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Abr 21

HISTORIA DE UN CAMINO -Los discípulos de Emaús-

INTRODUCCIÓN

Al concebir este relato sobre Jesús y los discípulos de Emaús, deseaba saber cuál pudo haber sido el contenido real de lo que Jesús les había explicado, en el camino de Emaús, a aquellos dos discípulos, que huían de Jerusalén, discutiendo entre sí, y que el Evangelio resume como “empezando por Moisés y siguiendo por los profetas –que incluyen al rey David, con sus salmos-, les explicó todo lo referente a Él en las Escrituras” (Lc.24,27). Y suponiendo que ese fuera, también, el tema de la conversación de Jesús con Moisés, representante de la Ley, y Elías, representante de los Profetas, durante su Transfiguración en el monte Tabor (cf. Mt.17,1-13), comencé a investigar al respecto y hallé cientos de profecías sobre el Mesías de Dios, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, algunas de las cuales nos suelen pasar desapercibidas, sin que, por ello, sean menos importantes.

Un pista muy práctica en este sentido me vino de la mano de San Juan Evangelista, el “Discípulo Amado” y testigo presencial de prácticamente todos los hechos relevantes de la vida pública de Jesús, quien dice de sí mismo: “Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y el que escribió esto, y sabemos que su testimonio es verdadero” (Jn.21,24) “y él sabe que dice la verdad, para que vosotros también creáis” (Jn.19,35). Y añade: “Muchas otras señales hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no están escritas en este libro” (Jn.20,30), “que si se escribieran con detalle, pienso que ni aun el mundo mismo podría contener los libros que se escribirían” (Jn.21,15), “pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; y para que al creer, tengáis vida en su nombre” (Jn.20,31).

Por eso, le tocó “ir al grano”, aquilatando lo fundamental, al seleccionar aquellas señales que sí escribió, como las más demostrativas de que Jesús era el Mesías prometido. La clave de todo estaba en Moisés, en quien él se inspiró a la hora de trazar las líneas maestras de sus dos relatos escritos: su Evangelio y el Apocalipsis; una clave recogida de labios del propio Jesús, cuando dijo a los fariseos: “Examináis las Escrituras porque vosotros pensáis que en ellas tenéis vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí; y no queréis venir a mí para que tengáis vida” (Jn.5,39-40)… “No penséis que yo os acusaré delante del Padre; el que os acusa es Moisés, en quien vosotros habéis puesto vuestra esperanza –y no en Jesús, como el Mesías-. Porque si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no creéis sus escritos, ¿cómo creeréis mis palabras?” (Jn.5,45-47).

Además, Jesús mismo se la había dicho a ellos, recién resucitado, cuando se les apareció en el cenáculo: “Esto es lo que yo os decía cuando todavía estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo que sobre mí está escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos”. “Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas” (Lc.22,44-48). Algo que repetirá, también, el Apóstol Felipe, al encontrar a Nataniel bajo la higuera: “Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, y también los profetas, a Jesús de Nazaret, el hijo de José” (Jn.1,45) y San Pablo, en su primera Carta a los Corintios: “Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (I Cor.15,3-4). ¡Comencemos!

RELATO

Jesús se aparece en un altozano del camino, justo detrás de dos ruidosos viajeros que van de camino, ataviado de la misma manera en que se le apareció a María Magdalena, aquella misma mañana, pero el bordón de peregrino, que ahora lleva en la mano, le confiere más el aspecto de un aguerrido viajero de largos caminos que el de un gentil hortelano. Jesús acelera el paso hasta alcanzarlos y, al llegar a su altura, haciéndose el encontradizo, les saluda y les pregunta: “¿De qué discutís, tan encendidos, a estas horas de la tarde, mientras vais de camino?” Ellos, sorprendidos, se paran en seco y enmudecen, como si los hubieran descubierto haciendo algo malo y, encogidos de miedo, no se atreven ni a mirar. Jesús vuelve a hablar, para inspirarles confianza, y se sitúa delante de ellos, para que vean que nada tienen que temer, y, sonriendo, les repite su saludo y la pregunta.

Entonces, el primero de ellos, suspira aliviado y, tartamudeando, todavía, por el susto, le responde visiblemente entristecido: “De Jesús de Nazaret, un gran profeta, que hacía las obras de Dios en medio del pueblo y de cómo terminó” y, después, se hace un largo silencio. Jesús les pregunta: “Ya, ¿y cómo terminó?”. El segundo de ellos, sorprendido, le pregunta a su vez, blandiendo el dedo índice delante de sus ojos: “Perdona nuestra extrañeza, amigo, pero ¿cómo es que vienes del lado de Jerusalén, al igual que nosotros, y no sabes nada de un asunto que es la comidilla de toda la ciudad durante estos días?”… Entonces, interviene, quejumbroso, el primero: “Algunos de los nuestros dicen que prometió volver y, pasados ya tres días, nadie le ha vuelto a ver”. Y el segundo le interrumpe, fastidiado: “¡Y es una pena, porque todos pensábamos que era el Mesías y que, ¡por fin!, ésta vez, iba a ser la buena, pero ya ves…!”. Y el primero contraataca, visiblemente enojado: “Y dime: Ahora, ¿quién liberará a Israel? ¿Eh, eh? ¿Quién lo hará?

Divertido por la avalancha de respuestas, Jesús levanta las manos, pidiendo silencio, y, antes de que discutan otra vez, consigue preguntar: “Sí, sí, pero ¿qué le pasó?” Entonces, el segundo, responde lacónico: “Que los sumos sacerdotes lo entregaron a los romanos, para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron”. Jesús les dice: “Pues si lo mataron, ¿cómo podrá volver?” El primero de ellos reacciona, fastidiado: “Ya te dije antes que algunos decían que prometió volver, pero algo falló, porque ya había resucitado a otros”. Entonces, el segundo, con la mirada pícara y dándole golpecitos con el codo, le dice al primero: “Recuerda que algunas mujeres hablaron del sepulcro vacío y de unos ángeles que le anunciaban resucitado, pero ¿quién puede creer a las mujeres?” Y el primero reacciona, conciliador: “Eso, eso ¿quién puede creer a las mujeres? Nuestros superiores fueron y lo encontraron todo tal como ellas dijeron, pero a Él no le vieron”.

Jesús, sin salir de su asombro, les pregunta: “Y ¿entonces?” El segundo responde tajante: “Entonces, nos despedimos y nos fuimos” y el primero se justifica: “Porque muchos otros lo hicieron antes, ¿eh?” y, el segundo, con voz triste, exclama: “Ya, pero nosotros no sabemos si hicimos bien o no, por eso discutíamos” y el segundo le completa: “Nuestro corazón insiste en que no puede terminar todo así, que debe haber algo más, pero el hecho es que nos vinimos por Él y nos volvemos sin Él. El primero suspira: “¡Aaaay! ¡La vida no será la misma sin Él!”. “¡Y nosotros tampoco!”, le completa el segundo. “¿Cómo nos acostumbraremos a vivir sin Él?”, hipa el primero. “Sí, ya no merece la pena vivir”, le apostilla el segundo. Y, abrazados el uno al otro, se echan a llorar desconsolados por tan terrible desgracia, ante la mirada atónica de Jesús, que, conmovido por la simplicidad de aquellos dos discípulos y por todo lo sucedido en apenas tres minutos, estalla divertido, meneando la cabeza: ¡Oh Dios, vuestra falta de fe, cuánto os hace sufrir!… Pero ¡qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas!… ¿No era necesario que el Mesías padeciera todo esto y entrara así en su gloria?” (Lc.24,25-26)…. ”¡Si le hubierais creído a Moisés, le habríais creído al Mesías, pues del Mesías escribió Moisés!” (cf. Jn.5,46).

Entonces, uno de ellos, interrumpiendo, súbitamente, su llanto, se suelta de su compañero y, de un manotazo, se seca las lágrimas, para encararse con aquel desconocido y espetarle, dedo en ristre: “¡Anda ya, listillo! ¡Hace un rato no sabías nada sobre el tema! y, ahora, fingiendo saberlo todo, ¿pretendes darnos lecciones para avergonzarnos?… A ver, jovencito: ¿Qué es lo que Moisés escribió sobre el Mesías, que únicamente lo hayas entendido tú?” Y Jesús, poniéndole las manos sobre los hombros, para tranquilizarlo, les invita a seguir el viaje, pues atardece: “Amigos, no era mi intención molestaros, pero sigamos caminando mientras hablamos”, después prosigue: “Creo firmemente que cuando Dios le dijo a Moisés: “Yo suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti; pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande. Si alguno no escucha mis Palabras, las que ese profeta pronuncie en mi nombre, yo mismo le pediré cuentas de ello” (Deut.18,18-19), se estaba refiriendo al Mesías de Israel, a vuestro Jesús de Nazaret, quien vendría a ser como un segundo Moisés, en cuanto a su autoridad profética, pero el principal de todos los profetas que Dios ha enviado al mundo y el representante de todos ellos, pues el Mesías es, realmente, “el Hijo de Dios vivo” (Mt.16,16)”.

Gratamente complacidos por lo que acaban de escuchar, mirando hacia él y agradecidos por sus palabras, los dos vuelven a sonreír, mientras uno de ellos exclama: “¡Ahí va, ese detalle se nos había escapado! Él solía decir: “Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la Palabra que yo he hablado, ésa le juzgará el último día; porque yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre, que me ha enviado, me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí.” (Jn.12,47-50)”. Y el otro dice: “¡Es verdad! Las mujeres nos dijeron que el centurión romano, después de atravesarlo con su lanza, se arrodilló ante Él y dijo: “Verdaderamente, este hombre era el Hijo de Dios” (Mc.15,39; Mt.27,54). Después, volviendo a entristecerse, le pregunta: “Pero, ¿por qué, siendo el Mesías, tenía que morir y de esa manera? ¿Dónde estaba escrita tal cosa?” Jesús le mira compasivo y responde con ternura: “En la Ley y los Profetas, en las Sagradas Escrituras” y ellos, deteniéndose de golpe, le miran entre perplejos y asustados; nunca antes habían oído decir tal cosa. Uno de ellos acierta a decir: “¿Co-cómo así? Siempre hemos creído que el Mesías no podía sufrir ni morir” y Jesús le responde: “Eso es porque, a pesar de que reconocéis a Isaías como el profeta del Mesías, en vuestras sinagogas jamás leéis su poema sobre el “siervo sufriente” de Yahvéh (cf. Is.53), que se refiere a los padecimientos del Mesías”.

Y Jesús, viéndolos desolados, como ovejas que no tienen pastor, comienza a instruirlos para infundirles esperanza: “Os dije que todo comenzaba con Moisés, pues, con él, Dios instituyó la costumbre del Cordero Pascual, como prefiguración, preparación y entrenamiento para la llegada del verdadero Cordero Pascual: el Mesías, vuestro Jesús. Fue a Moisés a quien Dios le encargó muchas de las cosas que vivís actualmente y que los fariseos no han desvirtuado, todavía, con su levadura de preceptos humanos, que alejan de Dios y no salvan. La sangre del cordero sin mancha ni defecto es derramada, desde entonces, como propiciación por los que tienen pecado, y recibe la muerte sustitutoria que ellos habrían merecido por sus pecados. Tal fue el papel de vuestro Jesús, sólo que Él, como Mesías, tenía, realmente, la capacidad de perdonar los pecados del mundo”.

Sí –contesta uno de ellos-, el sumo sacerdote llegó a decir que convenía que muriera uno por todo el pueblo y, más tarde, que cayera su sangre sobre nosotros y nuestros hijos”. “Ya veis –responde Jesús-, describe perfectamente la misión propiciatoria del Cordero Pascual. ¿Y no lo declaró, previamente, sin mancha, para poderlo sacrificar, conforme a la Ley?”. “No –responde el otro- ese honor le correspondió a Pilato, el único que mencionó que no encontraba delito en Él, antes de mandarlo a padecer, aunque había querido evitarlo”. Y Jesús dice: “Ya veis, ¿que más pruebas queréis de que vuestro Jesús era, realmente, el Cordero de Dios y tenía que morir para expiar los pecados de muchos y alcanzaros la salvación, conforme decían las Escrituras (cf.1Co.15,3)?: La sangre de aquellos primeros corderos salvó a los israelitas en Egipto, pero la Sangre de este divino Cordero salva a todos los hombres, en todo el mundo y en todas las edades del mundo, y de una vez para siempre”.

Más tarde, Dios concedió a David, el Rey-Profeta Mesiánico, una visión especial de la Pasión del Mesías, a partir de la cual compuso un salmo (cf. Sal. 22), en el que describía, con todo lujo de detalles, la pasión y muerte del Mesías, pero también su victoria. Un salmo que todos recitáis sin entenderlo, pero que Él recitaría desde la cruz, con todo conocimiento de causa, pues hablaba de su pasión”. Ellos escuchan atónitos, sin dar crédito a sus oídos, pero Jesús los saca de su ensimismamiento, al preguntarles: “Decidme una cosa: En algún momento de su pasión, Jesús llegó a decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?””. Ellos se miran asombrados y se dicen entre murmullos: “¡Ay va! ¿Cómo sabe eso?”… “¡Era un secreto!”. Al fin, uno le responde nervioso: “Ssssí… Verás, las mujeres que estaban al pie de la cruz nos dijeron que estaban escandalizadas de que, precisamente Él, se quejara contra Dios y dijera aquellas cosas en la cruz”. Jesús les responde: “¡Ja, ja, ja! ¡Para nada! Vuestro Jesús estaba orando a su Padre desde la cruz” Y el otro, volviendo a menear su dedo, pregunta asombrado: “¿Y tú cómo lo sabes, señor burlón, si no estabas allí?” Jesús, le responde tranquilizador: “¿Sabéis cómo empieza ese salmo? ¿No? Os lo recordaré: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás lejos de mi clamor y mis gemidos? Te invoco de día, y no respondes, de noche, y no encuentro descanso; y sin embargo, tú eres el Santo, que reinas entre las alabanzas de Israel” (Sal.22,2-4). Luego, Jesús, el Mesías, no estaba desesperado ni quejándose a Dios ni rebelándose contra Él, sino que estaba rezando desde la cruz el salmo que, proféticamente, había compuesto para Él, el Rey David, cientos de años atrás”.

Como no hay más protestas, Jesús continúa: “Y, precisamente, en ese salmo el Rey David profetiza que las manos y los pies del Mesías serán “traspasados” (cf. Sal.22,16;Jn.20,25), que no se le romperá ni un solo hueso (cf. Sal.22,17; Sal.34,21; Jn.19,33) y que se repartirán su ropa y echarán a suertes su túnica (cf. Sal.22,18; Mt.27,35). Incluso, en otro salmo, el Rey David concretará que el Mesías será traicionado por un amigo (Sal.41,9). Es más, el profeta Zacarías anuncia que será vendido por 30 monedas de plata (Zac.11,13), que, cuando sea herido, le abandonarán sus discípulos (Zac.13,7;Mt.26,31) y que todos mirarán al que traspasaron (Zac.12,10). Decidme, por favor, si fue así”. Y ellos, cada vez más sorprendidos, se preguntan: “¿Cómo puede saber todo eso, sólo por las Escrituras: la traición de Judas, las negaciones de Pedro, el abandono de todos en Getsemaní?” y se limitan a asentir con la cabeza. “Ya veis, vosotros mismos sois testigos de que ni disparato ni miento”.

Entonces, el primero de ellos vuelve a la carga con otra pregunta: “Así que fue clavado y muerto en la cruz por nuestros pecados, pero ¿y la lanzada del soldado, cuando Él ya estaba muerto? ¡Eso no entraba en las Escrituras!”. Y Jesús le responde: “Me temo que sí, pues él debía ser degollado como los demás corderos y derramar su Sangre en sacrificio de expiación: “Mirarán al que traspasaron” (Zac.12,10), ¿os acordáis? Y no sólo con los clavos (cf. Sal.22,16), con la lanza, también: “No se le quebrará un solo hueso” (Sal.22,17;34,21), ¿recordáis? Eso le evitó el “crucifagio” romano, que le rompieran las piernas, cumpliéndose la profecía”. “Ya –vuelve a arremeter-, pero ¿dónde figura esa lanza?”.

Jesús, comprendiendo que está impactado por aquel acontecimiento, le responde con ternura: “Amigo, para eso hemos de volver, otra vez, al desierto con Moisés y situarnos en el monte Horeb, junto a la roca en forma de corazón humano, que domina el lugar. Dios le pidió a Moisés que golpeara aquella roca una sola vez, para que saliera agua con la que lavar y dar de beber a todo el Pueblo de Dios”. El otro, con cara de extrañeza, le responde: “No sé adónde quieres llegar, señor”. Y Jesús le dice: “A que el soldado, con su lanza, golpeó el Corazón de la Roca, que es Cristo, el Cordero de Dios, para que de su costado saliera Sangre –para sellar el pacto- y Agua –con la que lavar el pecado de su Pueblo y satisfacer su sed-“. Ya sin argumentos, aquel discípulo, refunfuña: “Ya, pero Moisés golpeó la roca dos veces y no una, como el soldado”. Y Jesús le replica: “Por eso Dios le castigó sin entrar en la tierra prometida, pues su falta de fe, había estropeado aquel gran signo de Dios para su Pueblo”.

El primero de ellos pregunta, entonces: “¿Quieres decir que sufrió todo lo que sufrió, hasta morir en la cruz, sólo porque estaba escrito? Y Jesús le responde: “No, claro que no, murió por Amor: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn.15,13) y Él la entregó libremente (cf. Jn.10,18), y por un Designio de Amor: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único para salvar al mundo” (Jn.3,16). Pero ese designio de amor fue comunicado a los profetas, pues “nada hace Dios sin comunicárselo a sus siervos los profetas” (cf. Am.3,7), y fue puesto por escrito, para que lo reconocierais cuando aconteciera”. Entonces, el otro suspira: “Ya… ¡Cuesta creerlo! ¿Verdad?… Y nosotros no supimos entenderle”, y después pregunta: “Él dijo muchas veces que aún no había llegado su hora. Entonces,… ¿aquélla era “su hora”?” Y Jesús le responde: “Sí, y no era sólo “su hora”, sino, también, “su lugar” y “la manera””.

Como ve que no le han entendido, Jesús prosigue: “Me explicaré: Tras el pecado de nuestros primeros padres, con un resultado de muerte, para ellos y para todos sus descendientes, antes de sacarlos de Edén, Dios le hizo una promesa a la mujer: “Pondré enemistad entre ti y la serpiente, entre tu estirpe y la suya, y uno de tu descendencia le pisará la cabeza a la serpiente cuando ella aceche su calcañar” (cf. Gén.3,15); Él hacía referencia a una nueva Eva y a un nuevo Adán, nacido de Ella: El Mesías, con los que todo se restauraría, por su obediencia y sacrificio.

Pasaron los siglos y Dios eligió a un habitante de Ur de los Caldeos, llamado Abraham, en cuya descendencia había depositado ya la Promesa y la Semilla de Bendición para todos los pueblos de la Tierra, y le pidió que le sacrificara a su único hijo, el hijo de la Promesa; como Abraham no se lo guardó para sí, sino que, agradecido a Dios y creyendo en Él, se dispuso a sacrificar a su único hijo, Dios se lo impidió, pero quedó marcado el Lugar: el monte “Moria”, al que Abraham llamó “Dios-proveerá” y que hoy, tras las secuelas dejadas por la cantera para el Templo, llamáis “Gólgota”; y, también, la Ofrenda para el sacrificio: un cordero, como víctima sustitutoria y expiatoria: su propio Hijo único, el Mesías”. Entonces, uno de ellos exclama: “¡Ajá! es verdad, el “Discípulo amado” nos contó que, cuarenta días después de su bautismo en el Jordán, cuando Jesús regresaba de su experiencia en el desierto, Juan el Bautista lo había señalado y les había dicho: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”  (Jn.1,29)”. Y Jesús, sorprendido por aquella asociación de ideas, responde: “Ya veis”.

Después prosigue: “Más adelante, en la travesía del desierto, Dios habló a Moisés y le pidió que fabricara un estandarte de bronce, en forma de serpiente abrasadora, y lo alzara en el desierto, para que los mordidos de serpiente, al mirarlo con fe, sanaran de sus mordeduras y no murieran; y así quedó fijada la Forma: La cruz (cf.Jn.3,14; Jn.12,34), para que los mordidos por el pecado, al mirar con fe a la Víctima divina, no murieran, sino que tuvieran vida eterna: “Mirarán al que traspasaron” (Zac.12,10), ¿recordáis?”. Entonces, interviene el otro: “Sí, Nicodemo nos contó que, una noche, había ido a escondidas a ver a Jesús, y que Jesús le había dicho que “cuando el Hijo del Hombre sea elevado, atraerá a todos hacia sí y sabréis que “Yo soy”” (Jn.8,28). Él mismo nos dijo que, en el Calvario, al mirar el título de la cruz y juntar los acrónimos: “INRI”, para el latín, “INBI”, para el griego y “YHWH”, para el hebreo (cf. Jn.19,19-20),… sí, “Yahvéh” = “Yo soy”, el Nombre de Dios, sobre la cabeza de Jesús, lo comprendió todo y aquello hizo caer el último bastión de dudas en su corazón, y allí mismo le declaró su Rey y Señor, pero como ya era tarde para decírselo, pues Jesús ya había expirado, no se le ocurrió mejor modo que comprar unas 100 libras -más de 30 kilos- de mistura de mirra y áloe, para embalsamar su cuerpo (cf. Jn.19,39), que, según él, era lo establecido legalmente para enterrar a un Rey de Israel”. Jesús trata de disimular su emoción ante la noticia de la conversión del viejo Doctor de la Ley, cuando es asaltado con otra pregunta: “¡Ya!, pero, Maestro… ¡Uy, perdón!… Señor caminante: Ya tenemos el lugar, la víctima y la manera, pero sigues sin hablarnos de “la hora”, ¿por qué en la Pascua?”.

Jesús le responde, divertido: “Tienes razón, todavía no he respondido a la pregunta principal. Pues veréis, a mayores de la promesa que Dios le hizo a Moisés de suscitar un profeta como él en el futuro (cf. Deut.18,18-19), también le pidió que instituyera unas festividades, que habrían de celebrarse a perpetuidad y que Dios se reservaría para sí mismo (cf. Lev.23), de manera que sirvieran como entrenamiento y preparación para futuros acontecimientos (cf. Col.2,16-17) relacionados con el Mesías, pues el propio Mesías habría de cumplirlas, participando en ellas, tras su venida. Como bien sabéis, hay dos tipos de “Fiestas de Yahvéh”, que son, también, “Fiestas del Mesías”, reservadas por Dios para sí mismo: Las cuatro “Fiestas de Primavera”, de las que vuestro Jesús ha cumplido ya las tres primeras, como “Mesías sufriente”, recordad al profeta Isaías y su “siervo sufriente” (cf.Is.53), en ésta su primera venida, y las tres “Fiestas de Otoño”, que Jesús cumplirá en su segunda venida, como “Mesías reinante”, al final de los tiempos”.

Jesús trata de no hacer mucho caso de las caras de no entender que acaban de poner; piensa: “Lo entenderán más tarde” y prosigue: “Así, vuestro Jesús, el Cordero de Dios sin mancha, murió en la “Fiesta de Pascua” (“Pesaj”), junto con el cordero pascual y todos los demás corderos sacrificados en el Templo -ahí tenéis fijada la Fecha, incluso la Hora-; fue enterrado en la “Fiesta de los Panes Sin Levadura” (“Hag Ha-Matzah”), pues el Cordero de Dios, con su muerte, removió la levadura del pecado; resucitó en la “Fiesta de las Primicias del Centeno” (“Bikkurim”), como primicia de la humanidad redimida; y, pasada la “Fiesta de las Semanas”, en la “Fiesta de las Primicias del Trigo” (“Shavuot”), que los judíos de lengua griega llaman “Pentecostés”, por haber pasado cincuenta días; en ese día, el mismo en que Moisés recibió la Ley del Sinaí, se derramará la Fuerza que viene de lo Alto y recibiréis la nueva Ley, el nuevo Abogado, Defensor y Consolador, el Espíritu de la Verdad, que os conducirá a la Verdad plena y os hará libres”. Pero, por las caras que ponen, el mismo Jesús se da cuenta que aquel último dato también les sobrepasa, pues no han probado, todavía, la experiencia de verle resucitado, aunque ya les había hablado de ello en aquella última cena: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Defensor. En cambio, si me voy, os lo enviaré” (Jn.16,7).

Y así, caminando y hablando, sin darse cuenta, han llegado a Emaús y uno de ellos, señalando con el dedo, dice: “¡Mirad! Ya se divisan las primeras casas, pero aún nos queda tiempo para una pregunta. Por favor, caminante, sácanos de la angustia: Si estaba profetizada su muerte, ¿también estaba profetizada su resurrección?”. Y Jesús les responde con alegría desbordante: “Pues, ¡claro! Ja, ja, ja. Haber empezado por ahí. El Rey David tiene un salmo donde anuncia: “Porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea la corrupción” (Sal.16,10); el mismo salmo que antes describía su pasión, ahora nos habla de su victoria: “¡Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré!” (Sal. 22, 23), y el propio Isaías, al final de ese capítulo que jamás leéis en las sinagogas, proclama que el Mesías verá linaje, que Dios Padre prolongará sus días y que verá el fruto de la aflicción de su alma y quedará satisfecho (cf. Is.53,5-11). Como veis, vuestro Mesías, a estas horas, debe estar más que resucitado, ¡hombres de poca fe!”. Y se ríen los tres, aunque, por dentro, los dos siguen pensando: “Sí, ¿pero dónde está?, ¿por qué no le vemos?”.

¡El tiempo se nos ha hecho un suspiro! -exclama uno de ellos- ¡Qué forma de hablar, pareces un doctor de la Ley!”. Y el otro, con la voz entrecortada, dice: “¡Es verdad, hablas como un “rabi!”, hablas como… como…”. “¡Como el Maestro! –le completa el primero- o como si conocieras profundamente al Maestro. Dinos, caminante: ¿Quién eres tú, realmente?”. Pero Jesús no le responde y, despidiéndose gentilmente, hace ademán de seguir su camino. Entonces, el primero, reteniéndole por la ropa, le dice visiblemente emocionado: “No nos dejes así, caminante, te lo suplico, pues tus palabras apaciguan nuestros corazones, haciendo renacer en nosotros la esperanza, y son un bálsamo para nuestras almas, que cicatrizan la tristeza y sanan nuestra frustración, al sanar nuestros recuerdos… Si fueras Él, diría que tus palabras son de vida eterna” (cf.Jn.6,68). Entonces, el otro, interponiéndose en su camino y señalando hacia la puerta, prosigue: “Quédate con nosotros esta noche; mira que ya es muy tarde y está para anochecer” (cf. Lc.24,29)Cena al menos con nosotros y déjanos pagarte, de alguna forma, todo el bien que hoy nos has hecho, antes de proseguir tu camino, oh viajero”.

Y Jesús, que lo está deseando, pone cara de: “Bueeeno, vaaale; pero solo un poco” y se queda con ellos a cenar. Los dos le invitan, entonces, a bendecir el pan para la cena y Jesús lo hace como siempre lo ha hecho, es decir, con una oración y bendición al Padre, como nadie jamás sabría hacerla, excepto Él, rompiendo el pan en dos mitades, con sus manos traspasadas por dos rubíes centelleantes, dándole la mitad a cada uno. En ese momento reaccionan y comprenden: “Mirarán al que traspasaron” (cf. Zac.12,10), pero Jesús ya no se deja retener más y desaparece de su lado, ante sus ojos de sorpresa y su sonrisa de alegría, mientras sus corazones, repicando a Pascua, con sus enormes latidos, están a punto de estallar de felicidad. Por fin, cuando se reponen un poco de la sorpresa y la emoción, ambos aciertan a decir, tartamudeando al unísono: “No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?” (cf. Lc.24,32)… Y el primero de ellos dice: “¿No fue eso lo que nos hizo retenerle un poco más y decirle, como Pedro, aquella vez, que tenía palabras de vida eterna (cf. Jn.6,68)?” y el segundo le responde: “¿No fue eso lo que nos hizo gozar cuando aceptó nuestra invitación a bendecir nuestro pan y compartir nuestra mesa?

Y, de común acuerdo, no comen la mitad del pan que Jesús les ha entregado, sino que, cada uno la envuelve, cuidadosamente, en un lienzo limpio y la guarda con veneración en su zurrón de viaje, como una preciosa reliquia de su encuentro con Jesús y prueba de su Resurrección para los hermanos que todavía estén en el Cenáculo, que permita reunir nuevamente a todos los discípulos de Jesús, que decepcionados, se dispersaron tras su muerte, tal como ellos mismos hicieron, y, en plena noche, salen corriendo hacia Jerusalén, encontrando milagrosamente abierta la puerta de la muralla, pudiendo pasar el retén de guardia de la puerta sin ser notados y sin que ninguna ronda de guardia les moleste en su deambular por las callejas que llevan al cenáculo, como si fueran invisibles, a pesar del toque de queda. Y una vez reunidos con María, los apóstoles y los demás hermanos, los de Emaús comienzan a dar su testimonio y, al sacar de sus zurrones las dos mitades del Pan eucarístico, las desenvuelven con veneración, delante de todos, como prueba de lo que dicen, y, al juntar ambas mitades, Jesús resucitado, saliendo de ese Pan, se aparece en medio de ellos, lleno de gloria y majestad, y les dice: “Paz a vosotros” (Lc.24,36).

¿FIN?…

¡Lo dudo!

P. Juan José Cepedano Flórez CMM.

A todos los que, habiendo probado, desandan sus pasos y se convierten en testigos.

+ Salamanca, 28 de Marzo de 2021, Domingo de Ramos en la Pasión del Señor.

© Imágenes tomadas de Internet.


22
Mar 21

PERSONAJE INVITADO: P. RANIERO CANTALAMESSA OFMCAP: “El Espíritu Santo, alma de la misión”


P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
© OMP España / Camino Católico

1.- EL MEDIO Y EL MENSAJE:

 

Si yo quiero difundir una noticia, el primer problema que se me plantea es con qué medio transmitirla: ¿con los periódicos?, ¿la radio?, ¿la televisión? El medio es tan importante que la moderna ciencia de las comunicaciones sociales ha acuñado el eslogan: «El medio es el mensaje» (The mediums is the message) [1].

Ahora bien, ¿cuál es el medio primordial y natural de transmisión de la palabra? Es el aliento, el soplo, la voz. Él toma, por así decirlo, la palabra que se ha formado en el secreto de mi mente y la lleva hasta vosotros. Los demás medios no hacen más que potenciar y amplificar este primer medio del aliento o de la voz. Incluso la escritura viene después y presupone la viva voz, puesto que las letras del alfabeto no son más que signos que representan sonidos.

También la palabra de Dios sigue esta ley. Se transmite por medio del aliento, de un soplo. ¿Y cuál es, o quién es, el soplo o el Ruah de Dios, según la Biblia? Lo sabemos: ¡es el Espíritu Santo! ¿Puede mi aliento animar vuestra palabra, o vuestro aliento animar la mía? No. Mi palabra sólo puede ser pronunciada con mi aliento y la vuestra, con el vuestro. Así, de forma análoga, se entiende, la palabra de Dios: sólo puede ser animada por el soplo de Dios que es el Espíritu Santo.

Esta es una verdad sencillísima y casi obvia, pero de consecuencias inmensas. Es la ley fundamental de todo anuncio y de toda evangelización. El Espíritu Santo es su verdadero y esencial medio de comunicación, sin el cual no se percibe más que el revestimiento humano del mensaje. Las palabras de Dios son «Espíritu y vida» (cf. Jn.6,63) y, por tanto, no se pueden transmitir ni acoger si no «en el Espíritu».

Esta ley fundamental es la que vemos en acción, concretamente, en la historia de la salvación. Jesús comenzó a predicar «impulsado por el Espíritu Santo» (Lc.4,14ss). Él mismo declaró: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres» (Lc.4,18).

Después de la Pascua, Jesús exhortó a los apóstoles para que no se alejaran de Jerusalén hasta que no hubieran sido revestidos de la fuerza de lo alto: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros para que seáis mis testigos» (Hch.1,8). Todo el relato de Pentecostés sirve para poner de manifiesto esta verdad. Llega el Espíritu Santo y he aquí que Pedro y los demás apóstoles, en voz alta, comienzan a hablar de Cristo crucificado y resucitado y su palabra tiene tanta fuerza que tres mil personas sienten que les traspasa el corazón.

El Espíritu Santo, venido sobre los Apóstoles, se transforma en ellos en un impulso irresistible para evangelizar. San Pablo llega a afirmar que sin el Espíritu Santo es imposible incluso proclamar que Jesús es el Señor, que es la forma más elemental y el principio mismo de todo anuncio cristiano. Sin el Espíritu Santo – dice san Agustín –, grita al vacío: «Abba», quien lo grite [2], y sin el Espíritu Santo, grita en vano: «¡Jesús es el Señor!», quien lo grite. San Pedro define a los apóstoles como «aquellos que han anunciado el Evangelio en el Espíritu Santo» (1Pe.1,12). Con la palabra «Evangelio» indica el contenido y con la expresión «en el Espíritu Santo» indica el medio o el método del anuncio.

Sin embargo, nadie podrá expresar jamás el nexo íntimo que existe entre la evangelización y el Espíritu Santo mejor de cómo lo hizo el mismo Jesús la noche de Pascua. Al aparecerse ante los apóstoles en el cenáculo, les dijo: «Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros. Después sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn.20,21-22). Al dar a los apóstoles el mandato de ir a todo el mundo, Jesús les confirió,  también, el medio para poderlo realizar –el Espíritu Santo–, y lo confirió, significativamente, con el signo del soplo, del aliento.

He desarrollado estas reflexiones teológicas sobre el papel del Espíritu Santo en la evangelización —como se habrá notado— con prisas, sucintamente, porque, en realidad, lo que más me apremia es desarrollar el segundo punto: qué hacer, en concreto, para obtener el Espíritu Santo en nuestra evangelización; cómo hacer para ser, también nosotros, revestidos de la fuerza de lo alto, como en un «nuevo Pentecostés». Destacaré dos medios que considero esenciales para este propósito: oración y rectitud de intención. Lo que digo no se aplica sólo a la evangelización, sino que implica todo nuestro ministerio pastoral, por lo cual creo que nos interpela a todos, incluso a quien no está ocupado en la predicación en sentido estricto.

  1. ORACIÓN:

Es fácil saber cómo se obtiene el Espíritu Santo para la predicación. Es suficiente ver cómo lo obtiene Jesús y cómo lo obtiene la misma Iglesia el día de Pentecostés. Lucas describe el acontecimiento del bautismo de Jesús de la siguiente manera: «Mientras Jesús estaba orando, se abrió el cielo, descendió el Espíritu Santo sobre él» (Lc.3,21-22). «Mientras estaba orando»: se diría que, para san Lucas, fue la oración de Jesús la que abrió los cielos e hizo descender al Espíritu Santo. No mucho después, en el mismo Evangelio de Lucas, leemos: «Mucha gente acudía para oírlo y para que los curase de sus enfermedades. Pero él se retiraba a los lugares solitarios para orar» (Lc.5,15-16). Ese «pero» adversativo es muy elocuente; crea un contraste especial entre las multitudes que apremian y la decisión de Jesús de no dejarse arrastrar por las multitudes renunciando a su diálogo con el Padre.

La tradición evangélica se ha preocupado de transmitirnos únicamente las noticias sobre la oración personal de Jesús; pero todo hace pensar que, junto a esta oración personal o privada, en la jornada de Jesús, existía la oración común a todos los israelitas piadosos, prevista en tres horas establecidas: al salir el sol, por la tarde durante el sacrificio en el templo, y por la noche, antes de dormir. ¡También Jesús ha recitado la liturgia de las horas! Por tanto, la oración fue una especie de telón de fondo ininterrumpido en la vida de Jesús, como un tejido continuo en el que todo se empapa.

Si, desde Jesús, pasamos ahora a la Iglesia, notamos lo mismo. El Espíritu Santo, en Pentecostés, vino sobre los apóstoles mientras ellos hacían «constantemente oración en común» (Hch.1,14). Lo único que podemos hacer en relación con el Espíritu Santo, el único poder que tenemos sobre él, es invocarlo y rezar. No hay otros medios. Pero este medio «débil» de la oración y de la invocación es, en realidad, infalible: «¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes le pidan!» (Lc.11,13). Dios se ha comprometido a dar el Espíritu Santo a quien ora.

No es suficiente la oración personal; se necesita también la de toda la comunidad. He experimentado muchas veces que la palabra de Dios ama venir sobre el anunciador cuando está en oración con una comunidad. Una vez estaba buscando una palabra para proclamar durante la predicación que hago todos los años el Viernes Santo, en la Basílica de san Pedro, en presencia del Papa. En un grupo de oración, un hermano leyó el fragmento de Flp.2. Al oír las palabras «toda rodilla se doble», una luz. Como si alguien me hubiera dicho: Ésta es la palabra que debes proclamar. Así hice y se reveló verdaderamente, por los frutos, como palabra de Dios.

Creo que no hay don más precioso para un anunciador o un pastor de almas que tener a su alrededor a un grupo de personas con las que orar con sencillez, como hermanos entre hermanos, sin distinciones de grado, de jerarquía. Tal y como estaban los apóstoles con las mujeres y los discípulos en el cenáculo, antes de salir por las calles de Jerusalén. Después, cuando están ante el pueblo, los apóstoles retoman sus vestiduras de apóstoles y su autoridad. En Hch.4 se ve cómo está la comunidad en oración, con la fuerza de los carismas que se manifiestan en ella, que devuelve el valor a los apóstoles Pedro y Juan, amenazados por el Sanedrín e inseguros sobre qué hacer, de forma que vuelven a anunciar con franqueza (parresia) a Cristo.

El esfuerzo para una evangelización mundial está expuesto a dos peligros principales. Uno es la inercia, la pereza, el no hacer nada y dejar que los demás hagan todo. El otro es lanzarse a un activismo humano febril y vacío, con el resultado de perder poco a poco el contacto con la fuente de la palabra y de su eficacia. Esto también sería lanzarse al fracaso. Cuanto más aumenta el volumen de la evangelización y de la actividad, más debe aumentar el volumen de la oración.

Se objeta: esto es absurdo: ¡el tiempo es el que es! De acuerdo. Pero, ¿quién ha multiplicado los panes, no podrá acaso multiplicar también el tiempo? Por lo demás, es lo que Dios hace continuamente y lo que experimentamos cada día. Después de haber rezado, se hacen las mismas cosas en menos de la mitad de tiempo. También se dice: ¿Cómo estar tranquilos rezando, como no correr, cuando la casa se quema? Esto también es verdad. Pero imaginad lo que le ocurriría a un equipo de bomberos que corriera a apagar un fuego y después, una vez en el sitio, se diera cuenta de que no tienen con ellos, en los depósitos, ni una sola gota de agua. Así somos nosotros cuando corremos a predicar sin orar. No es que falte la palabra; por el contrario, cuanto menos se reza, más se habla, pero son palabras vacías, que no traspasan el corazón de nadie. Palabras «inútiles».

Jesús dijo una frase que siempre ha hecho temblar a los cristianos: «De toda palabra ociosa que digan los hombres darán cuenta el día del juicio» (Mt.12,36). ¿Qué quiere decir palabra «ociosa»? ¿Tal vez palabra inútil, palabra mala, o calumnia? Los textos paralelos (cf. Mt.7,15-20) permiten comprender que Jesús quiere hablar aquí de los falsos profetas que hablan en nombre propio. El término griego, que se traduce normalmente por «inútil», u «ocioso», significa literalmente «ineficaz, estéril, que ni crea ni produce nada» (argon). Por tanto, palabra vacía, estéril. Lo contrario de la palabra de Dios que se define, con frecuencia, en la Biblia como enérgica (energes), eficaz y creadora (cf. 1Ts.2,13; Hb.4,12).

La famosa palabra «ociosa» de la que los hombres deberán dar cuenta en el día del juicio no es, por tanto, cualquier palabra ociosa; es la palabra inútil, vacía, pronunciada por quien debería pronunciar las enérgicas palabras de Dios. Es, en resumen, la palabra del falso profeta, que no recibe la palabra de Dios y que, sin embargo, induce a los demás a creer que es palabra de Dios. El hombre deberá dar cuenta de cada palabra inútil sobre Dios. He aquí el sentido de la grave advertencia de Jesús.

«Evita las palabrerías profanas», decía san Pablo a su discípulo Timoteo (2 Tim.2,16). ¡Cuántas conversaciones profanas las confundimos con palabra de Dios! En medio del torbellino de palabras inútiles y puramente humanas que salen de la Iglesia, el mundo ya no percibe la enérgica palabra de Dios y encuentra un buen pretexto para quedarse tranquilo en su incredulidad y en su pecado. Si escuchara la verdadera palabra de Dios, ya no sería tan fácil para el incrédulo escapar diciendo (como hace con frecuencia, después de escuchar nuestras predicaciones): «¡Palabras, palabras, palabras!». La palabra de Dios, leemos en Jeremías, es «como el fuego, como el martillo que deshace la roca» (Jer.23,29).

La evangelización tiene necesidad vital de auténtico espíritu profético. Sólo una evangelización profética puede sacudir al mundo. En el Apocalipsis se lee la siguiente frase: «El testimonio de Jesús es el espíritu de profecía» (Ap.19,10). Como decir: el alma de la evangelización (¡«testimonio de Jesús» equivale a evangelización!) es la profecía. Ahora bien, es precisamente de la oración de donde se saca este espíritu profético.

Hay dos formas de preparar una predicación. Puedo sentarme a la mesa y elegir yo mismo la palabra a anunciar y el tema a desarrollar basándome en mis conocimientos, preferencias, etc., y después, una vez preparado el discurso, ponerme de rodillas para pedir a Dios que le dé fuerza a mis palabras, que añada el Espíritu Santo a mi cultura. Es ya una buena cosa, pero no es el camino profético. Es necesario hacer lo contrario. Primero, ponerse de rodillas y preguntar a Dios qué palabra quiere decir; después, sentarse a la mesa y poner la propia cultura y los propios medios al servicio de Dios para dar cuerpo a esa palabra. Esto lo cambia todo: ya no se trata de una palabra mía, sino de la palabra de Dios; ya no es Dios el que debe hacer suya mi palabra, sino yo quien hago mía la palabra de Dios.

De hecho, Dios tiene, en toda circunstancia, una palabra suya que quiere que llegue a su pueblo. Es la que cambia las cosas, la que se necesita descubrir. Y es seguro que él no falla al revelársela a su ministro, si se la pregunta humildemente y con insistencia. Al principio, se trata de un movimiento casi imperceptible del corazón: una pequeña luz que se enciende en la mente, una palabra de la Biblia que comienza a llamar la atención y que ilumina una situación. Por tanto, una pequeña semilla. Pero, a continuación, te das cuenta de que dentro estaba todo; había un trueno que podría arrancar los cedros del Líbano. Estaba la fuerza del Espíritu Santo. Después te sientas en la mesa, abres tus libros, utilizas tus apuntes, recoges tus recuerdos, consultas a los Padres de la Iglesia, a los maestros, a los poetas… Pero ya es todo distinto. Ya no es la palabra de Dios al servicio de tu cultura, sino tu cultura al servicio de la palabra de Dios. Es ella la que domina y la que está por encima. Entonces, ella libera toda su fuerza.

¿Qué sucede en la oración que sea tan importante como para determinar todo este cambio? Es que con el solo hecho de ponerse en oración, el hombre se somete a Dios, se pone en actitud de obediencia y de apertura en relación con él: «reconoce a Dios su poder» (cf. Sal.68,35). Dios no puede revestir con su autoridad más que a quien acepta su voluntad. De otra forma sería magia, no profecía. Dios —decía el apóstol Pedro para explicar la incredulidad de los jefes del Sanedrín— da el Espíritu Santo «a quienes se someten a él» (cf. Hch.5,32). Lo da a los obedientes.

Hay que morir a uno mismo, dejarse lacerar el corazón, para acoger toda la voluntad del Padre, que es mucho más grande y distinta que la nuestra. Yo estoy persuadido de que existieron muchas noches de Getsemaní en la vida de Jesús, no sólo una. En ellas él luchaba con Dios, pero no para doblegar a Dios a su voluntad, como hacía Jacob en su lucha con Dios, sino para doblegar su voluntad humana a Dios y decir, ante cada nueva dificultad y exigencia: «Fiat, Sí». Después de estas noches, Jesús volvía a predicar a las multitudes y las multitudes decían, llenas de asombro: «¡Habla con autoridad! ¿De dónde le viene esta autoridad?».

¡Claro que hablaba con autoridad! De hecho, hablaba con la autoridad misma de Dios, porque cuando uno se rinde completamente a Dios, entonces, misteriosamente, Dios se rinde a él y le confía su Espíritu y su poder, del que ahora sabe que no abusará para sí mismo y para su gloria, ni para manipular a sus hermanos. Entonces sucede que las palabras que él pronuncia traspasan el corazón. Él mismo experimenta una autoridad que no viene de él. Con este propósito, aconsejo acercarse al sacramento de la reconciliación antes de cada compromiso importante de predicación. Estar libres de pecado sitúa en una especial sintonía con Dios.

 

  1. UNA EVANGELIZACIÓN HUMILDE:

Después de la oración, un medio importantísimo para permitir al Espíritu Santo que obre a través de nuestra predicación y, en general, a través de todo nuestro ministerio pastoral, es la rectitud de intención. El hombre ve lo externo, pero Dios escudriña las intenciones del corazón (cf. 1 Sam.16,7). Una acción vale para Dios lo que vale la intención con que se hace. El Espíritu Santo no puede actuar en nuestra evangelización, si el motivo de la misma no es puro. No puede hacerse cómplice de la mentira. No puede venir a potenciar nuestra vanidad.

Entonces, debemos preguntarnos: ¿por qué queremos evangelizar? ¿Por qué queremos dedicar este milenio a una evangelización mundial? El «por qué» se predica es casi tan importante como el «qué» se predica. Nada ofusca y disminuye tanto el poder de nuestra predicación como la falta de pureza en las intenciones. Hago referencia a dos direcciones en las que es necesario trabajar, sobre todo, para purificar nuestras intenciones: la humildad y el amor.

San Pablo pone de manifiesto que se puede anunciar a Cristo por motivos no buenos y no rectos: «Algunos predican a Cristo por espíritu de envidia y competencia,… por rivalidad» (Flp.1,15-17). Hay dos fines fundamentales por los que predicar a Cristo: o por nosotros mismos, o por Cristo. Consciente de esto, el Apóstol declara solemnemente: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo» (2Co.4,5).

Todos sabemos que Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, ha querido crear una antítesis tácita entre Pentecostés y Babel, de forma que presenta la Iglesia como el anti-Babel. Pero, ¿en qué consiste el contraste entre las dos situaciones? ¿Es que en Babel las lenguas se confunden y nadie entiende nada, aun hablando la misma lengua, mientras que en Pentecostés todos se entienden, aun hablando lenguas distintas? La explicación está en la misma Biblia. Está escrito que los constructores de la torre de Babel se prepararon para la empresa diciendo: «Ea, edifiquemos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo. Hagámonos famosos y no andemos más dispersos por la tierra» (Gén.11,4).

¿Habéis oído lo que dicen? «¡Hagámonos famosos!», y no: «¡Hagamos famoso a Dios!». En cambio, en Pentecostés todos entienden a los apóstoles porque ellos «proclaman las grandes obras de Dios» (Hch.2,11). No se proclaman a sí mismos, sino a Dios. Se han convertido radicalmente. Ya no discuten quién de ellos es el más grande, sino que están preocupados sólo de la grandeza y de la majestad de Dios. Están «ebrios» de su gloria. Éste es el secreto de esa conversión en masa de tres mil personas. Por esto los hombres, ante la palabra de Pedro, «sintieron que les traspasaba el corazón». El Espíritu Santo pasaba sin obstáculo a través de su palabra, porque la intención era recta, es decir, «dirigida».

En la antigüedad se creía que los constructores de Babel eran impíos que pretendían desafiar a Dios. Si así fuera, la contraposición juzgaría hoy sólo a los ateos, a los de fuera, y coincidiría con el contraste entre la Iglesia y el mundo. Pero no es así. Hoy sabemos que los constructores de Babel eran hombres piadosos y religiosos. La torre que querían construir era, en realidad, un templo para la divinidad. Era uno de esos templos con terrazas superpuestas, llamados zikkurat, de los que se han encontrado restos en Mesopotamia. El pecado de los hombres de Babel es que construyen un templo «a» Dios, pero no «para» Dios. Lo construyen para hacerse famosos, para su gloria. Instrumentalizan a Dios.

Por tanto, Babel nos juzga a nosotros. La contraposición entre Babel y Pentecostés ocurre dentro de la Iglesia. La evangelización, y este mismo discurso mío, toda iniciativa y actividad pastoral, puede situarse de la parte de Babel o de la de Pentecostés. Cada vez, se pasa del espíritu de Babel al de Pentecostés a través de una conversión del corazón. ¡Nosotros somos capaces de utilizar para nuestra afirmación personal incluso las cosas más santas, incluso el servicio a Dios, incluso a Dios! Somos impíos, podemos admitirlo claramente. ¡Cuál fue mi confusión y sorpresa el día en que, intentando descubrir, a través de los comentarios bíblicos, quiénes pudieron ser, históricamente, los constructores de Babel, de repente, vi con extrema claridad que uno de ellos era yo! Ya no necesitaba la arqueología. Ya no era necesario excavar en las ruinas de Mesopotamia; era suficiente excavar en mi interior, en mi corazón.

Éste es también el camino hacia un auténtico acuerdo ecuménico en la evangelización. Mientras trabajemos para hacernos famosos, o para hacer famoso a nuestro movimiento, a nuestra orden religiosa particular, a nuestra Iglesia o denominación, no podemos más que dividirnos entre nosotros, cristianos, y dejarnos consumir por el espíritu de competición y de rivalidad como, de hecho, ha ocurrido en el pasado. Cuando nos convirtamos a la gloria de Dios y anunciamos juntos sus grandes obras en fraternal concordia, en el respeto escrupuloso a las directrices de la propia Iglesia y con espíritu de humildad y de obediencia, entonces, todos nos escucharán, las personas se sentirán traspasar el corazón. Construiremos verdaderamente la torre que llega hasta el cielo, que es la Iglesia.

La solución es pedir a Dios que nos haga vivir una experiencia ardiente de su gloria, como hizo con algunos profetas. Isaías, al ver la santidad y la gloria de Dios, gritó: «¡Estoy perdido!» (cf. Is.6,5). Ezequiel cayó a tierra como muerto (cf. Ez.1,28). Después de esto pudo pronunciar su: «¡Ahora ve y profetiza a mi pueblo!» Eran hombres nuevos, muertos a la propia gloria, por tanto, libres y tremendos. El mundo está desarmado contra estos hombres. Con ellos no puede poner en práctica su poder de seducción y de lisonja.

Pidamos a Dios que nos conceda una experiencia de este tipo, de forma que enrojezcamos de vergüenza cada vez que nos sorprendamos buscando nuestra gloria personal y no cesemos de luchar y de arrepentirnos. Jesús decía: «¡Yo no busco mi gloria!» (Jn.8,50). Es necesario hacer nuestras estas palabras y repetírnoslas a nosotros mismos. Ellas tienen un poder casi sacramental de realizar lo que significan. Hagamos de ellas nuestro programa secreto. Más aún, os propongo proclamar ahora todos juntos esas palabras de Jesús, como una especie de grito de batalla. Que cada uno diga fuerte, en su propia lengua: «¡Yo no busco mi gloria!». De nuevo: «¡Yo no busco mi gloria!».

Este es un grito que hace temblar las puertas del infierno. Cinco o seis mil sacerdotes que no busquen su propia gloria serían suficientes para convertir, no sólo la Tierra, sino también otros planetas si fuera necesario. Pero recordemos algo: la carcoma de la búsqueda de la propia gloria no muere sin antes probar el leño amargo de la cruz. Aceptar la cruz, determinadas cruces, es el único camino para purificar de verdad nuestras intenciones y convertirnos, también nosotros, como los apóstoles en Pentecostés, en muertos a nosotros mismos y en proclamadores sólo de las grandes obras de Dios.

 

  1. EVANGELIZACIÓN Y COMPASIÓN:

Una vez quitado de en medio el obstáculo principal, que es la búsqueda de uno mismo, no estamos aún en la perfección de las intenciones. La intención en la predicación de Cristo puede estar contaminada por otras faltas. Entre ellas, la principal es la falta de amor. San Pablo dice: «Aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, no soy más que una campana que toca o unos platillos que resuenan» (1 Cor.13,1). La experiencia me ha hecho descubrir una cosa: que se puede anunciar a Jesucristo por motivos que tienen poco o nada que ver con el amor. Se puede anunciar por proselitismo, para encontrar —en el aumento del número de adeptos— una legitimación para la propia pequeña Iglesia o secta, especialmente si es de fundación propia o reciente. Se puede anunciar para llenar el número de los elegidos, para llevar el Evangelio a los confines de la tierra y así apresurar la vuelta del Señor.

Naturalmente, algunos de estos motivos son buenos y sacrosantos. Pero, por sí solos, no son suficientes. Falta ese genuino amor y compasión por los hombres que es el alma del Evangelio. ¿Por qué mandó Dios al primer misionero al mundo, a su Hijo Jesús? Por nada más que por amor: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn.3,16). ¿Por qué predicaba Jesús el reino? Únicamente por amor, por compasión. «Tengo compasión de estas multitudes —decía— porque son como ovejas sin pastor» (cf. Mt.9,36; 15,32). El Evangelio del amor no se puede anunciar más que por amor. Si no amamos a las personas que tenemos delante, las palabras se nos transforman en las manos, fácilmente, en piedras que hieren. Entonces, es necesario convertirse, pedir a Jesús su amor, junto con su palabra.

Con frecuencia, nos parecemos a Jonás. Jonás había ido a predicar a Nínive, pero no amaba a los ninivitas y Dios tuvo que esforzarse más para convertirlo a él, el predicador, que para convertir a los habitantes de Nínive. Jonás está visiblemente más contento cuando puede gritar: «¡Cuarenta días más y Nínive será destruida!», que no cuando debe anunciar el perdón de Dios y la salvación de Nínive. Se preocupa más de la higuera que le procura una sombra que de la salvación de esa ciudad. «Tú te enfadas —dice Dios a Jonás— por una higuera… ¿y no voy a tener yo compasión de Nínive, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no saben distinguir su derecha de su izquierda?» (Jn.4,10-11).

Por tanto, amor por los hombres. Pero también y, sobre todo, amor por Jesús. Es el amor de Cristo el que nos debe impulsar. «¿Me amas? —dice Jesús a Pedro— Apacienta a mis corderos» (cf. Jn.21,15ss). Apacentar y predicar deben nacer de una amistad genuina con Jesús. Es necesario amar a Jesús, porque sólo quien está enamorado de Jesús lo puede proclamar al mundo con íntima convicción. Sólo se habla con efusividad de lo que se está enamorado. El amor hace poetas y, para ser evangelizadores, hay que ser un poco poetas. Jesús es el héroe y nosotros debemos ser sus cantores, los que, como los antiguos juglares, van de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, proclamando las grandes hazañas de su héroe y suscitando admiración por él.

Hay un consejo que doy normalmente cuando algún sacerdote joven o seminarista me pregunta qué debe hacer para ser un sacerdote válido. Enamórate —le digo— de Jesús; haz de él tu amigo, tu Señor y tu héroe. Intenta establecer con él una relación de íntima y devota amistad. Pide al Espíritu Santo que ponga a Jesús «como sello en tu corazón». Después, vete tranquilo. El mundo te hará guerra, pero no te vencerá.

 

  1. UNA RENOVACIÓN DE LA PREDICACIÓN EN EL ESPÍRITU:

Todo lo que he dicho hasta ahora nos lleva a la conclusión de que es necesaria una renovación de la evangelización en el Espíritu Santo. Las esperanzas de la Iglesia de conquistar el mundo para Cristo y de presentarle un mundo más cristiano. En la celebración del XVI centenario del Concilio ecuménico Constantinopolitano I —el concilio que definió la divinidad del Espíritu Santo— Juan Pablo II escribió que «toda la obra de renovación de la Iglesia, que el concilio Vaticano II, tan providencialmente, ha propuesto e iniciado… no puede realizarse si no en el Espíritu Santo, es decir, con la ayuda de su luz y de su fuerza» (2).

He intentado ilustrar, en estas reflexiones mías, cómo podemos, por parte nuestra, colaborar con esta renovación de la evangelización mediante el Espíritu: con la oración, la humildad, el amor, la cruz. Ahora, antes de concluir, quisiera señalar un ámbito en que debería manifestarse esta renovación de la evangelización católica. Con frecuencia se repite que la falta o la debilidad de un primer anuncio fuerte de la fe, que lleve al descubrimiento y a la elección de Jesús como Señor y Salvador personal de la propia vida, es una de las causas principales del paso de muchos católicos, en determinadas zonas, a otras denominaciones cristianas o, incluso, a las sectas. Ciertamente, hay algo de verdad en ello. Nosotros, católicos, estamos más preparados, por nuestro pasado, para ser «pastores» que para ser «pescadores» de hombres, es decir, estamos más preparados para apacentar a las personas que han seguido fieles a la Iglesia que para atraer nuevas personas a ella, o a «repescar» a las que se han alejado.

Pero yo no creo que esta sea la razón última del malestar de la evangelización en la Iglesia católica. Esto es, a su vez, el efecto de una causa más profunda que creo que se debe tener el valor de manifestar. En las iglesias protestantes, y especialmente en determinadas iglesias nuevas y sectas, la predicación lo es todo. Como consecuencia, a ella se preparan y en ella encuentran el modo natural de expresión los elementos más dotados. Es la actividad número uno en la Iglesia. Sin embargo, ¿a quiénes se reserva entre nosotros para la predicación? ¿Dónde terminan las fuerzas más vivas y válidas de la Iglesia? ¿Qué representa el oficio de la predicación entre todas las actividades y destinos posibles para un joven sacerdote? Me parece entrever un grave inconveniente: que se dedican a la predicación sólo los elementos que quedan después de haber elegido para los estudios académicos, para el gobierno, para la diplomacia, para la enseñanza y para la administración. Aquí está, en mi opinión, el punto débil.

Es necesario devolver su puesto de honor en la Iglesia al oficio de la predicación. Me ha llamado la atención una reflexión del Padre de Lubac: «El ministerio de la predicación no es la vulgarización de una enseñanza doctrinal en forma más abstracta, que sería anterior y superior a él. Es, por el contrario, la enseñanza doctrinal misma, en su forma más alta. Esto era cierto en la primera predicación cristiana, la de los apóstoles, y es igualmente cierto en la predicación de los que los han sucedido en la Iglesia: los Padres, los Doctores y nuestros Pastores en el momento presente» (3). A su vez, Urs von Baltasar dice que «la misión teológica misma está subordinada a la misión de la predicación en la Iglesia».

Estas afirmaciones me han impresionado porque parece que, de hecho, la relación existente entre estas dos actividades, por lo menos en opinión de la mayoría de la gente y de los mismos sacerdotes, es precisamente la contraria, la predicación no sería más que la vulgarización de una enseñanza más técnica y abstracta que le es anterior y superior: la teología. San Pablo, el modelo de todos los predicadores, ponía claramente la predicación antes que cualquier otra cosa y todo lo subordinaba a ella. Hacía teología predicando, y no una teología desde la que dejar que los demás dedujeran después las cosas más elementales para transmitirlas a los fieles sencillos en la predicación.

En este punto, yo me atrevo a hacer una invitación: «¡Teólogos, a la predicación! Teólogos, no paséis toda la vida frecuentando los libros, las bibliotecas y los institutos académicos, o las distintas redacciones. Lo que estas cosas podían daros, tal vez os lo han dado ya. Existe otra fuente de conocimiento de los caminos de Dios, otra escuela: ¡la vida, las almas! Ellas os enseñarán lo que los libros y los maestros humanos no han podido enseñaros. También va dirigida a vosotros la invitación de Jesús: ¡Id también vosotros a mi viña!: Ite et vos in vineam meam!».

¡Hay necesidad de vosotros, precisamente de vosotros! Hay necesidad de personas preparadas para hacer síntesis, para aplicar el mensaje al mundo de hoy, para dar al pueblo de Dios lo mejor de la doctrina, no ideas de segunda mano, para inculturar la fe en profundidad. Hay necesidad de personas preparadas en los estudios, que posean un método sólido, que abran al pueblo de Dios los depósitos de la tradición católica, donde están almacenados inmensos tesoros de experiencia, de doctrina, de santidad y de discernimiento. Y esto, sólo vosotros podéis hacerlo. Hay necesidad de personas que sepan «demostrar al mundo en qué está el pecado…. El pecado consiste en que no creen en mí» (Jn.16,8-9). Hay necesidad de personas capaces de empuñar las armas que, —como dice san Pablo— «sean capaces de destruir fortalezas, de deshacer las acusaciones y toda altanería que se levante contra el conocimiento de Dios, de someter todo entendimiento a la voluntad de Cristo» (2 Cor.4-5). Y estas personas sólo podéis ser vosotros.

Es verdad que el servicio que la teología presta a la evangelización es ya inmenso y variado. Pero no es suficiente. Es todavía demasiado indirecto; deja a los demás, a los simples agentes pastorales, el hacer una síntesis que ellos no son capaces de hacer. Hay necesidad de teólogos en la arena, no sólo a distancia.

¿Hombres «perdidos» para la investigación y para la teología? Yo digo: No; al contrario, ganados. ¿No eran Orígenes, Agustín y Basilio buenos teólogos? ¿Y qué hacían ellos todo el día si no predicar al pueblo y educarlo? ¿Cómo nacieron sus tratados teológicos más sublimes, si no de su actividad pastoral? ¿Dónde adquirieron su estupenda claridad y esencialidad, si no de la necesidad en que se encontraban, cada día, de explicar sus ideas al pueblo, con frecuencia, analfabeto? «Prefiero ser entendido por un pescador que alabado por un profesor» (Malo intelligi a piscatore quam laudari a doctore), decía san Agustín, y así ha terminado por obtener ambas cosas: es comprendido por los sencillos y admirado por los doctos.

Por tanto, no elementos perdidos, sino más bien ganados para la teología. Para una teología, se sobreentiende, menos académica, menos ideológica, menos escolástica y más espiritual. Menos en diálogo o, según los casos, en lucha, perenne y extenuante con la filosofía y la cultura del mundo y más en diálogo con la vida del cristiano y con el mundo de la fe. Es cierto que no todos están llamados a dejar la investigación para dedicarse exclusivamente a la predicación directa y al ministerio pastoral como el Señor me ha pedido a mí. ¡Ay si fuera así! Pero todos están llamados a asumir una parte más activa en la evangelización.

Un día Pedro dijo a Jesús: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos espera?» Y Jesús respondió prometiéndoles «el ciento por uno y la vida eterna» (cf. Mt.19,27-29). Quizás, también a nosotros se nos ocurre pensar: a lo que Jesús nos llama como evangelizadores es difícil; ¿qué recibiremos a cambio? Debo dar el siguiente testimonio a Jesús: Él da de verdad el ciento por uno ya aquí abajo, sin contar la vida eterna. El ciento por uno en alegría, plenitud de sentido y de vida; en hijos, hijas, hermanos, hermanas y madres. Una alegría tan profunda e intensa que Pablo la compara con la alegría del hombre que engendra una nueva vida: «Yo —dice— por medio del Evangelio os he engendrado en Cristo Jesús» (1 Cor.4,15). A veces se vive con intolerancia el propio celibato sacerdotal, pensando que nos esteriliza. La causa es que no se ha descubierto la alegría de la fecundidad espiritual que proporciona, especialmente, el ministerio de la predicación.

En el momento en que recibí la oración «para una nueva efusión del Espíritu», alguien pronunció sobre mí estas palabras: «Conocerás una nueva alegría en el anuncio de mi palabra». ¡Ha sido verdad! También en el ámbito espiritual, pocas alegrías son comparables a la de convertirnos en padres de almas. Una vez, en un congreso, después de haber hablado, sentí que alguien, entre la multitud, me tiraba del borde del hábito. Me volví. Era un joven que casi no tuvo tiempo de gritarme: «¡Padre, yo soy cristiano por causa tuya!» Y desapareció de mi vista. Pero qué conmoción, qué sentido de temor y de agradecimiento a Dios, que nos llama a ser sus colaboradores y no para generar vida corruptible, sino incorruptible.

Para que no nos apeguemos al ciento por uno aquí abajo, sino sólo a la vida eterna, a veces ocurre que se nos quita toda alegría y sentimos sólo cansancio, angustia, tribulación y, sobre todo, vergüenza por la incoherencia entre nuestra palabra y nuestra vida, y deseo de callar y de escapar. Pero entonces es el momento más precioso, el de dejar toda la alegría a Jesús.

A propósito de la alegría que podemos dar a Jesús, un día abrí la Biblia y me vino esta palabra que creo que no es sólo para mí, sino para todos nosotros, aquí reunidos, para redescubrir nuestra vocación de mensajeros del Evangelio. Es una palabra que nunca había notado antes de ahora: «El frío de la nieve en el calor de la siega, tal es un mensajero fiel para quien le envía: refresca el ánimo de su Señor» (Prov.25,13).

La imagen del calor y del frío me ha hecho pensar inmediatamente en Jesús en la cruz que grita: «¡Tengo sed!». Él es el gran segador sediento de almas que estamos llamados a refrescar con nuestro humilde y devoto servicio. Él es el héroe, del que estamos llamados a ser poetas y cantores. Por eso, dirijámosle nuestra oración: Señor Jesucristo, nosotros somos hombres de labios impuros y habitamos en un pueblo de labios impuros. Pero si tú nos aceptas, cada uno de nosotros te repite con alegría, como el profeta Isaías: Ecco ego, mitte me!: «¡Heme aquí Señor, envíame!»

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

+ Ponencia en Madrid, 20 de Marzo de 2018.

Traducción de D. Pablo Cervera Barranco.

OMP España / Camino Católico.

© Imágenes tomadas de Internet.

 

NOTAS AL TEXTO

[1] Marshal Mcluhan, Understanding Media. The Extensions of Man (Mc Graw Hill, Nueva York 1964).

[2] Cf. S. Agustín, Sermón, 71,18: PL 38,461.

(2) AAS 73 (1981) 521.

(3) H. de Lubac, Exégèse médiévale, I, 2 (París 1959) 670.

 


22
Mar 21

HISTORIA DE UNA ALIANZA… ETERNA -Tras la Pasión de Jesús-

Oigo pisadas que me sacan de mi letargo… Levanto, pesadamente, la cabeza y veo acercarse hacia mí un anciano, que lleva en las manos una antorcha y un cuchillo, y un niño, que lleva sobre sus hombros una pesada carga de leña. Parece que no me han visto todavía, pero si siguen avanzando en la misma dirección, acabarán chocando contra Mí… Afortunadamente, han parado un poco más allá. El chico ha arrojado la leña al suelo, justo donde el cireneo dejó caer mi cruz, y el anciano le está dando instrucciones sobre cómo edificar un altar de piedra para el sacrificio, señalando hacia mi posición… Con lo grande que es este monte, ¿por qué tendrán que construirlo justo a mis pies?…

Cuando el niño termina de hacer su altar, pone encima la leña que traía y pregunta: “Padre, tenemos el altar, el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?” (cf. Gén.22,7) y el anciano le responde: “Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío” (Gén.22,8). Después, en silencio, con gesto serio y conteniendo el llanto, el anciano, ata a aquel niño y lo pone sobre la leña, disponiéndose a degollarlo, como ofrenda para algún dios,… pero ¿por qué tienen que venir a hacer lo que está prohibido, justo debajo de mí?… No puedo entender por qué veo estas escenas precisamente ahora… No sé si son reales o si estoy delirando a causa de la fiebre… ¡Ni siquiera puedo ver a mi Madre a los pies de mi cruz!… Estoy completamente solo y únicamente se me permite ver aquello… Debo estar delirando,… sí, pues mis ojos hinchados apenas se pueden abrir.

Cuando el anciano se prepara a descargar el golpe fatal sobre aquel muchacho, el Ángel del Señor detiene su mano y le llama por su nombre: “¡Abraham, Abraham!… No le hagas daño al niño; ahora sé que temes a Dios, pues no le has negado tu hijo único” (cf. Gén.22,11-12) y, de una vez, el niño es liberado. Súbitamente, aparece un carnero añal, enredado por los cuernos y balando asustado, en el mismo lugar donde los sayones me habían despojado a Mí de las ataduras y de mis ropas. Ambos lo desenredan con cuidado  y, una vez amarrado, lo traen a sacrificar, en sustitución del muchacho, ¡también debajo de mí!… ¿Qué significa eso? ¿Por qué todo tiene que pasar, precisamente aquí, debajo mío?…

 

Ha sido un sacrificio sustitutorio en toda regla. ¡Ya no quiero más sacrificios humanos! Todo esto me desconcierta,… ¡parece tan real!… Con esfuerzo, voy atando cabos: Abraham,… el sacrificio de Isaac,… el hijo de la promesa,… la víctima sustitutoria,… y acabo por reconocer esa escena; entonces, resuenan en mis oídos las palabras del Ángel: “”Como no te has reservado a Isaac, tu hijo único” (cf. Gén 22,16), tu Dios, tampoco se reservará a su Hijo único”… Tal fue el pacto que mi Padre selló con Abraham, en aquel mismo lugar, y que, ahora, se estaba cumpliendo en Mí. Sí, aquella frase era la clave de todo y, también, la solución de todo, pues aquel acto de fe de Abrahán en Dios, desató en mi Padre un acto de fe en el hombre y dio comienzo en firme al Plan de Redención

Es curioso, cuantas veces dije que “no había llegado mi Hora” y, muchas veces, a causa de ello, escapé milagrosamente de situaciones muy comprometidas e, incluso, mortales: acuchillado en Belén, despeñado en Nazaret, apedreado en Jerusalén,… sólo porque “no había llegado mi Hora”. Ahora me doy cuenta que el Padre ya había fijado mi Hora y aquello incluía, también, el lugar y la manera: ¿La víctima?, su Hijo único, el Hijo de la promesa, el Cordero de Dios, inmaculado y santo, que quita el pecado del mundo, siendo sacrificado una sola vez y para siempre. ¿El sacerdote u oficiante?, Yo mismo, Dios y hombre verdadero, el Sin Pecado, sumo sacerdote del nuevo rito, que entrego mi vida, no me la arrebatan, y, por ello, tengo el poder de recobrarla. ¿La leña?, mi cruz, cargada a cuestas hasta aquí, como aquel muchacho ¿El lugar?, el mismo extremo del monte Moria, que ahora llaman Gólgota. ¿La fecha?, la de Pascua. ¿La manera?,… “Padre, tenemos ya la víctima y la leña, pero ¿dónde está el altar de piedra para el sacrificio?”.

En ese momento, comienza a desplegarse ante mis ojos una frenética espiral de imágenes lejanas, que recorre la historia de Israel a velocidad inusitada, haciendo realidad, una vez más, que mil años son como un día para nuestro Dios. Las imágenes se ralentizan para ver a Moisés subiendo afanosamente el Monte Sinaí, en dirección a la Gloria de Dios, que le aguarda, tonante, en la llameante cima, y contemplar cómo Dios graba, con su propia escritura, en dos lajas de piedra, la Ley del Sinaí, hasta completar el Decálogo recitado por Él mismo a los hijos de Israel y que ellos aceptaron en su Presencia; entregándoselas, en depósito, a Moisés, como albacea de aquella Alianza, y enviándole de regreso al que ya era, oficialmente, “su Pueblo”. Después, las imágenes se aceleran, una vez más, para detenerse en el momento en que un arca de madera, forrada de oro, está siendo construida según las medidas e indicaciones de Dios y, una vez concluida, recibe en su interior las Tablas con la Ley del Sinaí.

 

No sé a qué puede venir todo esto, pero las imágenes vuelven a acelerarse, hasta causarme sensación de mareo. Cuando vuelven a ralentizarse, puedo ver el arca de Dios avanzando por el desierto, portada por levitas, vestidos con su clásico uniforme de lino blanco, seguidos por el Pueblo, que es protegido del sol, durante el día, por una columna de nube e iluminados, durante la noche, por una columna de luz. Veo, también, cómo preparan la Tienda del Encuentro, el Tabernáculo, cuando la columna se detiene, antes de montar el resto del campamento, e introducen, en ella, el Arca del Pacto, antes de que la columna descienda y la Gloria de Dios lo llene todo. Después, la espiral sigue y me siento desfallecer…

No sé qué hora sea, pero un terrible estrépito de armas y caballos, toques de trompetas y griterío de personas me saca de mi letargo. Alguien grita que Nabucodonosor ha roto las defensas de la ciudad y sus tropas se dirigen hacia el templo, matando, saqueando y arrasando cuanto encentran a su paso… Otros gritan que la familia real fue asesinada delante del rey Sedecías, antes de que Nabucodonosor le arrancara los ojos (cf.2Re.25,1-6)… ¡Es el caos!… ¡Pobre Jerusalén!… Entonces, oigo el ruido de múltiples pisadas, que portan algo pesado, en un nivel inferior al mío, como si hubiera una galería subterránea justo debajo de mí; debo estar crucificado sobre alguna cueva… Ahora los puedo ver, son levitas y soldados del Templo y están a las órdenes alguien al que ellos llaman “profeta Jeremías”. Se van acercando hacia mí con el ajuar del Templo; no quieren que caiga en poder del enemigo y sea profanado, especialmente el Arca de la Alianza (cf. 2Mac.5). Veo allí todo el oro del Templo y oigo que llaman, a aquel espacio inferior, la “cueva de Jeremías”. Tal vez sea la cueva del que los lidera; pues recuerdo haberle visto antes, allí, escribiendo, suplicante, sus “Lamentaciones”.

 

Justo debajo de mí puedo ver como un altar de piedra de grandes dimensiones. Ellos lo llaman el “arca de Salomón”, porque fue él quien “lo construyó quinientos años atrás y lo dejó allí para proteger el Arca de la Alianza en caso de un peligro grave”, según les explica a todos el profeta Jeremías. Los soldados desplazan trabajosamente su tapa superior y, no sin menos esfuerzo, los levitas introducen el Arca de la Alianza en su interior, volviendo a colocar la losa de piedra en su lugar, para sellar el altar, mientras Jeremías proclama, solemnemente, en voz alta: “Tú, oh Dios, permaneces para siempre, tu trono (el arca de la Alianza), de generación en generación” (Lam.5,19). A este caja de piedra o altar debió referirse Salomón al decir que “había edificado un templo al Señor” y, también, “una habitación o morada para siempre (para su trono)” (cf.2Cr.6,2;; 1Re.8,13). De repente, todo desaparece y vuelvo a ver a mi Madre a mis pies, con Magdalena y Juan a su lado… Ahora lo entiendo, el Padre ha respondido a mi pregunta: Ése es el altar de piedra que mi Padre había previsto y ordenado construir a Salomón, hace más de mil años, a la espera de este día y de mi Hora, aguardándome bajo el mismo lugar del monte Moria o monte “Dios proveerá”, como Abraham lo llamó, donde Abrahán construyera el suyo, y donde Dios proveyó el primer cordero sustitutorio para Isaac y, también, el definitivo y último, para la humanidad, Yo Mismo, el “Cordero Santo de Dios, que quita el pecado del mundo” (cf. Jn.1,29).

 

Es sorprendente la precisión de todo lo que mi Padre hace. En verdad que, para Él, “mil años son como un día” (cf. 2Pe.3,8), pues ve a través de los siglos como si fuera un mismo instante; y, así, fue reuniendo y colocando, a través de los acontecimientos y de los siglos, todos los elementos necesarios para cumplir, de la mejor manera posible y sin dejar lugar a dudas, la promesa hecha a Abrahán en el monte Moria y, con ella, la promesa hecha a nuestros primeros padres, antes de sacarlos del Edén (cf. Gén.3,15) y, con ellos, a toda la humanidad caída y, por ende, a toda la creación. Realmente, en el percibir y obrar del Padre, en su divina Providencia, “el mundo –con toda su historia- es un pañuelo” y este lugar donde me encuentro, colgando de esta cruz, ha sido, realmente, el pañuelo elegido por mi Padre, a través de los siglos, pues todo ha confluido en él… ¡Hasta mi sacrificio en la cruz! Sólo una cosa me queda por saber: “Padre, ¿por qué muero crucificado y no degollado, como Isaac, como los corderos en el Templo?…”. Y una voz interior me responde: “Mirarán al que traspasaron” (Zac.12,10); aquella respuesta suscita en Mí nuevas preguntas, pero he decidido dejarlo todo en las manos de mi Padre.

 

-o-0-o-

 

Eran las tres de la tarde, pero la oscuridad reinante recordaba las nueve de la noche. Apenas se veía nada en la cima del Calvario, salvo por una mortecina luz violácea, que lo teñía todo, mientras el rumor de una fuerte tormenta amenazaba desde el horizonte, precedida de un viento gélido e impetuoso, que barría furioso la explanada donde se levantaban nuestras cruces, aliviando mi fiebre y congelando la sangre de los tres ajusticiados que de ellas colgábamos. Me sentía completamente agotado, febril, comatoso,… pero en paz, en una profunda e inalterable paz… y ¡sí!, debo reconocerlo, feliz, muy feliz… había hecho mi parte y… ¡Todo estaba cumplido! El Padre estaría satisfecho… Creo haber dado un grito de júbilo al expirar; después, dejándome ir, incliné lentamente mi cabeza y entregué mi espíritu al Padre, a cuyas manos lo había confiado ya… poco tiempo antes… hace una eternidad.

 

En esos momentos me invadió una intensa sensación de paz y de plenitud, mientras sentía que, a mí alrededor, todo temblaba y se resquebrajaba. Y al temblor de la tierra le siguió el temblor de los corazones, pues la gente, aturdida y tambaleante, gritaba de terror mientras trataba de huir; y percibí, también, distantes, muy distantes, los aullidos de dolor de mis compañeros de infortunio, a la par que el crujir y astillarse de sus rodillas, bajo el golpe seco de las mazas. Sin embargo, para mí, que iba abandonando dulcemente mi cuerpo, todo aquello era percibido como algo distante, lejano, que no perturbaba en nada mi paz. De golpe, sentí que toda aquella agitación golpeaba la base de mi cruz, haciéndola estremecer con una potente sacudida, y percibí cómo la vibración subía por la madera, convulsionando mi cuerpo inerte, como si todavía se debatiera entre la vida y la muerte, luchando por una bocanada más de aire.

 

La conmoción agrietó la peña justo debajo de mí, rasgando el hueco donde estaba anclada mi cruz, para  perderse en las profundidades, donde le esperaba otro tipo de piedra, semejante a una losa, fracturándola en dos partes, que se separaron por la violencia del impacto. Pude percibir, entonces, una energía poderosa que emanaba de aquella grieta, lamiendo mi cuerpo yerto, y a lo lejos, el rumor del velo interior del Templo, que se rasgaba violentamente, de arriba abajo, por la fuerte sacudida, dejando expuesto, por primera vez, el Santo de los Santos. Aquello me llenó de un gozo intenso, pues terminaba la separación entre Dios y el hombre, que ahora “tenía libertad para entrar en el Lugar Santísimo, por mi Sangre” (cf.Heb.10,19).

En ese mismo instante, noté algo punzante que rasgaba, con fuerza inusitada, el velo de mi costado y, penetrando entre mis costillas, se hundía profundamente en mi corazón yerto, pero todavía caliente, dejando abierto y totalmente expuesto mi Santo de los Santos, ese divino corazón humano, “que tanto amó a los hombres”, permitiendo salir, libremente, al exterior, un torrente de sangre ardiente y el líquido pleural de mis hinchados pulmones, “sangre y agua” (Jn.19,34), que, lamiendo mi costado derecho, al llegar a mi tobillo, se precipitaba al interior de la profunda grieta, chapoteaba en el borde roto de aquella losa y tintineaba sobre una superficie metálica, dentro de ella, que era la fuente de la que brotaba aquella energía, haciéndola aumentar en brillo e intensidad con cada nueva gota de mi Sangre.

Según iba adaptándome a mi nuevo estado de conciencia y de existencia, súbitamente, lo recordé todo: Allí, debajo de mí, en el interior de la cueva de Jeremías y dentro de aquel altar de piedra, descansaba el Arca de la Alianza, el Trono de Dios en la Tierra, custodiando en su interior las tablas de piedra con la Ley del Sinaí, la primera Alianza, cuyo propiciatorio aguardaba la Sangre de la nueva y definitiva Alianza, derramada en expiación por los pecados de la humanidad, por “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn.1,34). Aquello se cumplió cuando “se quitó la vida al Mesías, mas no por sí” (cf. Dan.9,26), en que fui atravesado –o degollado-, y mi Sangre “ungió el Santo de los Santos” (cf. Dan.9,24), cubriendo la mitad expuesta del propiciatorio, aquella que nunca antes había sido rociada por las aspersiones rituales hechas con la sangre de los corderos añales del antiguo pacto.

Por primera vez, podían verse, una al lado de la otra y sin mezclarse, las dos sangres expiatorias: la de los corderos pascuales sacrificados durante siglos y la del Cordero de Dios mesiánico, derramada una sola vez y para siempre, descansando juntas sobre el propiciatorio, por encima de las tablas con la Ley de Dios, preservadas en el Arca del Testimonio, ratificándola -pues no vine a abolir la Ley, sino a darle cumplimiento (cf. Mt.5,17-18)- y llevándola a plenitud en el nuevo Pacto, la nueva y eterna Alianza en mi Sangre, reparando, así, la ofensa cometida contra aquella misma Ley, establecida por Dios, para siempre, en el monte Sinaí, y quebrantada por el pecado de la humanidad de todos los tiempos y lugares, estableciendo, la continuidad entre las promesas y anuncios del Antiguo Testamento y las realizaciones y cumplimientos del Nuevo Testamento..

La Justicia divina había sido satisfecha y la Misericordia de Dios abría nuevamente el Cielo. Sentí cómo mi alma se henchía de un gozo espiritual legítimo, divino, intenso, desmesurado: ¡Había hecho nuevas todas las cosas! Sólo una cosa me quedaba por hacer, predicar la redención a los cautivos, que aguardaban su liberación en el inframundo, y liberarlos, para que estrenaran, junto a Mí, el acceso al Reino de mi Padre, recién abierto.

Mi alma se desprendió totalmente de mi cuerpo y me interné en los dominios de Satanás, cuyos habitantes se estremecieron de pavor al constatar mi presencia en el inframundo. Había vencido al fuerte, que se jactaba delante de Dios, quitándole las armas de que se fiaba, para repartirme su botín (cf. Lc.11,22), todas las almas allí retenidas; y hacerle ver su nada y su derrota ante el Único y el Todo, repitiéndole las palabras de Miguel: “¿Quién como Dios?”; Súbitamente, todos los justos allí confinados atronaron el inframundo, a una sola voz, gritando: “¡Nadie como Dios!”. Después, a una orden de mi divina voluntad, hice saltar los cerrojos de todas las prisiones en que los justos esperaban ansiosos, desde hacía siglos, mi visita y su liberación; los cuales fueron saliendo de ellas con himnos de alabanza y acción de gracias en sus labios, rodeándome con danzas de júbilo y liberación, mientras sus captores permanecían inmóviles, contemplando, impotentes, las consecuencias de mi victoria y su derrota.

Entonces, alguien muy conocido, salió del grupo y postrándose ante Mí, me suplicó: “Recuerda, Señor, que te acordarás de mí en tu Reino” (cf. Lc.23,42), era Dimas, el ladrón arrepentido, que me defendió e hizo profesión de su fe en Mí desde la cruz; dándole la mano, le hice levantar y, con gozo, le respondí, una vez más: “Hoy estarás Conmigo allí” (cf. Lc.23,43). Después, alguien entrañable y sumamente querido, sin saber si abrazarme o postrarse ante Mí, con un gozo inefable, exclamó: “¡Hijo mío y Dios mío!”, era José, el esposo de María y mi querido padre terrenal, pero fui Yo quien me abracé al él, lleno de cariño y gratitud.

Les hice sentar en torno mío y les prediqué a todos la Buena Nueva; después celebramos litúrgicamente el Shabbat, recitando y cantando a coro los salmos de ese día, hasta el momento en que me tocó ir al sepulcro, para encontrarme con mi cuerpo, a la espera de que el Padre me envíe su Santo Espíritu y me resucite; lo que sucederá con la primera estrella de la tarde, que anunciará el primer día de la semana, en que, tras haber entrado triunfante en la presencia de mi Padre con mi séquito de redimidos, regresaré para dar, personalmente, a todos mis amados, la gozosa noticia de mi Resurrección,…

Empezaré por Mamá, la más fiel en creer, contra toda esperanza, en mi regreso al tercer día, para llevarle, con la noticia de mi Resurrección, el amor y el cariño de su esposo del alma, el bienaventurado José, que vela ya por Ella desde el Cielo… Y seguiré por Magdalena, la que más amó, al ser la más perdonada; aquélla que, perdida la fe en mi promesa de resurrección, el amor la llevará a ser la primera junto al sepulcro, cumpliendo el salmo: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal.62,2), para descubrir vacío mi sepulcro y vivo a su Maestro Amado (Cf. Jn.20,12), que le devolverá la fe y la esperanza, para ser apóstol de mis apóstoles con el testimonio de mi Resurrección.

¡Verdaderamente, ha sido un Shabbat memorable!, pero mi Padre aún guarda otro signo. Mañana, cuando Magdalena mire el interior de mi tumba vacía, verá “a dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde estaba mi cuerpo, uno a la cabecera y otro a los pies” (cf. Jn.20,12), la misma disposición que Dios le pidió a Moisés al hacer el Arca de la Alianza, de poner dos ángeles cincelados en oro, uno a cada extremo del propiciatorio (cf. Ex.25,18-22), para recordar que en el propiciatorio se manifiesta la Gloria de Dios, y la gloria de Dios es mi Resurrección, pues “Yo-soy la Resurrección y la Vida” (Jn.11,25), y que “Yo-soy” el Propiciatorio, en el cual se manifiesta la Gloria de Dios; y, como la Gloria de Dios es que el hombre viva, “Yo-soy”, también, el Cordero de Dios propiciador del perdón universal a la humanidad trasgresora de la Ley de Dios, al ser sacrificado como propiciación por todos los pecados por ella cometidos a lo largo de su historia, hasta el final de los tiempos, con tal que se conviertan y regresen de corazón al Amor de Dios, para que vivan felices y en paz, entre ellos y con Dios, así en la Tierra como en el Cielo, tal es el designio de Dios para su Reino… ¡Ya falta poco!… Un poco más y el Espíritu Santo vendrá a despertarme… ¡Sí, ya le oigo llegar!… ¡Gracias, Padre!

JESÚS, EL PROPICIATORIO DE DIOS

¿FIN?

 

+ Salamanca, 2 de Febrero de 2021.

Solemnidad de la Presentación del Señor y fiesta fundacional de Mariannhill.

P. Juan José Cepedano Flórez CMM.

© Imágenes tomadas de Internet.

 

 


01
Mar 21

BEATO ENGELMAR UNZEITIG, MISIONERO 26.147  

Queridos hermanos, el próximo 2 de Marzo, celebramos el aniversario de la entrada en la Vida de nuestro beato hermano, el P. Engelmar Unzeitig. A la vista de la tarea por él realizada y los frutos cosechados durante su estancia en el Campo de Concentración de Dachau, he querido titular este artículo: “Beato Engelmar Unzeitig, Misionero 26.147”.

Sí, habéis oído bien, “Misionero 26.147” y no “Prisionero 26.147”, pues el primero es un título ganado día a día, con toda justicia, pues en medio de las condiciones desalentadoramente adversas e infrahumanas del Campo de Concentración de Dachau, que convertían a las personas en prisioneros anodinos y anónimos, deshumanizadamente escondidos bajo un número de serie bordado en un trapo, el P. Engelmar, junto con un puñado de sacerdotes más, supo mantener su ser de misionero, a pesar del número y del trato recibido, no permitiéndose nunca el lujo de deshumanizarse y, sí, la necesidad de ser fiel a la misión de humanizar los corazones y divinizar las circunstancias, mediante su amor, entrega y sacrificio, para que los sufrimientos y penalidades allí vividos fueran redentores y ocasión de conocer, amar y confiar en el Hijo de Dios y en su bienaventurada Madre, únicos amigos fieles en aquel lugar de espanto y degeneración, que era el infierno de Dachau, donde el diablo pretendía siempre reír el último.

Podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que su amor por Jesús y María, y por los compañeros de cautiverio, que compartían sus mismas penurias, pero mucho menos afortunados que él en el don de la fe, le hicieron libre y creativo en medio de aquella prisión: “El amor multiplica las fuerzas, inventa cosas, da libertad interior y alegría”, como él decía, por lo que jamás fue un prisionero más, lo que le permitió ver su campo de misión en el campo de Dachau como una parte del Reino de Dios, que no tiene fronteras” y afirmar que, “de cualquier forma, el corazón del hombre desea el amor. Al final, nada se resiste a la fuerza del amor, con tal de que esté basado en Dios y no en las criaturas”. Y, digno hijo del Abad Francisco, supo poner continuamente en práctica aquel lema: “Mejores campos -el de Dachau-, mejores casas -principalmente, las barracas del tifus- y mejores corazones -todos los que entraron en contacto con suyo-” y aquel otro, que él repitió muchas veces: “Si nadie va, yo iré” y, así, yendo siempre, un día se nos fue del todo… pero cargado de santidad, siendo un ejemplo a seguir por todos nosotros, sus hermanos de Congregación, como Misioneros de Mariannhill.

Puerta de entrada al Campo de Concentración de Dachau.

Pero, preguntémosle a él: P. Engelmar, por favor, ¿podemos preguntarte una cosa? -¡Claro que sí, adelante! ¿Cuándo comenzaste a sentir que el Señor te llamaba a ser misionero? –Pues mira, a veces lo pienso y creo que esa llamada siempre estuvo ahí, que mi alma era tan misionera como la vocación a la que después me vi llamado y que fue despertando con la lectura de esas revistas que mi abuela recibía en casa y que yo devoraba, para, después, soñar y meditar: Cuando fuera mayor, quería ser Misionero de Mariannhill, como los de las revistas, pues en mi corazón sentía un gran afecto y simpatía espiritual por el Abad Francisco Pfanner, su fundador, al que encomendé mi vocación.

Llegó, entonces, la Gran Guerra y movilizaron a papá, para defendernos de las tropas rusas, que nos invadían, pero no duró mucho en el frente, pues su unidad fue apresada el primer día de combates y él fue deportado a un lejano campo de concentración, en el corazón nevado del imperio ruso, donde pronto falleció de tifus. Cuántas veces deseé haber hecho algo por él, incluso rescatarlo o, al menos, acompañarlo y cuidarlo, pero un niño pequeño no puede hacer grandes cosas, salvo rezar y hacer sus tareas en la granja, supliendo al cabeza de familia.

Poco a poco, fui creciendo y, con el tiempo, fue madurando, cada vez más, la necesidad de dejarlo todo para seguir a Cristo en la Misión. No fue fácil, pues tenía que dejar el peso de la granja a mi madre y a mis hermanas, pero, por fin, obtuve la autorización materna y entré en el Seminario de los Misioneros de Mariannhill, en Würzburg, donde, a mayores del programa de estudios, siempre me empeñé en sacar tiempo para la oración y para los idiomas, lo que me suponía un gran esfuerzo y mucho tiempo, pero quería estar bien preparado para defenderme y ser eficaz, allí donde me destinaran, desde el primer momento.

Diccionario ruso y algunas anotaciones del P. Engelmar Unzeitig CMM.

Sin embargo, bien pronto surgió el impulso y la necesidad de aprender bien la lengua rusa. No sabría explicar muy bien a qué era debido aquel interés tan intenso por aprender bien el ruso; pensé que se debía al deseo del Abad Francisco de fundar en Rusia y en China, incluso llegué a pensar que, habiendo perdonado a los rusos por la muerte de mi padre, moralmente estaba obligado a evangelizarlos, pero aquello era, realmente, algo más fuerte, una obligación que no venía de mí, sino de Dios. Tras arduos esfuerzos, súbitamente, la lengua eslava se dejó vencer y fue mostrándome todos sus secretos, permitiéndome, no sólo defenderme en ella, sino, incluso, comunicarme de palabra o por escrito con cierta fluidez… Me sentía preparado para ir a Rusia y hablarles del Dios verdadero y de su santísima Madre si Dios y el Abad Francisco así lo disponían, aunque aceptaría otro destino si Dios, por boca del superior, así lo pedía… ¡Indiferencia ignaciana!

Prisioneros de guerra rusos.

Pronto comenzaron los rumores y, después, los preparativos para enviarme a África y, solícito, me disponía a abrazar aquel destino, cuando estalló la Segunda Gran Guerra y se cancelaron todos los visados de salida del país, por lo que mi destino acabó siendo una pequeña parroquia vacante de la Bohemia profunda y, poco después, la que habría de ser mi segunda y definitiva parroquia: El campo de Concentración de Dachau, donde fui confinado, sin juicio previo, para poner fin a mis “peligrosas y subversivas” creencias cristianas, manifestadas “sin tapujos” en mis homilías, políticamente incorrectas. Ya no volvería a salir de allí, así que, me volqué pastoralmente en aquel lugar. Espero haber respondido tu pregunta.

Prisioneros rusos hacinados en vagones para su traslado a los diferentes campos de concentración alemanes.

¡Claro que sí, P. Engelmar!, pero permítenos hacerte una pregunta más: “¿En qué momento te sentiste más “misionero” durante tu estancia en el Campo de Concentración de Dachau?” Esa pregunta es fácil de responder: En todo momento, pero, quizá, mucho más, en mi apostolado entre los prisioneros de guerra rusos, cuando las autoridades nazis decidieron deportarlos en gran número a Dachau, pues estaban hacinados y sin que nadie les prestara atención, por desconocer su lengua, recibiendo un trato especialmente duro. Entonces, entendí, por fin, por qué aquel apremio, de mis años de estudiante, por aprender la lengua rusa. Aquello me hizo entender, también, que estaba en el lugar adecuado, que aquella era la Voluntad de Dios para mí y que me había estado preparando para ello durante todos esos años. Y, en seguida, empecé a ponerme al día con aquella lengua, para poder entenderme con ellos.

Prisioneros rusos en formación delante de los barracones que les fueron asignados.

Aún recuerdo a Pedro, el maestro tornero ruso que los sacerdotes católicos, dedicados a trabajos forzados, teníamos de instructor en el barracón de tecnologías llamado “Messerschmitt”, como los aviones de guerra alemanes. Un padre de familia bonachón y con dos hijos, reflexivo y de gran finura espiritual, con el que conecté rápidamente y con el que pasaba las horas de la noche hablando de Dios y de religión. Él fue mi puerta de acceso al resto de los prisioneros rusos -no ateos-, que, como él, sentían inquietudes espirituales y querían alimentarse espiritualmente.

Así que, en secreto, me responsabilicé de coordinar y llevar a cabo todas las tareas de apostolado y evangelización relacionadas con ellos, con pocos medios a mi alcance y la colaboración inapreciable de algunos sacerdotes, que quisieron aprender los rudimentos del ruso en mi improvisada escuela, asistiéndome, después, en las diversas tareas apostólicas de primera mano, como administrar los sacramentos y asistir a los moribundos, y en las tareas de multicopiado -como los copistas medievales- de diversos fragmentos de los Evangelios, del Catecismo y del Kempis o “Imitación de Cristo”, que yo había traducido, previamente, al ruso, y que los prisioneros rusos leían a escondidas, con gran avidez, corriendo, tanto ellos como nosotros, un continuo y grave riesgo de ser descubiertos y ejecutados por tenencia y elaboración de “material clandestino”.

Los futuros parroquianos del P. Engelmar.

Sin embargo, aquel esfuerzo mereció la pena y, con la ayuda de Dios, el fruto fue abundante, pues, aunque la idea era alimentarlos espiritualmente y sostenerlos en su fe ortodoxa, también se produjo alguna conversión al catolicismo, como la de mi amigo Pedro, que nunca se atrevió a dar el paso a la fe católica hasta que me ofrecí voluntario a los barracones de tifus, abrazando la fe en Cristo Jesús poco después de mi muerte, al ser bautizado en el propio Campo de Dachau por un capellán de las tropas de liberación, permitiéndoseme apadrinarlo desde el Cielo. Y hasta aquí mi relato. Espero que os haya sido útil.

Querido P. Engelmar, “Mártir de la Caridad” y “Ángel de Dachau”, gracias por este testimonio y por tu ejemplo, sacrificio y entrega, para todos nosotros, como modelo fiel de un verdadero y apasionado misionero. Te pedimos a ti, que supiste ser Misionero en el Campo de Concentración de Dachau. Ruega por nosotros.

P. Juan José Cepedano Flórez CMM.

+ Salamanca, 23 de Febrero de 2021.

© Imágenes tomadas de Internet (Especialmente C. C. Mauthausen-Gusen).


17
Feb 21

HISTORIA DE UNA VÍA… DOLOROSA

Queridos lectores:

Con la imposición de la ceniza en nuestras cabezas, inauguramos el Tiempo de Cuaresma, como preparación al Triduo Pascual; y como parte de las prácticas de este período litúrgico, restauraremos, una vez más, esa devoción de todo el año, pero marcadamente cuaresmal, del rezo del Santo Viacrucis, meditando y acompañando a Jesús, por las callejas de Jerusalén, desde el Pretorio romano, en la Torre Antonia, hasta la cima del Calvario, sita, en aquel entonces, a las afueras de Jerusalén, al acompañarle, en meditación y en oración, a través de las diferentes estaciones, que narran su Pasión y muerte en la Cruz, que nos dio Nueva Vida.

Muchas veces me pregunté cómo, cuándo y dónde comenzó la práctica devocional del santo Viacrucis en la Iglesia Católica, hasta que un día, por casualidad, cayeron en mis manos las visiones de la Beata Ana Catalina Emmerick sobre los orígenes del Viacrucis, contenidas en los capítulos XII y XXII de su obra “La amarga Pasión de Cristo” (1833) -que incluiré a modo de anexo al final del relato-, las cuales arrojaron una gran luz al respecto y dieron pie a la elaboración de este relato de ficción evangélica, que pretende retratar, de algún modo, aquel momento.

¡Feliz y provechoso Tiempo de Cuaresma!

-o-0-o-

El Viacrucis de María

Una mujer completamente envuelta en un manto oscuro y a plena luz del día, atisba nerviosa la entrada de carruajes que da al patio trasero de una casa principal, murmurando una indescifrable perorata, mientras parece contar con los dedos y escribir algo en una tablilla, para volver a atisbar. La gente pasa, indiferente, a su lado, aunque algunos se la quedan mirando con extrañeza y, finalmente, alguien se para en seco y se acerca a ella con paso decidido y cara de pocos amigos, y, conteniendo su indignación, le espeta desde atrás: “¡Madre!, ¿qué haces aquí?”.

La pobre mujer se estremece al escuchar esta voz inesperada, haciendo volar por los aires su tablilla de escritura y su buril, y se vuelve lentamente, tratando de guardar la compostura, tras verse descubierta, y, con el rostro desencajado por el susto, le responde: “¡Ay, hija, qué susto me has dado!”. La primera mujer vuelve a la carga, alegando: “Madre, hace tan sólo tres días que Jesús resucitó y todavía siguen buscando su cuerpo. ¿Qué haces a la puerta de Caifás, tentando a la suerte?”.

Ella responde con calma: “Magdalena, hija mía, te agradezco tu preocupación, pero, con mi Jesús resucitado, yo voy tranquila: Él me protege. Además, los del Templo buscan un cadáver desaparecido y no una mujer solitaria. ¿Qué me puede pasar? Hemos de volver a la normalidad, hija mía. Jesús dijo que no saliéramos de Jerusalén hasta recibir la fuerza de lo alto (), pero nada dijo de no salir de casa, pues hemos de continuar su obra; Él, que me pone este deseo, me protegerá”.

Madre, no me has contestado todavía. Desde que Jesús resucitó, la que nunca salía de casa, ahora no para de salir y, lo que es peor, a espaldas nuestras, exponiéndote y exponiéndonos a todos a cualquier cosa. Regresemos a casa y me lo cuentas todo allí”. Resignada, María, recoge del suelo su tablilla de escritura y su buril, mientras suplica: “Vale, hija, pero no me delates a los demás; con una que se preocupe por mí, es más que suficiente”.

Una vez en el cenáculo, se dirigen al piso de arriba, convertido en oratorio desde que Jesús, recién resucitado, se les manifestó allí por primera vez, y, rodeando la mesa de la última cena, usada ahora como altar eucarístico, desde que Jesús celebra con ellos la Fracción del Pan, cada primer día de la semana, entran en el cuarto de María y cierran la puerta. María, entonces, le ofrece a Magdalena la única silla que tiene, sentándose Ella en la cama; a regañadientes, Magdalena acepta aquella silla, con tal de continuar la conversación: “Madre, desde que Jesús resucitó, llevo observando un comportamiento bien extraño en ti: te has vuelto más reflexiva, sigilosa y arriesgada”.

“Sí, Madre, siempre a la misma hora, sin decirle nada a nadie, desapareces del cenáculo y no vuelves a aparecer hasta después de un largo rato, para hacer tu vida con nosotros, como si nada hubiera pasado, con una expresión entristecida y reconfortada a la vez, pero sin darnos explicaciones. Y, como no avisas, todos creen que estás en tu cuarto, descansando, y no se atreven a molestarte, pero, afortunadamente, Dios te puso hoy en mi camino. ¡Madre, se acabaron tus correrías!”. María responde alarmada: “No, hija, no me hagas eso, te lo contaré todo, pero no me hagas eso”.

Y, tomando a Magdalena de las manos, con mirada suplicante, continúa: “Empecé a pensar en ello aquel viernes, cuando me encontré a mi Hijo cargando la cruz y los soldados me impidieron ayudarle a llevarla y recorrer con Él el camino del Calvario. Impugnaron mi legítimo derecho de madre y lo suplantaron por un extraño de Cirene, a quien Dios bendiga siempre, que aceptó a regañadientes aquella tarea de amor y compasión. Pero, recorrer este camino en oración, ahora que está resucitado, es algo que se me ocurrió hace tan solo dos días y ese deseo ha seguido creciendo en mí, en intensidad y determinación, como si fuera una misión a realizar: La de perpetuar, como un legado de salvación, el Camino de la Cruz que mi Hijo siguió, meditando y orando los sufrimientos de su Pasión, para que se actualicen y hagan suyos los méritos de su Pasión, para la salvación de las almas, la conversión de los pecadores y la reparación de todas las ofensas con que siguen ofendiendo a mi Hijo. El problema, ahora, es que Juan quiere que nos mudemos a vivir a Éfeso y, por eso, estoy más urgida de tiempo, contando los pasos, determinando las distancias y anotándolas en una tablilla de cera, para repetirlas allá donde vayamos, en que no existen referencias, y poder seguir rezándolo”.

Magdalena, conmovida, dice: “¿Y por qué no nos has dicho nada hasta ahora? Te hubiéramos ayudado gustosos en la tarea. Sólo tienes que decirnos lo que necesitas, Madre, y haremos cualquier cosa por ti, tú lo sabes”. María responde: “Gracias, hija, lo sé, pero vosotros no estáis para mucho más, especialmente tú, siempre tan atareada y llevando el peso de todo. No quería crearos más molestias”… Magdalena la interrumpe: “Tú no das molestias, Madre; basta con que me lo pidas y donde tú vayas, yo iré (Ruth), pero aún no me has dicho por qué te encontré ante la casa de Caifás”.

Y María, tomando aire, responde: “Hasta ahora, siempre he empezado desde allí, porque allí es donde juzgaron, inicuamente, a mi Hijo, los del Sanedrín y allí paso, encerrado en una lúgubre cisterna, excavada en el suelo, atado de pies y manos, y suspendido de una cuerda, en total oscuridad, su primera noche en el seno de la tierra, hasta que lo llevaron a Pilato, al día siguiente, para que lo maltratara y mandara crucificar; por eso, aquella es la siguiente parada en mi Camino de la Cruz, y después, aquella otra, cuando se encontró con su Mamá, camino del Calvario, y Ella no lo pudo abrazar, para no agravar más su dolor, pues no había parte sana en Él”. María suspira largamente antes de concluir: “Pero si mañana me acompañas, comenzaremos desde más lejos, desde el verdadero origen de todo; mañana te explicaré. Que descanses; hoy no bajaré a cenar, me quedaré, meditando en oración, cómo proceder mañana”.

Al día siguiente, María encuentra a Magdalena acurrucada contra la puerta de la calle; posiblemente ha pasado allí toda la noche. La despierta con cariño, mientras le dice con cierta sorna: “Magdalena, hija, veo que has madrugado mucho para acompañarme hoy” y, guiñándole un ojo, le pregunta: “¿Tenías miedo de que me fuera sin ti?”. La aludida frunce los ojos en señal de enojo por haber sido descubierta así, pero no puede contener la risa y, poniéndose en pie, termina de desperezarse.

Mientras desayunan, María le propone, a Magdalena, el plan del día: “Ahora que me acompañas, todo es diferente; no sé cómo darte las gracias. Desde ayer no he hecho más que pensar en una sola cosa, algo que antes me parecía imposible, pues, yo sola, no me atrevía a llegar tan lejos; ¡una cosa es callejear Jerusalén y otra muy distinta…!” Magdalena abre los ojos como platos y comienza a toser, atragantada: “¿Qué, Madre, no estarás pensando…cof-cof?”. María, divertida, asiente, sonriendo. “¿…Cruzar el torrente Cedrón…cof-cof?” Y María vuelve a asentir, sonriendo más ampliamente, mientras termina la frase por ella: “¡Tú lo has dicho: e ir a Getsemaní!”.

Después, cambiando el tono de su voz, prosigue: “Magdalena, hija mía, siento que he de ir allí y rezar donde Él rezó, uniéndome a Él en su agonía. Además, siento que allí hay algo esperando para mí, de parte de mi Hijo, y que yo lo he de recoger y guardar; no sé lo que encontraré, pero la insistencia interior es muy grande”. Después, dirigiéndose a su Hijo, con las manos recogidas sobre el pecho, en profunda oración, le dice: “Jesús, Hijo mío, protégenos en el camino, que vamos a emprender, pues vamos allí en tu Nombre; guíanos al lugar donde hemos de rezar, allí donde tu rezaste, pues no conocemos el camino, y muéstrame allí lo que tienes para tu mamá. Gracias, Cielo mío. Amén. Aleluya”. Magdalena ya no protesta más y repite tras ella: “Amén. Aleluya”. ¡La suerte está echada!

Cuando llegaron al huerto, instintivamente, se abrazaron fuertemente la una a la otra, en un intento de crear una sensación de mutua protección, y entraron cautelosamente. Magdalena, que andaba visiblemente más nerviosa que María, fue la primera en romper el silencio, al decir, impresionada: “Mira, Madre, aquí la hierba está aplastada y hay manchas de sangre, como si hubiera habido una pelea”. María le responde tranquilizadora: “Sí, hija, Pedro me lo contó todo. Debe de ser la sangre del pobre Malco, el criado del sumo sacerdote, pues me contó que se puso nervioso con la espada y, apuntando al pecho, le dio en la oreja… ¡Este Pedro no haría daño ni a una mosca!… Me contó, también, que mi Hijo le hizo enfundar la espada para que no se hiciera daño con ella –Magdalena sonríe pícaramente-, y le devolvió la oreja a su sitio al pobre Malco, que chillaba, lloraba y aullaba desesperado por la pérdida de su pabellón auditivo”. Llegadas a este punto, tienen que parar de nuevo, pues Magdalena, olvidando su temor, no se tiene en pie de la risa.

Cuando Magdalena se tranquiliza, María continúa: “También me dijo que habían ido más allá” y Magdalena se vuelve a sobresaltar: “Sí, Madre, aquí también está aplastada la hierba, pero es como si hubieran dormido sobre ella tres personas, pues no hay manchas de sangre”. María sonríe y le dice: “¡Qué sagacidad la tuya! Veo que eres buena rastreando pistas”. Magdalena, avergonzada, refunfuña: “No te burles, Madre, que estoy tratando de ayudar” y María prosigue: “Sí, Hija, Pedro me contó que Jesús les mando esperar aquí, velando en oración, mientras mi Hijo iba más allá, a su sitio favorito, a rezar, visiblemente afectado, pero que, vencidos por el sueño, no habían podido velar con Él ni una sola hora y que, por tres veces, había venido Jesús a despertarlos, pero que no podían hacer otra cosa más que dormir, pues les pesaba el vino de la cena en los párpados”.

Magdalena mira un poco más lejos y vuelve a sobresaltarse: “¡Madre, Madre, aquí se ven pequeñas salpicaduras de sangre! ¿No lo ves?” Y soltándose de ella, avanza unos pasos, para pararse y señalar nuevamente, visiblemente impresionada: “¡Y son más visibles aquí!… Es como si se hubiera parado, justo en este lugar, el que tenía esta hemorragia de sangre tan brutal. ¡Mira, Madre, fíjate!, el goteo de sangre parece seguir el contorno de unos pies descalzos y de una túnica, como si estuvieran empapados en sangre…”. Y María le responde, visiblemente emocionada: “Sí, hija, lo sé, es la Sangre de mi Jesús. Pedro me dijo que Jesús había sudado gotas de sangre, pero se quedó corto en la descripción… ¡Qué angustia debió pasar mi pobre Hijo al aceptar beber su cáliz por nosotros!” Y propone: “Sigamos el rastro de sus huellas. Él me decía que solía rezar sobre una losa natural de piedra blanca, como si aflorara la roca desde el suelo, pues le gustaba rezar allí, encima de ella. Pero no consigo verla, a ver si la encontramos”.

La Roca de la Agonía o de la Oración en el Huerto, en la Basílica de Getsemaní (Iglesia de Todas las Naciones – Jerusalén).

Entonces, Magdalena vuelve a exclamar: “Madre, el goteo se dirige hacia aquella roca de allí, pero es parda, no blanca”. Se adelanta en una carrera y, de repente, se detiene y vuelve la cabeza, pálida por la impresión, mientras anuncia, con voz temblosa: “Madre, no es parda, sino que está completamente bañada en sangre seca. Creo que hemos encontrado el lugar. Mira, donde estorbó la hierba, todavía es blanca”. María se acerca lentamente para comprobar que la blanca roca está totalmente impregnada de sangre y que, en el centro puede distinguirse, con gran claridad, la silueta de un hombre alto que ha estado postrado en oración y, a un extremo, huellas de pies que entran y salen de ella y que, Magdalena, acostumbrada a estar a sus amados pies, tantas veces abrazados, besados, llorados, ungidos, secados, reconoce enseguida como los de Jesús. Cuando María se acerca, la roca empieza como a sudar delante de ellas, brillando al sol -no puede haber el rocío a esas horas del día-, y, súbitamente, parece sangrar (1), y la sangre seca de la silueta de Jesús postrado en oración, vuelve a ser roja y fresca, como recién vertida, brillando al sol, pero no a su luz, sino desde dentro, como si la luz procediera de ella. Y María cae, primero de rodillas, por la impresión de ver la silueta sangrienta de su Hijo y, después, cae postrada en oración en aquel lugar donde su Hijo derramó las primicias de su Sangre (2), que ofrecería después en el Calvario, hasta agotarla entera.

La sorprendida Magdalena imita a María, postrándose a los pies de aquella silueta, para comprobar que sucede lo mismo con las huellas de los pies de Jesús más cercanas a ella, que brillan como rubíes encendidos a la luz del sol, y no puede contener el llanto, a pesar de saber que Él está resucitado y ya no muere más… Es como si deseara lavar su Sangre con sus lágrimas y enjugarla, después, con sus cabellos, como aquella vez. Y, estando así, postrada, consigue ver, por el rabillo del ojo, cómo las huellas de sangre iluminadas se dirigen hacia la silueta oscura de algo rectangular que, sobresaliendo de entre la hierba, se apoya contra el perfil de la roca. Lentamente, con miedo de lo que pueda encontrar, se acerca al borde de la roca, para ver de qué se trata, y da un chillido entre sorprendido y angustiado: allí caído, doblado con sumo esmero, está el manto de Jesús; algún animal, hocicando, debió moverlo de encima de la roca, donde Jesús lo dejó.

María se acerca enseguida y reconoce el manto, ahora acartonado, de su querido Hijo, con una gran mancha de sangre en su centro, que tiene la forma de su amado rostro. Lo recoge dulcemente y con él apretado contra sí, derramando lágrimas silenciosas, se sienta al borde de la roca para contemplar aquel rostro amado con ternura infinita, mientras lo acaricia con su mejilla y lo besa una y otra vez, sin que él le pueda devolver ya las caricias ni los besos, que Ella ansía y tanto echa de menos. Su Hijo debió secarse con él su rostro y su pelo, llenos de Sangre tras la copiosa sudoración, cada vez que fue a despertar a los tres durmientes, para que no se aterrorizaran al verlo así, y lo dejó allí, doblado, para volver, después, a por él; cosa que no pudo hacer, pues fue detenido con un beso.

Magdalena pregunta, entonces: “¿Qué le haría sangrar así, Madre? Aquí no hay rastro de pelea”; y María, levantando lentamente su cara de la tela, la mira con ternura y le responde: “La angustia y la agonía, hija mía, la angustia y la agonía… ¡Mi pobre Hijo, nadie sabe cuánto tiempo estuviste así, Cielo mío, tu solito, y mamá no pudo estar aquí para abrazarte y consolarte, como hacía cuando eras niño!”. Y, después, con lágrimas en los ojos, aprieta nuevamente la tela contra su cara, para seguir llorando en silencio. Así pasan el resto del día, sin acordarse si quiera de comer, hasta que el sol comienza a declinar. Entonces, Magdalena, abrazándola tiernamente, la consuela y le dice que ya es tarde y es tiempo de regresar, pues en el cenáculo todos estarán preocupados por ellos. María asiente en silencio y, sin dejar de estrujar contra sí el manto de su Hijo, se deja levantar.

Caminan unos pocos pasos y María se detiene a mirar, una vez más, aquella roca con la silueta de su Hijo y, como si pensara en voz alta, dice: “He de decirle a Juan que construya un pequeño oratorio encima de la roca, para preservar este lugar sólo para Dios, como casa de oración”. Después, volviéndose a Magdalena, la besa tiernamente en la frente y le dice: “Siento que este manto es un regalo de mi Hijo a su pobre mamá y que estuvo aguardando por mí hasta ahora. Gracias, hija, por haber satisfecho mi deseo irrefrenable de venir aquí a orar; nunca te estaré suficientemente agradecida por ello, ni a mi Hijo por este detalle hacia su mamá, después del gran regalo de la efusión de su Sangre y de la salvación que con ella compró. Después, le sonríe con complicidad y añade: “Y si tú me acompañas, podremos comenzar aquí el Camino de la Cruz, como primera parada, y terminar en el sepulcro, abierto y vacío, del jardín de José de Arimatea, convertido, también en oratorio, como la última. Yo llevaría la tablilla y el buril y tú me ayudarías a contar las distancias y las medidas… ¡Trabajo en equipo por una buena causa!”.

Y Magdalena, sonriendo, se deja camelar, asintiendo con la cabeza, antes de apoyarla contra su hombro y susurrarle, un tanto mimosa: “Madre mía querida, cuánto te quiero. Nunca te dejaré y haré todo lo que me pidas, pues seré feliz haciéndote feliz, Madre”. Y bien abrazadas, la una a la otra, emprenden el camino de regreso al cenáculo, con muchas noticias maravillosas que contar.

  1. Juan José Cepedano Flórez CMM.

+ Salamanca, 7 de Noviembre de 2020.

Dedicado al Inmaculado Corazón Doloroso de la Virgen María.

© Imágenes tomadas de Internet.

 

Notas al texto

1.- Testimonio del Padre Michael Wensing, sacerdote de Dakota del Sur (USA), quien celebró una Misa temprana en la Iglesia de Todas las Naciones, junto al Jardín de Getsemaní, el 4 de noviembre de 2015: «Me desvestía (después de celebrar misa) y oí a la gente gritar: ‘Vuelva, padre, vuelva. Algo increíble está sucediendo. ¡Mire esta roca!”. “(La roca) estaba reluciente, con humedad, y pensé: “Tal vez es como el rocío”, pero los coches no cogen rocío en un garaje y esta roca estaba en el interior, no a la intemperie. En lugar de humedad, habían aparecido tres fuentes de sangre, que manaron duraron un tiempo, justo antes de evaporarse. Había una hendidura en la roca y en ella estaba lo que parecía sangre. Me sorprendió. Me arrodillé y me bendije a mí mismo con el agua y la sangre. Una mujer lo probó y dijo que sabía como a sangre».

2.- Según el Itinerario de Egeria, monja berciana del s.IV, la iglesia de la Agonía constituía ya una estación de las procesiones litúrgicas, antes del final del siglo IV. Después de haber pasado casi toda la noche del Jueves al Viernes Santo, en el monte de los Olivos, los fieles bajaban de nuevo a la ciudad, cantando himnos: «Y se llega al lugar mismo en que oró el Señor, como está escrito en el Evangelio: y se apartó como un tiro de piedra y oró… En ese lugar hay una iglesia elegante. Entra en ella el Obispo y todo el pueblo, se dice allí una oración propia del lugar y se dice también un himno apropiado y se lee el mismo texto del Evangelio donde el Señor dijo a sus discípulos: velad para que no entréis en tentación. Se lee allí todo ese pasaje y se hace de nuevo oración».

ANEXO

Visiones de la Beata Ana Catalina Emmerick sobre el Viacrucis en “La amarga Pasión de Cristo” (1833)

Beata Ana Catalina Emmerick (1774-1824)

1.- El Primer Viacrucis de la historia: Origen del Via Crucis, en Jerusalén (Cap. XII)

«Cuando Jesús fue conducido a Herodes, Juan acompañó a la Virgen y a Magdalena por todo el camino que había seguido Jesús. Así volvieron a casa de Caifás, a casa de Anás, a Ofel, a Getsemaní, al jardín de los Olivos, y en todos los sitios, donde el Señor se había caído o había sufrido, se paraban en silencio, lloraban y sufrían con Él. La Virgen se prosternó más de una vez, y besó la tierra en los sitios en donde Jesús se había caído. Este fue el principio del Via Crucis y de los honores rendidos a la Pasión de Jesús, aun antes de que se cumpliera.

La meditación de la Iglesia sobre los dolores de su Redentor comenzó en la flor más santa de la humanidad, en la Madre virginal del Hijo del hombre. La Virgen pura y sin mancha consagró para la Iglesia el Vía Crucis, para recoger en todos los sitios, como piedras preciosas, los inagotables méritos de Jesucristo; para recogerlos como flores sobre el camino y ofrecerlos a su Padre celestial por todos los que tienen fe. […] Juan amaba y sufría. Conducía por primera vez a la Madre de Dios por el camino de la cruz, donde la Iglesia debía seguirla, y el porvenir se le aparecía».

2.- El segundo viacrucis de la historia: El Vía Crucis de María en Éfeso (Cap. XXII)

Casa de la Virgen María en Éfeso, convertida actualmente en iglesia, y, detrás de ella, el monte donde cabría localizar el Viacrucis hecho por María

«En las cercanías de su vivienda había dispuesto y ordenado María Santísima las estaciones del Vía Crucis. La vi al principio ir sola por las estaciones de este camino midiendo los pasos dados por su divino Hijo, que tenía anotados desde Jerusalén. Según los pasos que contaba, señalaba el lugar con una piedra y sobre esta piedra la vi escribir lo sucedido en la Pasión del Señor y anotar el número de pasos hasta este lugar. Si encontraba un árbol en el camino, señalaba el paso de la Pasión en el árbol mismo. Había señalado doce estaciones. El camino llevaba al final a un matorral y el santo sepulcro estaba señalado en una gruta.

Después que hubo señalado estas doce estaciones, vi a la Virgen María, silenciosa, ir recorriendo, con su fiel criada, esos pasos de la Pasión del Señor, meditando y orando. Cuando llegaban a una estación, se detenían, meditaban el misterio de la estación y oraban. Poco a poco, este Vía Crucis fue mejorado y arreglado y Juan hizo poner mejor las piedras recordatorias con sus inscripciones. La gruta también fue agrandada, adornada convenientemente y transformada en lugar de oración. Las piedras estaban en parte enterradas en el suelo, cubiertas de vegetación y de flores y cercadas en torno. Eran de mármol blanco liso. No he podido medir el grueso de esas piedras por las plantas que cubrían la parte inferior.

© P. Juan José Cepedano Flórez CMM (Santo entierro de la iglesia de San Julián, en Salamanca)

Los que hacían el Vía Crucis llevaban un asta con una cruz como de un pie de alto; clavaban esta asta en una hendidura de la piedra y se hincaban delante para rezar, si es que no se echaban de cara al suelo, meditando y orando. Las sendas en torno de las piedras eran bastante anchas de modo que podían ir por ellas dos personas a la vez. Conté doce de estas piedras, las cuales, terminado el acto, se cubrían con una estera. Las piedras eran más o menos iguales y en los lados tenían escritas letras hebreas; los lugares donde estaban las piedras eran de diversas dimensiones. La estación primera, el Getsemaní, la formaba un vallecito con una pequeña cueva donde podían estar hincadas varias personas. La estación del Calvario no estaba en la gruta sino en una colina. Para ir al sepulcro, se pasaba la colina; luego, al otro lado de la piedra recordatoria, en una hondonada y al pie de la colina, a la gruta del sepulcro, donde María Santísima más tarde fue colocada. Creo que esta gruta existe todavía bajo los escombros y que un día ha de ser descubierta».

 


15
Ene 21

En el Polo Norte


Todas  las imágenes pertenecen a la parroquia de Ntra. Sra. de la Asunción (Iqaluit-Nunavut Canadá)

El misionero de Mariannhill, P. Daniel Perreault CMM, durante la celebración del Sacramento de la Confirmación en su parroquia de Iqaluit (Nunavut/ Canadá).

          En su última carta circular habla de su trabajo en la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción en la ciudad de Iqaluit, capital del territorio autónomo de Nunavut (Canadá).          El P. Daniel Perreault CMM es un misionero de Mariannhill que trabaja desde hace años en aquella zona conocida como el Polo Norte y que para la inmensa mayoría de nosotros es del todo desconocida.

          Compartimos con los lectores de Familia Mariannhill lo que escribe en la mencionada carta el P. Daniel.

Desde mi última carta circular puedo empezar contando que he vivido muchos momentos hermosos, de alegría y esperanza, pero no me faltaron tampoco momentos de tristeza. Durante el año 2019 hubo muchos fallecimientos en la villa de Pond-Inlet, por suicidio y homicidio. También los habitantes de la zona padecen una alta tasa de enfermedades respiratorias debido al tabaquismo. Casi todos los lugareños empiezan a fumar a los 14 años, no sólo tabaco. Todo ello, no sólo es causa de graves problemas de salud, sino también sociales, dado que lo que la gente gasta en tabaco [una cajetilla de 25 cigarros cuesta 27 dólares] no lo gasta en comida. Si a todo ello se le añade el consumo frecuente de alcohol y de drogas, uno puede entender que los problemas sociales de todo tipo, derivados de la situación, no son pocos.

Por otro lado, como algo positivo tengo que reconocer que el Señor me ha dado la oportunidad de contar con grupos de gente que luchan contra estas lacras. Son cada vez más las personas que se comprometen para hacer que la vida en sus prójimos sea cada vez más justa y fraterna. Todos estos ejemplos de entrega han hecho crecer en mí un gran sentido de solidaridad, sobre todo cuando nos vemos afectados por alguna situación trágica como las que he mencionado antes. Guardo con especial cariño el recuerdo de la gesta que realizaron los jóvenes del lugar, cuando renovaron las viejas tradiciones de caza y pesca para alimentar a las familias pobres y a las personas mayores que ya no pueden salir al mar o la tundra. He podido ver bastantes anuncios en los que se ofrecía a la gente necesitada carne o pescado fresco. Todo esto lo están haciendo los jóvenes de manera desinteresada. Todo ello han sido verdaderos motivos de esperanza para mí.

En el otoño del 2019 tuve la oportunidad de participar en Roma en el XXX aniversario de la fundación del Sistema de Células Parroquiales de Evangelización. Fue una oportunidad maravillosa para conocer gente de todo el mundo – estuvieron representados 32 países -. Pudimos compartir nuestras experiencias y celebrar junto a nuestro Papa Francisco. ¡Qué momentos tan intensos los vividos, en que pudimos dar gracias al Señor, que es el maestro de esta obra! Y durante esta estancia en Roma, pude representar a mi Iglesia diocesana en el Congreso “Iglesia en la salida”, convocado por el Papa Francisco sobre la Nueva Evangelización. Las conferencias, los talleres y las celebraciones fueron realmente una fuente de alegría y esperanza para mí. Aunque se dé resistencia en algunos lugares, he sido testigo de que este movimiento de evangelización se está abriendo camino en todo el mundo y que ni las mayores adversidades van a poder detenerlo.

De vuelta en mi parroquia se me ocurrió ofrecer a mis feligreses en Iqaluit una primera sesión de catequesis en la Escuela de Evangelización de San Andrés. El propósito de este programa es permitir que las personas que aún no conocen a Jesús o que saben muy poco sobre Él puedan tener una verdadera experiencia de encuentro con Él y luego pasen a integrarse en una célula de evangelización y en la comunidad parroquial. Como era la primera experiencia de este tipo, me pareció oportuno comenzar convocando a los feligreses, ya practicantes, que quisieran involucrarse aún más. Así ellos mismos podrán ser los animadores de las futuras sesiones de la Escuela de Evangelización de San Andrés, dado que es imposible traer aquí gente de otras partes de Canadá, pues los costos de transporte son prohibitivos.

Teníamos programado para finales de Febrero del 2020 una nueva sesión de catequesis de la Escuela de Evangelización de San Andrés, que debía comenzar con un retiro cuaresmal, al que estaba previsto se unieran los anglicanos de Iqaluit. Pero llegó el Covid-19 y tuvimos que suspender las celebraciones y reuniones con personas. Con la ayuda de mis colaboradores, desde el Domingo de Ramos, empecé a grabar las celebraciones litúrgicas, para ser transmitidas por Youtube. Aunque haya muchas iniciativas de este tipo, es un consuelo para los fieles poder participar desde casa en las celebraciones de su parroquia. La Iglesia ha estado abierta cada día dos horas por la tarde para la adoración eucarística. Siempre hubo personas, que manteniendo la distancia requerida entre sí, se acercaron a la Iglesia. A ellos les ofrecía la posibilidad de recibir la comunión eucarística.

La pandemia ha sido – sigue siendo – una experiencia difícil de digerir. Hemos tenido que cambiar los hábitos de vida. Nos hemos tenido que adaptar a las normas recibidas para proteger a los que amamos. Y no sabemos cuánto durará todo esto. Pero, también es verdad que han salido a la superficie muchas cosas buenas. Nunca había visto tanta solidaridad y compasión como las que he podido ver desde que comenzó la pandemia. Lo he podido ver en la ciudad donde está mi parroquia. Curiosamente, en este tiempo de confinamiento, lo que ha prevalecido no ha sido el cerrarse a los demás sino la apertura a sus necesidades. Creo que esto es lo que se llama amor al prójimo.

Aunque en los días del confinamiento no fueron posible las celebraciones públicas de la Eucaristía, sin embargo, la misión de la Iglesia no puede parar para poder atender las necesidades de nuestro mundo herido. Así se revela lo mejor del ser humano: el amor de Dios que pasa por el amor a nuestro prójimo.

No he podido tomar vacaciones en el verano del 2020. He querido estar con mis feligreses cuando las autoridades han permitido las celebraciones públicas de culto. Gracias a Dios, mi salud sigue bien. Tengo la diabetes bajo control. Intento hacer las cosas lo mejor que puedo. He podido encender mi barbacoa durante los días de verano.

Rezo para que se pueda encontrar la vacuna y los medicamentos apropiados contra este virus tan maligno. ¡Cuento, como siempre, con vuestras oraciones, asegurándoos las mías!

P. Daniel Perreault CMM

Misionero de Mariannhill


09
Nov 20

HISTORIA DE UNAS BODAS (Las Bodas del Cordero)

Llegado el tiempo de las Bodas y el Banquete del Cordero, los que habían merecido ir al Cielo entraban alegres, bulliciosos y festivos en la gigantesca y bien iluminada sala del convite, portando sus lámparas encendidas. Una vez dentro, podían verse dos grandes mesas: una mesa enorme en la parte delantera, muy bien adornada y bien servida, llena de los manjares más exquisitos, entre los que no podía faltar un buen pedazo de humeante y tierno cordero pascual, bien asado y acompañado por una generosa y fragante copa de vino rojo, algo muy apropiado para la ocasión; y otra mesa, mucho más pequeña, en la parte trasera, también adornada y bien servida, llena de manjares igualmente exquisitos, pero sin vino y con los platos, bellamente decorados, pero obstinadamente vacíos… ¡Ni rastro del cordero! Tanto es así, que muchos supusieron que aquella sería la mesa de los sirvientes o de los pobres que Jesús siempre solía invitar a su mesa.

Según iban entrando los invitados, todos iban dirigiéndose, apresuradamente y sin dudar, a ocupar un sitio en la gran mesa, pues todos querían estar cerca de Jesús, en virtud de los méritos conseguidos en vida, pues suponían que Él se sentaría con su Esposa en la mesa principal. Así entraron los hijos, que habían recibido el Bautismo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y eran herederos de la Gracia, y esperaban ser abrazados, besados y acariciados por su Padre durante la cena y por la eternidad. También lo hicieron los siervos, que lo habían dejado todo para seguir al Señor y habían pasado toda su vida trabajando al servicio del buen Dios, siendo encontrados en vela y dándoles la comida a su tiempo a sus hermanos, y esperaban ser recompensados, con el ciento por uno, por su Dios, por toda la eternidad. Igualmente entraron los amigos, aquellos a los que Jesús había dicho: “Ya no os llamo siervos, sino amigos, pues todo se lo había dado a conocer” y ellos querían seguir conociendo más cosas y disfrutar del trato preferencial con su amigo, por toda la eternidad.

Sin embargo, no todos fueron a la mesa más grande, pues, aunque deseaban vivamente estar con Jesús, algunos no se sentían dignos de abrogarse tal privilegio. Además, habían hecho propósito de presentarse ante Él con las manos vacías de sus muchos méritos, para sólo tener los méritos de Jesús si es que alguien se los pedía. Como todavía quedaban algunos puestos por ocupar en la gran mesa, los allí asentados invitaron a los de la mesa más pequeña, diciendo: “Amigos, subid a nuestra mesa, para que no hagan feo estos huecos que han quedado y, así, demos sensación de uniformidad”. Y, poco a poco, muy lentamente, varios de ellos, algunos inseguros y otros a regañadientes, fueron cambiándose hacia la otra mesa, hasta que se llenó totalmente.

Sólo entonces, comenzó a escucharse, cada vez más cercano, el toque solemne del shofar, que señalaba la llegada del Esposo a la sala del festín. Súbitamente, en ese mismo instante, se abrió una puertecita estrecha, por detrás de la mesa pequeña, y una bellísima dama, de porte noble y gentil, y sobrias vestiduras de fiesta, adornadas de flores, pidió permiso a los de aquella mesa para quedarse entre ellos y se sentó expectante, mirando a la puerta principal con una radiante sonrisa en los labios y en los ojos, que brillaban más que sus luminosos vestidos; su cara les resultó muy familiar a todos, pero nadie se atrevió a preguntarle quién era y, al igual que ella, todos dirigieron sus miradas hacia la puerta principal, por donde habría de entrar el Esposo, ya que así, al menos, le verían entrar.

Cuando el Esposo entró en la sala, radiante de mansedumbre y humildad, pero en todo su esplendor de Dios, y con su corazón inflamado y ardiente en llamas de vivo Amor, dirigió una mirada, de afecto profundo y tierno, hacia la abarrotada mesa donde estaban todos sus hijos, servidores y amigos. El Esposo, seguido de su escolta angélica, fue rodeando la gran mesa de invitados, bendiciendo a todos y cada uno de ellos, pero nadie disponía de un puesto libre a su lado donde poder retenerlo y pedirle que se sentara. Cuando hubo terminado de rodear la mesa y de bendecir a todos, el Esposo les hizo una profunda reverencia y una gran alegría y regocijo sustituyó la pena que sentían por no haberse sentado con ellos, a su mesa.

Entonces se volvió hacia la mesa más pequeña y todos pensaron que haría lo mismo antes de dirigirse a una tercera mesa, mucho mejor servida y adornada, que nadie había visto todavía, y donde le estaría esperando la afortunada Esposa, a la que tampoco nadie había visto. El esposo se acercó a la mesa más pequeña y, sonriendo encantadoramente, extendió su brazo hacia aquella dama, que, en el último momento, había entrado en la sala por la puerta de servicio y, ante la sorpresa de todos, la hizo acercarse a su lado.

Todos pensaron que aquella bellísima dama, deliciosamente humilde y sencilla, pero de una gran belleza y resplandor, cuyo corazón, también ahora, resplandecía en llamas, sería la afortunada candidata a Esposa del Cordero. Pero, al llegar ella a su altura, el Esposo la tomó de la mano y la besó dulcemente en la frente, mientras le decía: “Mamá, acompáñame a ocupar nuestro puesto en la mesa nupcial, pues hoy es un día de fiesta y gran regocijo para los ciudadanos del Cielo”. Y, ante la sorpresa de todos, fueron a sentarse con los convidados de la mesa más pequeña. Al ver esto, algunos de los convidados indecisos, que cambiaron de mesa en el último momento, intentaron regresar sus antiguos puestos, que seguían vacíos, pero los ángeles se lo impidieron.

Entonces, el Esposo, puesto en pie, les hizo a los que ocupaban la mesa más pequeña la misma reverencia y bendición que les había hecho a los de la mesa más grande, pero en esta ocasión, en cada reverencia, les fue lavando los pies, uno tras otro, antes de bendecirlos, abrazarlos y besarlos. Después, mandó traer su copa, la copa de la Última Cena, aquella con la que selló la Nueva Alianza nupcial en su Sangre, la levantó en alto y dijo: “Hijitos míos, os dije una vez que no volvería a beber del fruto de la vid hasta que lo bebiera con vosotros en mi Reino. Ese día, por fin, ha llegado. Os doy la bienvenida a todos” y los de la mesa más grande, levantando sus copas, brindaron con Él.

Entonces, dirigiéndose a los de la mesa más pequeña, que no tenían copas y estaban tristes por no haber podido brindar, les dijo: “Amados míos, no andéis agobiados en nuestro día de fiesta. Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de la nueva y eterna Alianza esponsal en mi Sangre” y, pasándoles su propia copa, les hizo beber a todos de ella, comenzando por su Madre. Luego añadió, sonriendo: “Veo que tampoco tenéis corderito pascual en el plato. No os importe, porque Yo-Soy el verdadero Cordero Pascual” y, tomando su pan, lo repartió entre ellos, diciendo: “Tomad y comed todos de él, porque ésta es mi carne servida en alimento, para que os penetréis del Señor”. Así se cumplió la profecía que anunciaba que los elegidos se sentarían a su mesa y Él mismo les serviría.

Después, dirigiéndose a la concurrencia, señaló a los que estaban con Él, en su mesa, y les dijo a todos los presentes: “Estos son mi Madre y mis hermanos, aquellos que escucharon la Palabra de Dios y la cumplieron, a cualquier precio, en todo momento, y hasta el final de sus vidas” y todos se regocijaron con ellos, pues sentían que ellos también, pero en diferente medida, habían escuchado la Palabra de Dios y la habían hecho florecer y dar fruto en sus vidas, así como en la de muchos otros. Entonces continuó diciendo: “Me diréis que si éste es un banquete de bodas, dónde está la Novia del Cordero, aquella que se convertirá en mi futura Esposa”. Y todos asintieron y abrieron los ojos y la boca, expectantes, para escuchar: “Hoy, conforme a la voluntad de mi Padre, tomo mi Esposa de entre los que son mis hermanos. Aquellos que me amaron y se fiaron de Mí hasta el extremo de presentarse ante Mí con las manos vacías de sus múltiples méritos y supieron elegir los últimos puestos en mi banquete, porque les daba igual el sitio, con tal de estar Conmigo, pues solo Yo-Soy su Lote y su Heredad y lo seré por la eternidad. En verdad, en verdad os digo, que ellos supieron elegir la mejor parte y nunca les será quitada. Estos de aquí son, para siempre, mi Amada, mi Novia y mi Esposa, la Esposa del Cordero por la eternidad; y todos vosotros, hijitos míos, muy amados, sentados a la mesa más grande, sois mis invitados a las Bodas del Cordero con la Iglesia enamorada y fiel. Alegrémonos y regocijémonos todos juntos por la eternidad”. Y, a una señal del Esposo, el ángel del Señor anunció: “Dichosos los invitados al banquete de las Bodas del Cordero” y el toque del shofar dio solemne apertura a la Cena del Señor con sus santos y elegidos.

P. Juan José Cepedano Flórez CMM.

+ Salamanca, 31 de Octubre de 2020.

© Imágenes tomadas de Internet.


09
Nov 20

Homilía de la Profesión Perpetua de los Fratres Mauricio Alberto Jamine CMM y Felizardo Luheia CMM (Salamanca, 18 de Octubre de 2020)

Queridos Fratres Mauricio y Felizardo:

Queridos hermanos:

A la caída de la tarde de este domingo, día que, por derecho propio, le pertenece al Señor, nos hemos reunido en su nombre para celebrar el Misterio de la Eucaristía. Hemos escuchado su Palabra, que hace arder el corazón; luego, le podremos reconocer en la Fracción del pan.

La Iglesia está celebrando en este domingo el Domund, la Jornada Misionera más importante del año. Y esta pequeña porción de Iglesia, que es la Congregación de los Misioneros de Mariannhill, verá como dos de sus miembros -vosotros dos- se consagrarán a Dios de por vida, haciendo profesión perpetua de sus votos religiosos.

Haré girar esta homilía en torno a seis palabras, con un breve comentario sobre cada una de ellas, y una conclusión.

1ª Palabra: Consagración: Ésta es la clave de lo que vais a realizar esta tarde. ¿Pero no estabais ya consagrados desde el día de vuestro bautismo? Sin duda. ¿Entonces? Lo que en esta tarde haréis será radicalizar aquella consagración bautismal. Radicalizar significa ir hasta las raíces, llevar algo hasta las últimas consecuencias. Por ello, la consagración religiosa no es otro sacramento, sino el mismo sacramento del Bautismo -renuncias y promesas- radicalizado.

2ª Palabra: Dios: A Él, en exclusividad, vais a quedar consagrados. Dios se convierte, así, en la riqueza de vuestras vidas -pobreza-, en el amor de vuestros corazones -castidad- y en el Señor de vuestras existencias -obediencia-. Se dice bien y se dice pronto, pero si uno lo piensa un momento, es para ponerse a temblar. Esto no es un juego ni un pasatiempo. Esto os interpela a vosotros y nos juzga a los que ya dimos, en su día, el paso que vosotros os disponéis a dar.

3ª Palabra: Misión: Consagrados a Dios para una misión. ¿Qué misión? Aquella misma que nace, como de una fuente, del Corazón del Padre, que ha llegado a nuestra orilla gracias al Hijo, que sigue empapando, por medio del Espíritu Santo, todo lo que se cruza a su paso. Dios os está pidiendo ayuda para que le echéis una mano para proponer al mundo la única oferta de salvación plena, la del Evangelio. No tenéis que inventar la misión: Lo que habéis de hacer es colaborar echando una mano.

4ª Palabra: Vocación: ¿De quién fue esta ocurrencia? Nadie se llama a sí mismo. La llamada, aunque uno la experimente en el interior, no nace de uno mismo. La llamada siempre viene de fuera. Dios es el que os pensó, os escogió y os llamó. Una llamada que se dirige a vuestra libertad personal y que, sin violentaros, espera de vosotros una respuesta positiva. La respuesta viene formulada en el lema escogido para la edición del Domund de este año: “Aquí estoy, envíame”.

5ª Palabra: Iglesia: ¿Y a la hora de realizar la misión, iréis por libre para hacer lo que se os antoje, disponiendo a vuestro arbitrio del mensaje a transmitir, sustituyéndolo por algo distinto, fruto de vuestra inventiva o capricho? No, pues estáis al servicio del mensaje de la salvación que se guarda en la Iglesia. Sois sus administradores y no sus dueños. Al margen de la Iglesia, de sus pastores, de su disciplina, podréis correr más de prisa, pero por camino equivocado.

6ª Palabra: Mariannhill: Para realizar con garantías la encomienda recibida, tendréis el respaldo de vuestra familia religiosa y misionera. Vosotros mismos sois fruto de la actividad de los misioneros que os precedieron y ahora habéis de hacer lo propio con otros. La familia de Mariannhill os anima y os provee de los recursos de toda índole para ayudar a María a que sea Ella quien siga presentando a Jesús ante el mundo como verdadera Luz de las naciones.

Seis palabras y una conclusión. Sois de Mozambique y estáis en España. Sois misioneros africanos en Europa. ¿Qué se espera de vosotros como misioneros aquí? Nada distinto de lo que se espera de los misioneros en cualquier parte del mundo. A saber: Sacar adelante la misión, a la manera como el mismo Jesús dio comienzo a la misma.

Jesús empezó la misión en la llamada Galilea de los gentiles: No os conforméis con quedaros al calor de las comunidades cristianas ya constituidas. Id, en esta España nuestra, a buscar a los alejados, a mover las cenizas de los descreídos, a evangelizar a los no creyentes.

Jesús empezó la misión predicando el Evangelio e invitando a la conversión: No sois agentes de desarrollo ni socios de una ONG. Los que lo son, lo harán mejor que vosotros porque tienen la preparación. Vosotros la tenéis para predicar el Evangelio y para invitar a todos a acercarse a Dios.

Jesús empezó la misión curando las enfermedades del pueblo: Estáis llamados a atender el amplio abanico de las necesidades del ser humano, dado que el Evangelio ha de llegar a todo ser humano y a todas las áreas constitutivas del mismo. Nada ha de quedar al margen del poder salvador de Jesús.

Jesús empezó la misión llamando y escogiendo a discípulos y seguidores: En este erial vocacional, en que al momento se ha convertido Europa y España, estáis llamados a suscitar vocaciones misioneras. La razón es clara: Sin misioneros, no hay misión.

Queridos Mauricio y Felizardo: Adelante, pues, confiando en el Corazón de Cristo, Luz de los pueblos, dando la mano a María, la buena Madre de Mariannhill y a Santa Ana, nuestra patrona. Adelante, pues, amparados por San José, protector de esta familia misionera, que tiene además, en San Benito, a su primer padre. Adelante, pues, inspirados por los Patronos de las misiones, San Francisco Javier y Santa Teresa del Niño Jesús. Adelante, pues, aleccionados por el ejemplo heroico de nuestro hermano el Beato Engelmar. Así sea.

P. Lino Herrero Prieto CMM.

Superior Regional de los Misioneros de Mariannhill en España.

© Foto: P, Juan José Cepedano Flórez CMM.


28
Oct 20

La persona de Jesús en preguntas


© CARMEN BORREGO MUÑOZ (España)

JESÚS, EL BUEN SAMARITANO: Imagen tallada y policromada, que se encuentra en la Capilla de la Casa de Mariannhill en Madrid. La escultura fue realizada por el escultor Shadreck Chivandire, natural de Zimbabwe. El artista salmantino, Francisco Orejudo Alonso, realizó la ornamentación de la misma.

Nos acercamos a la persona de Jesús rastreando las preguntas que sobre su origen, identidad, autoridad, enseñanza, obras, comportamiento y realeza han quedado recogidas en los evangelios canónicos, según la versión de la Biblia de la Conferencia Episcopal Española. La profusión de todas estas preguntas es claro indicador de que la persona de Jesús no deja indiferente a nadie.

 Preguntas sobre el origen de Jesús

Es posible identificar en los textos evangélicos un conjunto de interrogantes que, a fin de hacerse una idea de la identidad de Jesús, preguntan sobre su origen. Curiosamente tales preguntas vienen recogidas, sobre todo, en el Evangelio de San Juan, aunque el tema en cuestión aparece también en los tres Sinópticos.

Así, por ejemplo, Natanael duda de que el origen conocido de Jesús sea garantía de algo bueno: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” [Jn. 1, 46]

Los judíos, al escuchar el discurso de Jesús sobre el Pan Vivo en la sinagoga de Cafarnaúm, murmuraban diciendo: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?” [Jn. 6, 41-42] Enterado de estas murmuraciones, el mismo Jesús les lanza una pregunta, en la que apunta hacia otro origen no sospechado, que será causa de un mayor escándalo: “¿Esto os escandaliza?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?” [Jn. 6, 61-62]

En el medida en que avanza el ministerio público de Jesús, junto a los que se inclinaban a creer que era el Mesías esperado, otros, en cambio, lo ponían en duda, apoyándose precisamente en el origen conocido de Jesús: “¿Es que de Galilea va a venir el Mesías ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David y de Belén, el pueblo de David?” [Jn. 7, 41-42] Ante los planes de prender y juzgar a Jesús, Nicodemo objeta que primero habría que escucharlo. Los demás fariseos, apoyándose en el origen conocido de Jesús, le replicaron que el tema estaba bien claro: “¿También tú eres galileo? Estudia y verás que de Galilea no salen profetas.” [Jn. 7, 52]

La pregunta sobre el origen, que es clave para poder responder a la pregunta sobre la identidad, también se esclarece respondiendo a la pregunta sobre el destino. Afirma Jesús: “Ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta “¿Adónde vas?” [Jn. 16, 5] Esta pregunta de Jesús y las afirmaciones que le siguieron suscitaron en el auditorio otras preguntas: “¿Qué significa eso de “dentro de poco ya no me veréis, pero dentro de otro poco me volveréis a ver”, y eso de “me voy al Padre”?… “¿Qué significa ese “poco?” [Jn. 16, 17-18] El mismo Jesús se hace eco de estas preguntas de su auditorio: “¿Estáis discutiendo de eso que os he dicho: “Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver”?  [Jn. 16, 19]

Tal pregunta sobre el destino se la plantearon también los judíos en sus discusiones con Jesús: “¿Adónde va a marchar este que no podamos encontrarlo? ¿Acaso va a marchar a la diáspora para instruir a los griegos? ¿Qué significa esta palabra que dijo: “Me buscaréis y no me encontraréis, y donde yo estoy no podéis venir vosotros?” [Jn. 7, 35-36] Incluso se plantean los judíos otra posible respuesta al interrogante: “¿Será que va a suicidarse, y por eso dice: “Donde yo voy no podéis venir vosotros?” [Jn. 8, 22]

En la medida en que avanzaba el interrogatorio de Pilatos a Jesús, la perplejidad del gobernador se incrementaba. En su desconcierto Pilatos le hizo una pregunta de alcance insospechado: “¿De dónde eres tú?” [Jn. 19, 9]

 Preguntas sobre la identidad de Jesús

           Las preguntas sobre la identidad personal de Jesús, tal como aparecen en los textos evangélicos, se pueden agrupar en dos bloques: Aquéllas que vienen planteadas por otros y aquellas preguntas planteadas por el mismo Jesús.

Respecto a las primeras, las planteadas por otros respecto a la identidad de Jesús, hacemos el elenco de las siguientes:

Vamos al comienzo mismo del ministerio público de Jesús y recordamos aquella pregunta que le planteó el mismo Precursor, por intermediación de algunos de sus discípulos, una vez que el mismo Juan Bautista tuvo noticia de lo que Jesús decía y hacía: “¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?” Los hombres se presentaron ante él y le dijeron: “Juan el Bautista nos ha mandado a ti para decirte: “¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?” [Lc. 7, 19-20; Mt. 11 ,3]

Sobre la identidad de Jesús se preguntaron también los que fueron testigos del perdón de los pecados del paralítico y de su posterior curación: “¿Quién es este que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?” [Lc. 5, 21] En la versión de Marcos la pregunta suena así: “¿Por qué habla este así?… ¿Quién puede perdonar pecados, sino solo uno, Dios?” [Mc. 2, 7]

© ARCHIVO CMM [España]

JESÚS CON LA CRUZ A CUESTAS: Vidriera correspondiente a la segunda estación del Viacrucis realizado por la misionera de la Preciosa Sangre o de Mariannhill, Hna. Hadwig Münz CPS, para la capilla de la residencia que los Misioneros de Mariannhill tenían en St-Agustine-de-Desmaures [Quebec/Canadá].

También se planteó la pregunta sobre la identidad mesiánica de Jesús la mujer samaritana, después de su encuentro con Él junto al pozo de Jacob:“Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será este el Mesías?[Jn. 4, 29] Sobre dicha identidad mesiánica, también se plantearon la pregunta algunos de Jerusalén, al ver cómo Jesús hablaba y actuaba: ¿No es éste el que intentan matar? Pues mirad cómo habla abiertamente, y no le dicen nada. ¿Será que los jefes se han convencido de que este es el Mesías? [Jn. 7, 25-26]

En los intensos diálogos de Jesús con los judíos, tal como han quedado recogidos en el evangelio de San Juan, se le plantean a Jesús en repetidas ocasiones varias preguntas sobre su identidad. A saber: “¿Dónde está tu Padre?” [Jn. 8, 19] / “¿Quién eres tú?” [Jn. 8, 25] / “¿Eres tú más que nuestro padre Abrahán, que murió?… ¿por quién te tienes?” [Jn. 8, 52-53] / “No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán? [Jn. 8, 57] / ¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente.” [Jn. 10, 24] / “La Escritura nos dice que el Mesías permanecerá para siempre; ¿cómo dices tú que el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto? ¿Quién es ese Hijo de hombre? [Jn. 12, 34]

Preguntas sobre la identidad de Jesús, planteadas por otros, aparecen también al final de su ministerio público. Así, cuando Jesús entró en Jerusalén, la ciudad se sobresaltó preguntando: “¿Quién es este?” [Mt. 21, 10] Durante el proceso religioso ante el Sanedrín, se le planteó a Jesús una pregunta radical: “¿Tú eres el Hijo de Dios?” [Lc. 22, 70] Ante la respuesta afirmativa de Jesús, los acusadores encuentran la excusa buscada para su condena: “¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios?”  [Lc. 22, 70-71] Estando clavado en la cruz, uno de los ladrones le lanzó una pregunta provocadora: “¿No eres tú el Mesías?” [Lc. 23, 39]

          Respecto a las segundas preguntas, aquellas planteadas por el mismo Jesús respecto a su identidad, hacemos el elenco de las siguientes:

Los tres Sinópticos, con ligeras variaciones entre sí, recogen las dos preguntas concatenadas, planteadas por Jesús a sus discípulos. Mateo dice que ello ocurrió en la región de Cesarea de Filipo: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” [Mt. 16, 13]; “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?” [Mt. 16, 15] Marcos afirma que ambas preguntas las planteó Cristo cuando iba de camino con los suyos: “¿Quién dice la gente que soy yo?” [Mc. 8, 27]; “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” [Mc. 8, 29] Lucas relata que tales preguntas fueron planteadas por Jesús estando orando sólo, acompañado por sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?” [Lc. 9, 18]; “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” [Lc. 9, 20]

Por otra parte, Jesús plantea una serie de preguntas sobre su identidad en referencia directa al Padre. Así, una vez encontrado en el templo por sus padres, les pregunta: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?” [Lc. 2, 49]. Más adelante, metido de lleno en su ministerio público, en diálogo polémico con los judíos, Jesús, teniendo conciencia viva de ser el Hijo del Padre, les plantea estas dos preguntas retóricas al respecto. Una primera: “¿Cómo dicen que el Mesías es hijo de David, si el mismo David dice en el libro de los Salmos: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies? …¿Cómo puede ser hijo suyo?” [Lc. 20, 41-44]; y una segunda: “¿No está escrito en vuestra ley: “Yo os digo: sois dioses?” Si la Escritura llama dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y no puede fallar la Escritura. A quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿decís vosotros: “¡Blasfemas!” Porque he dicho: “Soy Hijo de Dios?” [Jn. 10, 34-36] En la misma dirección, aunque con mayor explicitud, va la respuesta en forma de pregunta retórica que le dirige al apóstol Felipe ante la petición de éste de poder ver al Padre: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre?” ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en Mí?” [Jn. 14, 9] Esta conciencia filial la mantuvo Jesús en los momentos más dramáticos de su pasión. Así en la oración del Huerto de Getsemaní: ¿Qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?” [Jn. 12, 27]; o dirigiéndose a Pedro durante el prendimiento: “¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre?” [Mt. 26, 53]

Preguntas sobre la autoridad de Jesús

Después de la entrada en Jerusalén, al final ya de su ministerio público, los tres Sinópticos recogen las preguntas planteadas a Jesús por parte de las autoridades del pueblo sobre su pretendida autoridad. Marcos indica que las preguntas se las plantearon a Jesús cuando estaba paseando por el Templo: “¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad para hacer esto?” [Mc. 11, 28] Mateo indica que le plantearon las preguntas a Jesús estando éste enseñando en el Templo: “¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?” [Mt. 21, 23] También Lucas indica que le plantearon las preguntas sobre su autoridad estando Jesús enseñando en el Templo: “¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado esta autoridad?” [Lc. 20, 2]

En la misma línea, aunque utilizando otra terminología, van estas otras preguntas planteadas a Jesús y recogidas en el evangelio de Juan. Una primera, a raíz de la expulsión de los vendedores del Templo: “¿Qué signos nos muestras para obrar así?” [Jn. 2, 18]; otras dos preguntas concatenadas en la sinagoga de Cafarnaún, durante el discurso del Pan de Vida: “¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra?” [Jn. 6, 30]   

Preguntas motivadas por la enseñanza y de las obras de Jesús

          Un primer conjunto de preguntas motivadas a raíz de la enseñanza misma de Jesús.

En el comienzo mismo de su ministerio, estando en Cafarnaún. En versión de Marcos:¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad…” [Mc. 1, 27]. En versión de Lucas:¿Qué clase de palabra es esta? Pues da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen”. [Lc. 4, 36] Y estando en Nazaret: “Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: “¿No es este el hijo de José? [Lc. 4, 22]

En pleno desarrollo de su ministerio, los judíos en polémica con Jesús se preguntan extrañados: “¿Cómo es este tan instruido si no ha estudiado?” [Jn. 7, 15]

Y al final de su ministerio, después de la resurrección, los dos de Emaús se dijeron el uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” [Lc. 24, 32]

Un segundo conjunto de preguntas motivadas a raíz de las obras realizadas por Jesús.

Los tres Sinópticos recogen la pregunta que se hacen los que han sido testigos de la tempestad calmada. Según Marcos los discípulos, testigos del prodigio, se llenaron de miedo y se decían unos a otros: “¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!” [Mc. 4, 41] Según Mateo, los discípulos se preguntaron asombrados: “¿Quién es este que hasta el viento y el mar  lo obedecen?” [Mt. 8, 27] Y según Lucas, los discípulos, llenos de temor y admiración, se decían unos a otros: “¿Pues quién es este que da órdenes incluso al viento y al agua y lo obedecen?” [Lc. 8, 25]

Si los prodigios realizados por Jesús eran causa de preguntas sobre su persona, éstas también se suscitaban ante el hecho de que perdonaba pecados. Así, a raíz de la curación del paralítico, Lucas indica que los escribas y los fariseos se pusieron a pensar: “¿Quién es este que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?” [Lc. 5, 21] Así, a raíz del encuentro con Jesús de la pecadora pública en casa del fariseo, Lucas indica que los demás convidados empezaron a decir entre ellos: “¿Quién es este, que hasta perdona pecados?” [Lc. 7, 49] Jesús puede perdonar pecados porque tiene conciencia de no tener pecado: “¿Quién de vosotros puede acusarme de pecado?” [Jn. 8, 46] Por otra parte, “¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?” [Jn. 9, 16]

No es de extrañar que muchos, ante tales obras, creyeran en él, apoyándose en el siguiente argumento: “Cuando venga el Mesías, ¿acaso hará obras mayores que las que ha hecho este? [Jn. 7, 31]       

          Encontramos, por último, un tercer conjunto de preguntas que vienen motivadas, a la par, a raíz de la enseñanza y de las obras realizadas por Jesús.

Enseñando un sábado en la sinagoga de su pueblo, Marcos dice que la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y Joset y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?” [Mc. 6, 2-3] La versión de Mateo sobre el mismo hecho es la siguiente: “De dónde saca este esa sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo eso?” [Mt. 13, 54-56]

Nada extraño entonces que Lucas recoja en los siguientes términos la reacción del simple de Herodes: “A Juan lo mandé decapitar yo, ¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas? Y tenía ganas de verlo.” [Lc. 9, 9]

© HNO. THOMAS FISCHER CMM [Alemania]

CRISTO, EL PROFETA: Vidriera que se encuentra en la Casa que los Misioneros de Mariannhill tienen en Karen [Nairobi/Kenia].

Preguntas sobre el comportamiento de Jesús

El comportamiento de Jesús en general o algunos comportamientos en concreto también suscitaban preguntas.

La pregunta de su madre, al encontrarlo en el Templo: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así?”[Lc. 2, 48]

La pregunta de los fariseos a los discípulos de Jesús a raíz de la comida en casa de Mateo: “¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?” [Mt. 9, 11]

La pregunta de los discípulos a Jesús a raíz de su enseñanza en parábolas: “¿Por qué les hablas en parábolas?” [Mt. 13, 10]

La pregunta de los cobradores de impuestos a Pedro: “¿Vuestro Maestro no paga las dos dracmas?” [Mt. 17, 24]

La pregunta de algunos de Jerusalén: “¿No es este el que intentan matar? Pues mirad cómo habla abiertamente, y no le dicen nada. ¿Será que los jefes se han convencido de que este es el Mesías? [Jn. 7, 25-26]

Las preguntas del sumo sacerdote durante el proceso religioso ante el silencio de Jesús. En la versión de Mateo: “¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que presentan contra ti?” [Mt. 26, 62] En la versión de Marcos: “¿No tienes  nada que responder? ¿Qué son estos cargos que presentan contra ti? Pero él callaba sin dar respuesta. De nuevo le preguntó el sumo sacerdote: “¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?[Mc. 14, 60-61]

Las preguntas retóricas del sumo sacerdote al escuchar la respuesta de Jesús. En la versión de Marcos: ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Habéis oído la blasfemia. ¿Qué os parece? [Mc. 14, 63-64] En la versión de Lucas las preguntas retóricas se las plantean los miembros del Sanedrín en general: “¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios?” [Lc. 22, 70]

Las preguntas de Pilatos durante el proceso civil ante el silencio de Jesús. Mateo: “¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti?” [Mt. 27, 13] Marcos: “¿No contestas nada?” [Mc. 15, 4] Juan: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?” [Jn. 19, 10]

Y, ya por último, la pregunta de Pilatos al pueblo sobre el comportamiento de Jesús: “¿Qué mal ha hecho?” [Mc. 15, 14]

Preguntas sobre la identidad de Jesús como Rey

No son pocas las preguntas que se pueden identificar en los textos evangélicos canónicos que giran en torno a la identidad de Jesús como Rey.

Empezando por la que hicieron los sabios del Oriente al llegar a la ciudad de Jerusalén: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?” [Mt. 2, 2]; y siguiendo por la que se hacía la multitud asombrada: “¿No será este el hijo de David?” [Mt. 12, 23]

Están también aquellas preguntas, planteadas por el mismo Jesús, a sus interlocutores a modo de acertijo y recogidas por los tres Sinópticos. En la versión de Mateo: ¿Qué pensáis acerca del Mesías? ¿De quién es hijo?” Le respondieron: “De David”. Él les dijo: “¿Cómo entonces David, movido por el Espíritu, lo llama Señor diciendo: “Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies?” Si David lo llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo? [Mt. 22, 42-45] En la versión de Marcos: “Mientras enseñaba en el templo, Jesús preguntó: “¿Cómo dicen los escribas que el Mesías es hijo de David? El mismo David, movido por el Espíritu Santo, dice: “Dijo el Señor a mi Señor; siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies”. Si el mismo David lo llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo? [Mc. 12, 35-37] En la versión de Lucas: “Entonces les dijo: “¿Cómo dicen que el Mesías es hijo de David, si el mismo David dice en el libro de los Salmos: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies?” David, pues, lo llama Señor; entonces, ¿cómo puede ser hijo suyo? [Lc. 20, 41-44]

Y están, por último, todas aquellas preguntas sobre la realeza de Cristo durante el proceso civil ante Pilatos.

Los tres Sinópticos recogen la pregunta directa de Pilatos a Jesús al inicio de interrogatorio: “¿Eres tú el rey de los judíos?” [Mt. 27, 11; Mc. 15, 2; Lc. 23, 3] En la versión de Marcos siguen las preguntas de Pilatos al pueblo sobre el destino de Jesús Rey: “¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?” [Mc. 15, 9]; “¿Qué hago con el que llamáis  rey de los judíos?” [Mc. 15, 12]

Es el evangelista Juan quien más desarrolla el tema de la realeza de Jesús a raíz del diálogo-interrogatorio de Pilatos a Jesús en el Pretorio. Paso a consignar las preguntas al respecto: “¿Eres tú el rey de los judíos?” Jesús le contestó: “¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí? Pilatos replicó: “¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho? [Jn. 18, 33-35]… “Entonces, ¿tú eres rey? Jesús le contestó: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Pilatos le dijo: “Y ¿qué es la verdad?.” [Jn. 18, 37-38]

Consignar, por último, las preguntas de Pilatos al pueblo, según la versión de Juan: “¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?” [Jn. 18, 39]… “Ellos gritaron: “¡Fuera, fuera; crucifícalo!” Pilatos les dijo: “¿A vuestro rey voy a crucificar?” Contestaron los sumos sacerdotes: “No tenemos más rey que al César.” [Jn. 19, 15]

P. Lino Herrero Prieto CMM

Misionero de Mariannhill

 

 

 

 

 

 

 


27
Oct 20

A los 100 años del nacimiento de San Juan Pablo II (Carta de Benedicto XVI)

 


© AGENDA POLÍTICA

       El 18 de Mayo se cumplieron 100 años del nacimiento del que hoy es San Juan Pablo II. Efemérides importante que nos anima a seguir valorando al alza la figura y la obra de este gran Papa polaco, que ha marcado el devenir de la Iglesia de los tiempos recientes.

          Con tal motivo el Papa emérito Benedicto XVI ha enviado una carta al Cardenal Stanisław Dziwisz, arzobispo emérito de Cracovia [Polonia], que durante 40 años fue secretario personal del santo polaco.

          Es bien sabido que Benedicto XVI, siendo entonces el  Cardenal Joseph Ratzinger, tuvo una relación estrecha con San Juan Pablo II, colaborando con él como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe entre 1981 y 2005.

           En la carta, a la que hemos aludido, fechada el 4 de mayo y escrita originalmente en alemán, Benedicto XVI hace un recorrido por la vida de San Juan Pablo II: su familia, su formación sacerdotal durante la ocupación de Polonia, su papel en el Concilio Vaticano II, su llamada, apenas fue elegido Papa, a no tener miedo y abrir las puertas a Cristo, su gran amor por la Divina Misericordia.

           Reproducimos para nuestros lectores la carta completa, tal como fue publicada por Aciprensa.

© EL UNIVERSO

Ciudad del Vaticano

4 de mayo del 2020

El 18 de mayo se cumplirán 100 años desde que el papa Juan Pablo II nació en la pequeña ciudad polaca de Wadowice.

Polonia, dividida durante más de 100 años por las tres grandes potencias vecinas – Prusia, Rusia y Austria –, había recuperado su independencia al final de la Primera Guerra Mundial. Fue una época llena de esperanza, pero también de dificultades, ya que la presión de las dos grandes potencias, Alemania y Rusia, siguió pesando sobre el Estado que se estaba reorganizando. En esta situación de angustia, pero sobre todo de esperanza, creció el joven Karol Wojtyla, que perdió muy pronto a su madre, a su hermano y, finalmente, a su padre, de quien había aprendido una piedad profunda y cálida. El joven Karol era particularmente apasionado por la literatura y el teatro, y después de estudiar para sus exámenes de secundaria, comenzó a dedicarse más a estas materias.

«Para evitar la deportación, en el otoño de 1940, comenzó a trabajar en una cantera que pertenecía a la fábrica química de Solvay» (cf. Don y Misterio). «En Cracovia, había ingresado en secreto en el Seminario. Mientras trabajaba como obrero en una fábrica, comenzó a estudiar teología con viejos libros de texto, para poder ser ordenado sacerdote el 1 de noviembre de 1946» (cf. Ibid.). Por supuesto, no solo estudió teología en los libros, sino también a partir de la situación específica que pesaba sobre él y su país. Es una especie de característica de toda su vida y su trabajo. Estudia con libros, pero experimenta y sufre las cuestiones que están detrás del material impreso. Para él, como joven obispo – obispo auxiliar desde 1958, arzobispo de Cracovia desde 1964 – el Concilio Vaticano II se convirtió en una escuela para toda su vida y su trabajo. Las grandes preguntas que surgieron especialmente sobre el llamado Esquema 13 – luego Constitución Gaudium et Spes – fueron sus preguntas personales. Las respuestas desarrolladas en el Concilio le mostraron el camino a seguir para su trabajo como obispo y luego como Papa.

Cuando el cardenal Wojtyla fue elegido sucesor de San Pedro el 16 de octubre de 1978, la Iglesia estaba en una situación desesperada. Las deliberaciones del Concilio se presentaban al público como una disputa sobre la fe misma, lo que parecía privarla de su certeza indudable e inviolable. Un pastor bávaro, por ejemplo, comentando la situación, decía: «Al final, hemos acogido una fe falsa». Esta sensación de que no había nada seguro, de que todo estaba en cuestión, fue alimentada por la forma en que se implementó la reforma litúrgica. Al final, todo parecía factible en la liturgia. Pablo VI había cerrado el Concilio con energía y determinación, pero luego, una vez terminado, se vio confrontado con más asuntos, siempre más urgentes, lo que finalmente puso en tela de juicio a la Iglesia misma. Los sociólogos compararon la situación de la Iglesia en ese momento con la de la Unión Soviética bajo Gorbachov, cuando toda la poderosa estructura del Estado finalmente se derrumbó en un intento de reformarla.

© INFOBAE

Una tarea que superaba las fuerzas humanas esperaba al nuevo Papa. Sin embargo, desde el primer momento, Juan Pablo II despertó un nuevo entusiasmo por Cristo y su Iglesia. Primero lo hizo con el grito del sermón al comienzo de su pontificado: «¡No tengan miedo! ¡Abran, sí, abran de par en par las puertas a Cristo!» Este tono finalmente determinó todo su pontificado y lo convirtió en un renovado liberador de la Iglesia. Esto estaba condicionado por el hecho de que el nuevo Papa provenía de un país donde el Concilio había sido bien recibido: no el cuestionamiento de todo, sino más bien la alegre renovación de todo.

El Papa ha viajado por el mundo en 104 grandes viajes pastorales y proclamó el Evangelio en todas partes como una alegría, cumpliendo así su obligación de defender el bien, de defender a Cristo.

En 14 encíclicas, volvió a exponer completamente la fe de la Iglesia y su doctrina humana. Inevitablemente, al hacerlo, provocó oposición en las iglesias del Occidente llenas de dudas.

Hoy, me parece importante enfatizar sobre todo el verdadero centro desde el cual debe leerse el mensaje de sus diferentes textos. Este centro vino a la atención de todos nosotros en el momento de su muerte. El Papa Juan Pablo II murió en las primeras horas de la nueva fiesta de la Divina Misericordia. Permítanme agregar primero un pequeño comentario personal que revela un aspecto importante del ser y el trabajo del Papa. Desde el principio, Juan Pablo II se sintió profundamente conmovido por el mensaje de Faustina Kowalska, una monja de Cracovia, que destacó la Divina Misericordia como un centro esencial de la fe cristiana y deseaba una celebración con este motivo. Después de todas las consultas, el Papa había escogido el domingo in albis.

Sin embargo, antes de tomar la decisión final, le pidió a la Congregación de la Fe su opinión sobre la conveniencia de esta fecha. Dijimos que no porque pensamos que una fecha tan antigua y llena de contenido como la del domingo in albis no debería sobrecargarse con nuevas ideas. Ciertamente no fue fácil para el Santo Padre aceptar nuestro no. Pero lo hizo con toda humildad y aceptó el no de nuestro lado por segunda vez. Finalmente, hizo una propuesta dejando el histórico domingo in albis, pero incorporando la Divina Misericordia en su mensaje original. En otras ocasiones, de vez en cuando, me impresionó la humildad de este gran Papa, que renunció a las ideas de lo que deseaba porque no recibió la aprobación de los organismos oficiales que, según las reglas clásicas, había de consultar.

Mientras Juan Pablo II vivió sus últimos momentos en este mundo, la Fiesta de la Divina Misericordia acababa de comenzar tras la oración de las primeras vísperas. Esta celebración iluminó la hora de su muerte: la luz de la misericordia de Dios se presenta como un mensaje reconfortante sobre su muerte. En su último libro, Memoria e Identidad, publicado en la víspera de su muerte, el Papa resumió una vez más el mensaje de la Divina Misericordia. Señaló que la hermana Faustina murió antes de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, pero que ya había dado la respuesta del Señor a este horror insoportable. Era como si Cristo quisiera decir a través de Faustina: «El mal no obtendrá la victoria final. El misterio pascual confirma que el bien prevalecerá, que la vida triunfará sobre la muerte y que el amor triunfará sobre el odio».

A lo largo de su vida, el Papa buscó apropiarse subjetivamente del centro objetivo de la fe cristiana, que es la doctrina de la salvación, y ayudar a otros a apropiarse de ella. A través de Cristo resucitado, la misericordia de Dios es para cada individuo. Aunque este centro de la existencia cristiana solo nos lo da la fe, también es importante filosóficamente, porque si la misericordia de Dios no es un hecho, debemos encontrar nuestro camino en un mundo donde el poder último del bien contra el mal es incierto. Después de todo, más allá de este significado histórico objetivo, es esencial que todos sepan que, al final, la misericordia de Dios es más fuerte que nuestra debilidad.

Además, en esta etapa actual, también se puede encontrar la unidad interior entre el mensaje de Juan Pablo II y las intenciones fundamentales del Papa Francisco: Juan Pablo II no es un rigorista moral, como algunos lo intentan dibujar en parte. Con la centralidad de la misericordia divina, nos da la oportunidad de aceptar el requerimiento moral del hombre, aunque nunca podemos cumplirlo por completo. Sin embargo, nuestros esfuerzos morales se hacen a la luz de la divina misericordia, que resulta ser una fuerza curativa para nuestra debilidad.

© RELIGIÓN EN LIBERTAD

Cuando murió el Papa Juan Pablo II, la Plaza de San Pedro estaba llena de personas, especialmente jóvenes, que querían encontrarse con su Papa por última vez. No puedo olvidar el momento en que Mons. Sandri anunció el mensaje de la partida del Papa. Sobre todo, el momento en que la gran campana de San Pedro repicó, hizo que este mensaje resultara inolvidable. El día del funeral, había muchas pancartas diciendo «¡Santo súbito!». Eso fue un grito que, de todos lados, surgió a partir del encuentro con Juan Pablo II. No solo en la plaza, sino también en varios círculos intelectuales, se discutió la idea de darle el título de «Magno» a Juan Pablo II.

La palabra «santo» indica la esfera de Dios y la palabra «magno» la dimensión humana. Según el reglamento de la Iglesia, la santidad puede ser reconocida por dos criterios: las virtudes heroicas y el milagro. Los dos criterios están estrechamente vinculados. La expresión «virtud heroica» no significa una especie de hazaña olímpica; al contrario, en y a través de una persona se revela algo que no proviene de él, sino que se hace visible la obra de Dios en y a través de él. No es una competencia moral de la persona, sino renunciar a la propia grandeza. El punto es que una persona deja que Dios trabaje en ella, y así el trabajo y el poder de Dios se hacen visibles a través de ella.

Lo mismo se aplica a la prueba del milagro: aquí tampoco se trata de un evento sensacional sino de la revelación de la bondad de Dios que cura de una manera que va más allá de las meras posibilidades humanas. El santo es un hombre abierto a Dios e imbuido de Dios. El que se aleja de sí mismo y nos deja ver y reconocer a Dios es santo. Verificar esto legalmente, en la medida de lo posible, es el significado de los dos procesos de beatificación y canonización. En los casos de Juan Pablo II, ambos procesos se hicieron estrictamente de acuerdo a las reglas aplicables. Por lo tanto, ahora se nos presenta como el padre que nos deja ver la misericordia y la bondad de Dios.

Es más difícil definir correctamente el término «magno». Durante los casi 2.000 años de historia del papado, el título «Magno» solo prevaleció para dos papas: León I (440-461) y Gregorio I (590-604). La palabra «magno» tiene una connotación política en ambos, en la medida en que algo del misterio de Dios mismo se hace visible a través de la actuación política. A través del diálogo, León Magno logró convencer a Atila, el Príncipe de los Hunos, para que perdonara a Roma, la ciudad de los príncipes de los apóstoles Pedro y Pablo. Desarmado, sin poder militar o político, sino por el solo poder de la convicción por su fe, logró convencer al temido tirano para que perdonara a Roma. El espíritu demostró ser más fuerte en la lucha entre espíritu y poder.

Aunque Gregorio I no tuvo un éxito tan espectacular, también logró proteger a Roma contra los lombardos, de nuevo al oponerse el espíritu al poder y alcanzar la victoria del espíritu.

Si comparamos la historia de los dos Papas con la de Juan Pablo II, su similitud es evidente. Juan Pablo II tampoco tenía poder militar o político. Durante las deliberaciones sobre la forma futura de Europa y Alemania, en febrero de 1945, se observó que la opinión del Papa también debía tenerse en cuenta. Entonces Stalin preguntó: «¿Cuántas divisiones tiene el Papa?». Es claro que el Papa no tiene divisiones a su disposición. Pero el poder de la fe resultó ser un poder que finalmente derrocó el sistema de poder soviético en 1989 y permitió un nuevo comienzo. Es indiscutible que la fe del Papa fue un elemento esencial en el derrumbe del poder comunista. Así que la grandeza evidente en León I y Gregorio I es ciertamente visible también en Juan Pablo II.

Dejamos abierto si el epíteto «magno» prevalecerá o no. Es cierto que el poder y la bondad de Dios se hicieron visibles para todos nosotros en Juan Pablo II. En un momento en que la Iglesia sufre una vez más la aflicción del mal, este es para nosotros un signo de esperanza y confianza.

Querido San Juan Pablo II, ¡ruega por nosotros!

Benedicto XVI