decir verdad, en su abatimiento, ningún discípulo recuerda ya que Jesús prometiera tal cosa… ¡Sólo María!

María está sumida en el dolor de no poder estar más tiempo con su Hijo muerto, porque el sábado, día de reposo absoluto para los judíos –pues dice la Escritura, “al séptimo día de la Creación, Dios descansó de todo lo creado” (Cfr. Gen.1)-, se estaba echando encima con las últimas luces del ocaso, ya pronto se vería la primera estrella que indicaría el comienzo del Sabbath. Además, el tremendo ruido producido por la enorme piedra del sepulcro al rodarse, al igual que el sonido seco que produce la primera palada de tierra sobre el ataúd del ser querido, que siempre retumba en el alma y aviva nuestra conciencia de la pérdida sufrida, devolvió a María a la cruda realidad y María, agotada, se derrumbó… Su Hijo resucitaría, sí, pero tres días eran demasiado tiempo y no podría aguantar mucho más, pues se sentía morir de dolor… y la única verdad era que, ahora mismo, su Hijo estaba muerto, ahora mismo ya no tenía más Hijo, ahora mismo ya no podría abrazarlo ni besarlo ni mover aquella piedra para recuperarlo, ahora mismo… Magdalena, nuevamente abrazó a María y con dulzura, la consoló.

El camino de regreso al Cenáculo transcurrió sin novedad. La ciudad no estaba lejos y, cuando llegaron a la casa, las otras mujeres, que esperaban ansiosas y angustiadas su regreso, pues llevaban todo el día fuera de casa y estaban intranquilas por ellos, abrazaron a María con vehemencia en cuanto la vieron y también a los demás, llorando a lágrima viva; pero María se hizo fuerte y las estuvo consolando y confortando a todas, como si el Hijo muerto fuera el de ellas y no el propio. Cuando todos se hubieron repuesto de la excitación del encuentro, comenzaron a sonar las novedades. María no tenía fuerzas para contar todo lo sucedido, por lo que Juan y Magdalena fueron contando los dramáticos sucesos que habían presenciado, deteniéndose más en la muerte y el entierro del Señor. María tan sólo escuchaba, asentía y suspiraba.

Entonces hablaron las otras mujeres, diciendo que, a lo largo de la tarde, algunos apóstoles habían ido regresando, a escondidas, al Cenáculo y que estaban completamente abatidos y en un estado de lamentable abandono, en la sala de la Cena, tirados por el suelo, apoyados en las paredes, sin hablarse entre ellos, con rostros huraños, miradas perdidas y llorando la mayor parte del tiempo, sin querer comer ni beber, reprochándose lo sucedido: su cobardía, el haberse dormido, el no haber defendido al Señor ni haberse dejado apresar con El, el haber huido… ¡Con razón dijo Jesús que sus discípulos ayunarían cuando les arrebatasen al novio!… El último en regresar había sido Pedro, que acababa de llegar hacía un rato, con el rostro desencajado, los ojos enrojecidos de haber llorado todo el día, hundido por la culpa y ahogado en llanto. De Tomás nada se sabía, seguía en paradero desconocido, y Judas ya no volvería más, pues habían encontrado su cadáver, con una soga alrededor del cuello. María no se hace esperar, recupera la diligencia de siempre y se dirige hacia la sala de la Cena, donde están los abatidos apóstoles de su Hijo y, al abrir la puerta, contempla un cuadro dramático: ya no son más los altivos discípulos de su Hijo, que se comían el mundo con los milagros que hacían y que iban a todas partes, a la sombra de su Hijo, recibiendo los elogios y las adulaciones que su Hijo rechazaba y que a ellos les hacían sentirse tan distinguidos, que incluso porfiaban entre ellos para ver quién sería el primero y el más importante de todos en el Reino de los Cielos y el sucesor de su Hijo, cuando Éste muriera… ¿Ruindad, ignorancia, mezquindad… o tan sólo el pecado y la debilidad humana?

¡Quién les vio y quien les ve!… Cada apóstol llora, ahora, su miseria, aislado del resto de sus compañeros, tirado por los suelos en un rincón. Se han convertido en gente sin esperanza y sin consuelo; hombres rotos, deshechos, destruidos, que gimotean como niños… Realmente son “como ovejas sin Pastor”, pues muerto el Maestro, herido de muerte el Pastor, se ha dispersado su rebaño, a pesar de que estos pobres corderos, encerrados en su propia tragedia, hayan acertado a reunirse aquí. Ya nadie quiere ser el primero ni el más importante ni el heredero del reino, ya no quieren poder ni prestigio, sus sueños de grandeza se han esfumado. Ya sólo saben que no saben vivir sin Jesús, ojalá que El estuviera allí, pero El no volverá, ha muerto… ¡muerto!… y eso les causa una terrible angustia y un hondo pesar, pues, en ellos, ya no hay atisbo de esperanza, viven la desolación de la muerte; su mente está embotada y no recuerdan, para nada, la promesa del Maestro de resucitar al tercer día, tal vez nunca la entendieran y la rechazaron por absurda, yendo a lo práctico y palpable del aquí y ahora.

María siente lástima por todos ellos y, súbitamente, comprende su misión en esta hora de dolor, sabe que debe olvidarse de su dolor de Madre y de sus propias heridas, para abrirse al dolor y las heridas de aquellos otros hijos que ahora la necesitan; algo que no ha parado de hacer, desde entonces, por cada uno de nosotros, pobres discípulos de su Hijo, a través de los tiempos y de la geografía del mundo. Y se va acercando a cada uno de ellos, les llama por su nombre, les acoge, les escucha, les perdona y quedan reconfortados; especialmente Pedro, a quien el pecado de su triple negación le está destruyendo y a quien el perdón de la Madre le saca de su hundimiento y le abre nuevamente a la vida. Después les reúne en torno a sí y con dulzura les repite la promesa del Salvador de resucitar al tercer día, pero es inútil, no entienden nada, no esperan nada; alguno, incluso, vuelve a su abatimiento.

¡Es el momento de dejar de hablar y de ponerse a orar!… María vuelve a su cuarto, cierra la puerta, y adopta la misma postura de la noche anterior, con la cara entre las manos, apoyada en su cama. Apenas ha probado bocado y no lo probará… ¡Qué sola se siente siendo la única que cree y espera, todavía, con fe y contra toda esperanza, en la resurrección de su Hijo!… Aunque todo la invite a “tirar la toalla” y a reconocer que todo acabó allí, tras aquella pesada piedra, en el interior de aquella lúgubre tumba;… pero de ahí a creer que jamás tuvo un Hijo y que ese Hijo jamás fue el Mesías, sólo hay un paso… Debe resistir firme en la fe y orar, orar con fuerza… ¡Ojalá acelerara, con su oración, la resurrección de su Hijo, para que los suyos crean, para que el mundo crea, para que la humanidad se salve. Y así, la noche, primero, y el alba, después, la sorprenden en aquella postura y en aquella oración. María: “Intercesora ante el Padre”, “Auxilio de los cristianos”, “Mediadora de todas las gracias”. Y con el primer rayo de la aurora que se filtra por su ventana, entra Jesús en su cuarto, glorioso, resucitado, majestuoso, bellísimo… y, apoyando su mano sobre la cabeza de su Madre, le dice con cariño: “¡Mamá!”

+ Salamanca, 26 de Marzo de 2010.

  1. P. Juan José Cepedano Flórez, CMM.

© Todas las imágenes han sido tomadas de Internet;

mayormente, de La Pasión, de Mel Gibson.

 

 

 

 


17
Mar 20

La gramática del Beato Engelmar (2 de Marzo de 2020)

I

             Se cumplen hoy 75 años de la muerte del Beato Engelmar Hubert Unzeitig. Este sacerdote y misionero de Mariannhill murió a la edad de 34 años en el Campo de Concentración de Dachau [Alemania]. Allí estuvo confinado casi cuatro años. Por fuera, era el prisionero número 26.147; pero por dentro, un fiel religioso, un celoso sacerdote, un valiente misionero y todo un gigante de la caridad cristiana.

Terminó sus días en coherencia con la que había sido la tónica de su existencia, ofreciéndose voluntario para atender a los enfermos, víctimas de una epidemia de tifus. En pocas semanas contrajo él la enfermedad y, amaneciendo el 2 de marzo de 1945, moría de tifus el que había ayudado a tantos moribundos a bien morir.

El Beato Engelmar había nacido el 1 de marzo de 1911 en Greifendorf, hoy República Checa. Queriendo ser misionero, ingresó en 1934 en el noviciado de Mariannhill en Holanda. Después de realizar los estudios de filosofía y teología en Würzburg [Alemania], fue ordenado sacerdote el 6 de agosto de 1939. Sus cenizas, que salieron providencialmente del Campo, reposan en la iglesia de Mariannhill en Würzburg.

II

El día de nuestro bautismo recibimos de Dios dos llamadas o vocaciones. A saber: a la santidad y a la misión.

¿Cómo vivir estas dos llamadas? ¿Con qué talante hemos de llevar a cabo las implicaciones de ambas vocaciones? ¿Cuáles serían las notas características de su puesta en práctica? ¿Cuáles, en definitiva, serían las reglas de su gramática?

En la Exhortación Apostólica Gaudete et Exultate enumera el papa Francisco un conjunto de tales notas y reglas, refiriéndolas a la santidad. Pero, bien miradas, esas notas y reglas no se aplican únicamente a la santidad, sino que también han de caracterizar el modo cómo realizar la tarea misionera.

Sin pretender ser exhaustivo, paso a enumerar algunas de ellas, destacando, a la par, cómo las vivió el Beato Engelmar y cómo él puede venir a ser para todos nosotros un modelo a imitar en todo ello.

III

1.- AGUANTE (Cfr. GE 112): El santo/el misionero no es un flojo; al contrario, ha de saberse cimentado en la roca de Dios, quien posibilita salir airoso de las tempestades.

El 18 de Julio de 1943 el Beato Engelmar escribió: “Ninguno tenemos morada permanente aquí en la tierra. Todos buscamos nuestra casa eterna, que está en el cielo. ¡Cuántos son los que ahora han quedado sin hogar en el frente el Oeste! Los acontecimientos de cada día nos hablan de forma poderosa acerca de lo transitorio de las cosas de la tierra y de las invitaciones que Dios nos hace para poner toda nuestra esperanza en Él, conformando todos nuestros pensamientos y deseos con su voluntad y alabándole, en las alegrías y en las penas, por su gran amor”.

2.- PACIENCIA (GE 174, 225): El santo/el misionero no es un inestable; al contrario, ha de vivir los tiempos de Dios, evitando imponer a Dios y a los demás ritmos que nacen de la ansiedad.

En una carta del 5 de Abril de 1942 el Beato Engelmar escribió: “Vuelve Dios a hablar en la hora presente con un lenguaje muy claro, mediante signos y portentos, asegurando que no abandona a aquellos, que ponen en Él su confianza. Incluso los enemigos – así me lo ha contado Walter [su seudónimo] – tienen que admitir que, cuando los fieles se encuentran en necesidad, si rezan, son escuchados. Por eso, ¡valor y confianza! Walter [su seudónimo] sería capaz de escribir un libro acerca de todo ello”.

3.- MANSEDUMBRE (Cfr. GE 116): El santo/el misionero no es un protagonista acaparador; al contrario, ha de ser consciente que, en el servicio de Dios, pisar de puntillas deja una profunda huella.

En vísperas de su primera Navidad en reclusión, el 15 de Diciembre de 1941, el Beato Engelmar escribió a sus suyos: “Lo que, a veces, nos parece una desgracia se convierte, a menudo, en la más grande de las fortunas… No nos deberíamos sorprender, si Dios nos quita de nuestras manos cosas, que nos son muy queridas y preciosas. Con todo, lo que de verdad importa, más que la felicidad, es saber que Dios, fuente de toda bendición y paz, está en nuestros corazones”.

4.- HUMILDAD (Cfr. GE 118): El santo/el misionero no es soberbio; al contrario, ha de aprender que para lograr ser humilde ha de aceptar la conveniencia de ser humillado.

El 5 de Abril de 1942 el Beato Engelmar escribió: “Así como Cristo alcanzó la gloria por medio del sufrimiento y de la cruz, así también nosotros. Al igual que Él se ofreció por nosotros, así también nosotros, por los sufrimientos presentes, podemos ayudar para que sean muchos los que alcancen la felicidad eterna”.

5.- ALEGRÍA (GE 122): El santo/el misionero no es un amargado, que camina con los hombros caídos; al contrario, con talante positivo ha de ir aportando razones para vivir esperanzados.

El 4 de Julio de 1943 el Beato Engelmar escribió: “¡Qué dulce resulta todo, cuando uno lo hace por agradar a otro! A uno le faltan palabras para expresar lo bueno y agradable que es servir a Dios, dándole gracias por cada cosa, sea alegre o dolorosa. ¡Qué fácil resulta todo, cuando uno obra buscando ofrecer consuelo y ayuda a los otros en su necesidad! El desconcierto surge cuando uno experimenta su propia miseria e indignidad; pero yo confío plenamente en que Dios es feliz, aunque sólo sea viendo mi buena voluntad”.

6.-  AUDACIA (GE 130): El santo/el misionero no es un apocado; al contrario, ha de implicarse en el servicio del Evangelio, consciente que se va a complicar la existencia.

Todavía no llevaba un año confinado en Dachau, el 25 de Enero de 1942, el Beato Engelmar escribió a los suyos: “Donde quiera que uno se encuentre, siempre contará con oportunidades para ir adquiriendo experiencia y desarrollar nuevas ideas… Todavía me queda un largo camino por recorrer para llegar a ser otro Cristo; es decir, un pastor de almas como él”.

7.- FERVOR (GE 138): El santo/el misionero no es un funcionario; al contrario, urgido por la caridad de Cristo, ha de inflamar todo lo que se encuentra a su paso.

El 14 de Noviembre de 1943 el Beato Engelmar escribió: “Pido por las intenciones de todos aquellos, que, extendidos por toda la Iglesia, trabajan por el Reino. Ello me proporciona un continuo aliento apostólico, haciendo que el horizonte de mi mirada se amplíe. De tal forma que uno puede venir a ser un activo misionero, aunque no esté en misiones; porque, en definitiva, sólo la gracia de Dios puede convertir a otros”.

8.- CONTANDO CON LA COMUNIDAD (GE 140): El santo/el misionero no es un francotirador, que va de sobrado; al contrario, sabe bien que el éxito de la empresa depende del apoyo de la comunidad cristiana.

El 28 de Junio de 1942 el Beato Engelmar escribió: “Un soldado de Cristo, como así lo hace todo auténtico soldado, cumple con su deber, incluso aunque tenga el corazón herido y su paso sea vacilante… Estoy convencido de que si Dios tiene alguna tarea pensada en el futuro para Walter [su seudónimo], le protegerá, incluso si sus mismos familiares ya no le puedan ayudar… Lo que Dios haga siempre está bien hecho, como dice la letra de una popular canción religiosa alemana. Seguro que algunos de sus compañeros habrán ya dado el paso hacia la eternidad. Dios ha aceptado el sacrificio de sus vidas. Sea alabada su santa voluntad”.

 9.- APOYADO EN LA ORACIÓN (GE 147): El santo/el misionero no es un creído y un prepotente; al contrario, sabe dónde está la fuente viva que aporta sentido y energía a sus desvelos.

A las pocas semanas de haber sido confinado en Dachau, el 7 de Septiembre 1941, el Beato Engelmar escribió a su familia lo siguiente: “Intento aprovechar el tiempo lo mejor que puedo, a fin de avanzar en perfección espiritual y religiosa. En mi plan de vida la oración y la penitencia ocupan un lugar muy destacado”.

10.- LISTO PARA EL COMBATE (GE 159): El santo/el misionero no es un ingenuo insensato; al contrario, sabe que su lucha tiene tres frentes: el mundo, la carne y el demonio.

El Beato Engelmar escribió el 22 de Marzo de 1942: “Dios ha tenido a bien colocar a Walter [su seudónimo] en un retiro un tanto especial, en sintonía con la grandeza y la urgencia de los tiempos. Por otra parte, él ya está acostumbrado a la disciplina militar; además, milicia es la vida del hombre sobre la tierra. Ahora todos ven con claridad, incluso aquellos que no lo querían aceptar, que no solo el coraje y la valentía, sino también la paciencia y la serena perseverancia son grandes virtudes. De momento, él puede todavía darse por satisfecho”.

11.- EN ESTADO DE DISCERNIMIENTO (GE 166): El santo/el misionero no es un superficial inconsciente; al contrario, porque sabe que las apariencias engañan, por eso vive en estado de discernimiento.

En una carta escrita el 15 de Agosto de 1943 el Beato Engelmar dice: “Reconozcamos cómo Dios va llevando adelante todas las cosas. Dios siempre hace todo bien… En efecto, Dios no necesita de nosotros.

Él sólo espera nuestro amor, nuestra entrega y nuestro sacrificio. De esta manera, yo también espero ser de alguna ayuda a las innumerables personas que se han quedado sin hogar, a los necesitados y desesperados, especialmente aquellos que están en las ciudades que han sido más castigadas. Estoy convencido de que Dios nos ha sacado del trabajo pastoral en vanguardia, a fin de que nosotros, como si de una multitud ingente de orantes se tratara, imploremos de Dios, mediante la oración y el sacrificio, la gracia y la misericordia para nuestros hermanos y hermanas que están fuera de aquí”.

 12.- CUIDANDO LOS DETALLES (GE 144): El santo/el misionero no se pierde en generalidades estériles; al contrario, sabe que debe bajar a la arena de la vida diaria la riqueza de sus convicciones.

Unas semanas antes de su muerte, el 14 de Enero de 1945, el Beato Engelmar escribió: “En nuestras manos está buscar en todo la gloria de Dios y hacer felices a los demás. Obrando así, conseguiremos la más grande de las recompensas y la vida se tornará más llevadera. Con esta intención hago uso de los bienes que recibo, enviados por mis seres queridos a nuestra reclusión compartiéndolos con otros; ya que no todos tienen la suerte de recibir algo”.

IV

Queridos hermanos: Hemos repasado, de la mano del papa Francisco, las reglas de aquella gramática, aplicables tanto a la vivencia de la vocación a la santidad así como a la llamada a la misión, que todo bautizado estaría comprometido a guardar. Y lo hemos hecho mirando al Beato Engelmar, para aprender de él cómo ser santos y misioneros. A él, que nos ha dado el ejemplo, nos encomendamos para que nos ayude en este empeño y en todas nuestras necesidades. Así sea.

P. Lino Herrero Prieto CMM

Misionero de Mariannhill


09
Mar 20

Dios nos llama por nuestro nombre. Una canción al Beato Engelmar Unzeitig CMM


Beato Engelmar / Fiel a su llamado
© Juan José Cepedano Flórez CMM

– Link del video de Youtube: A song for blessed Engelmar Unzeitig CMM: 

https://www.youtube.com/watch?v=SfX3d8ln058

 – Link del vídeo en Gloria TV: A song for blessed Engelmar Unzeitig CMM:

https://gloria.tv/post/Xiwnq7DLAbVm2Jpm99xK7RjHR

Letra y música: P. Alfonso Voorn CMM.

Traducción: P. Juan José Cepedano Flórez CMM.