BEATO ENGELMAR UNZEITIG, MISIONERO 26.147  

Queridos hermanos, el próximo 2 de Marzo, celebramos el aniversario de la entrada en la Vida de nuestro beato hermano, el P. Engelmar Unzeitig. A la vista de la tarea por él realizada y los frutos cosechados durante su estancia en el Campo de Concentración de Dachau, he querido titular este artículo: “Beato Engelmar Unzeitig, Misionero 26.147”.

Sí, habéis oído bien, “Misionero 26.147” y no “Prisionero 26.147”, pues el primero es un título ganado día a día, con toda justicia, pues en medio de las condiciones desalentadoramente adversas e infrahumanas del Campo de Concentración de Dachau, que convertían a las personas en prisioneros anodinos y anónimos, deshumanizadamente escondidos bajo un número de serie bordado en un trapo, el P. Engelmar, junto con un puñado de sacerdotes más, supo mantener su ser de misionero, a pesar del número y del trato recibido, no permitiéndose nunca el lujo de deshumanizarse y, sí, la necesidad de ser fiel a la misión de humanizar los corazones y divinizar las circunstancias, mediante su amor, entrega y sacrificio, para que los sufrimientos y penalidades allí vividos fueran redentores y ocasión de conocer, amar y confiar en el Hijo de Dios y en su bienaventurada Madre, únicos amigos fieles en aquel lugar de espanto y degeneración, que era el infierno de Dachau, donde el diablo pretendía siempre reír el último.

Podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que su amor por Jesús y María, y por los compañeros de cautiverio, que compartían sus mismas penurias, pero mucho menos afortunados que él en el don de la fe, le hicieron libre y creativo en medio de aquella prisión: “El amor multiplica las fuerzas, inventa cosas, da libertad interior y alegría”, como él decía, por lo que jamás fue un prisionero más, lo que le permitió ver su campo de misión en el campo de Dachau como una parte del Reino de Dios, que no tiene fronteras” y afirmar que, “de cualquier forma, el corazón del hombre desea el amor. Al final, nada se resiste a la fuerza del amor, con tal de que esté basado en Dios y no en las criaturas”. Y, digno hijo del Abad Francisco, supo poner continuamente en práctica aquel lema: “Mejores campos -el de Dachau-, mejores casas -principalmente, las barracas del tifus- y mejores corazones -todos los que entraron en contacto con suyo-” y aquel otro, que él repitió muchas veces: “Si nadie va, yo iré” y, así, yendo siempre, un día se nos fue del todo… pero cargado de santidad, siendo un ejemplo a seguir por todos nosotros, sus hermanos de Congregación, como Misioneros de Mariannhill.

Puerta de entrada al Campo de Concentración de Dachau.

Pero, preguntémosle a él: P. Engelmar, por favor, ¿podemos preguntarte una cosa? -¡Claro que sí, adelante! ¿Cuándo comenzaste a sentir que el Señor te llamaba a ser misionero? –Pues mira, a veces lo pienso y creo que esa llamada siempre estuvo ahí, que mi alma era tan misionera como la vocación a la que después me vi llamado y que fue despertando con la lectura de esas revistas que mi abuela recibía en casa y que yo devoraba, para, después, soñar y meditar: Cuando fuera mayor, quería ser Misionero de Mariannhill, como los de las revistas, pues en mi corazón sentía un gran afecto y simpatía espiritual por el Abad Francisco Pfanner, su fundador, al que encomendé mi vocación.

Llegó, entonces, la Gran Guerra y movilizaron a papá, para defendernos de las tropas rusas, que nos invadían, pero no duró mucho en el frente, pues su unidad fue apresada el primer día de combates y él fue deportado a un lejano campo de concentración, en el corazón nevado del imperio ruso, donde pronto falleció de tifus. Cuántas veces deseé haber hecho algo por él, incluso rescatarlo o, al menos, acompañarlo y cuidarlo, pero un niño pequeño no puede hacer grandes cosas, salvo rezar y hacer sus tareas en la granja, supliendo al cabeza de familia.

Poco a poco, fui creciendo y, con el tiempo, fue madurando, cada vez más, la necesidad de dejarlo todo para seguir a Cristo en la Misión. No fue fácil, pues tenía que dejar el peso de la granja a mi madre y a mis hermanas, pero, por fin, obtuve la autorización materna y entré en el Seminario de los Misioneros de Mariannhill, en Würzburg, donde, a mayores del programa de estudios, siempre me empeñé en sacar tiempo para la oración y para los idiomas, lo que me suponía un gran esfuerzo y mucho tiempo, pero quería estar bien preparado para defenderme y ser eficaz, allí donde me destinaran, desde el primer momento.

Diccionario ruso y algunas anotaciones del P. Engelmar Unzeitig CMM.

Sin embargo, bien pronto surgió el impulso y la necesidad de aprender bien la lengua rusa. No sabría explicar muy bien a qué era debido aquel interés tan intenso por aprender bien el ruso; pensé que se debía al deseo del Abad Francisco de fundar en Rusia y en China, incluso llegué a pensar que, habiendo perdonado a los rusos por la muerte de mi padre, moralmente estaba obligado a evangelizarlos, pero aquello era, realmente, algo más fuerte, una obligación que no venía de mí, sino de Dios. Tras arduos esfuerzos, súbitamente, la lengua eslava se dejó vencer y fue mostrándome todos sus secretos, permitiéndome, no sólo defenderme en ella, sino, incluso, comunicarme de palabra o por escrito con cierta fluidez… Me sentía preparado para ir a Rusia y hablarles del Dios verdadero y de su santísima Madre si Dios y el Abad Francisco así lo disponían, aunque aceptaría otro destino si Dios, por boca del superior, así lo pedía… ¡Indiferencia ignaciana!

Prisioneros de guerra rusos.

Pronto comenzaron los rumores y, después, los preparativos para enviarme a África y, solícito, me disponía a abrazar aquel destino, cuando estalló la Segunda Gran Guerra y se cancelaron todos los visados de salida del país, por lo que mi destino acabó siendo una pequeña parroquia vacante de la Bohemia profunda y, poco después, la que habría de ser mi segunda y definitiva parroquia: El campo de Concentración de Dachau, donde fui confinado, sin juicio previo, para poner fin a mis “peligrosas y subversivas” creencias cristianas, manifestadas “sin tapujos” en mis homilías, políticamente incorrectas. Ya no volvería a salir de allí, así que, me volqué pastoralmente en aquel lugar. Espero haber respondido tu pregunta.

Prisioneros rusos hacinados en vagones para su traslado a los diferentes campos de concentración alemanes.

¡Claro que sí, P. Engelmar!, pero permítenos hacerte una pregunta más: “¿En qué momento te sentiste más “misionero” durante tu estancia en el Campo de Concentración de Dachau?” Esa pregunta es fácil de responder: En todo momento, pero, quizá, mucho más, en mi apostolado entre los prisioneros de guerra rusos, cuando las autoridades nazis decidieron deportarlos en gran número a Dachau, pues estaban hacinados y sin que nadie les prestara atención, por desconocer su lengua, recibiendo un trato especialmente duro. Entonces, entendí, por fin, por qué aquel apremio, de mis años de estudiante, por aprender la lengua rusa. Aquello me hizo entender, también, que estaba en el lugar adecuado, que aquella era la Voluntad de Dios para mí y que me había estado preparando para ello durante todos esos años. Y, en seguida, empecé a ponerme al día con aquella lengua, para poder entenderme con ellos.

Prisioneros rusos en formación delante de los barracones que les fueron asignados.

Aún recuerdo a Pedro, el maestro tornero ruso que los sacerdotes católicos, dedicados a trabajos forzados, teníamos de instructor en el barracón de tecnologías llamado “Messerschmitt”, como los aviones de guerra alemanes. Un padre de familia bonachón y con dos hijos, reflexivo y de gran finura espiritual, con el que conecté rápidamente y con el que pasaba las horas de la noche hablando de Dios y de religión. Él fue mi puerta de acceso al resto de los prisioneros rusos -no ateos-, que, como él, sentían inquietudes espirituales y querían alimentarse espiritualmente.

Así que, en secreto, me responsabilicé de coordinar y llevar a cabo todas las tareas de apostolado y evangelización relacionadas con ellos, con pocos medios a mi alcance y la colaboración inapreciable de algunos sacerdotes, que quisieron aprender los rudimentos del ruso en mi improvisada escuela, asistiéndome, después, en las diversas tareas apostólicas de primera mano, como administrar los sacramentos y asistir a los moribundos, y en las tareas de multicopiado -como los copistas medievales- de diversos fragmentos de los Evangelios, del Catecismo y del Kempis o “Imitación de Cristo”, que yo había traducido, previamente, al ruso, y que los prisioneros rusos leían a escondidas, con gran avidez, corriendo, tanto ellos como nosotros, un continuo y grave riesgo de ser descubiertos y ejecutados por tenencia y elaboración de “material clandestino”.

Los futuros parroquianos del P. Engelmar.

Sin embargo, aquel esfuerzo mereció la pena y, con la ayuda de Dios, el fruto fue abundante, pues, aunque la idea era alimentarlos espiritualmente y sostenerlos en su fe ortodoxa, también se produjo alguna conversión al catolicismo, como la de mi amigo Pedro, que nunca se atrevió a dar el paso a la fe católica hasta que me ofrecí voluntario a los barracones de tifus, abrazando la fe en Cristo Jesús poco después de mi muerte, al ser bautizado en el propio Campo de Dachau por un capellán de las tropas de liberación, permitiéndoseme apadrinarlo desde el Cielo. Y hasta aquí mi relato. Espero que os haya sido útil.

Querido P. Engelmar, “Mártir de la Caridad” y “Ángel de Dachau”, gracias por este testimonio y por tu ejemplo, sacrificio y entrega, para todos nosotros, como modelo fiel de un verdadero y apasionado misionero. Te pedimos a ti, que supiste ser Misionero en el Campo de Concentración de Dachau. Ruega por nosotros.

P. Juan José Cepedano Flórez CMM.

+ Salamanca, 23 de Febrero de 2021.

© Imágenes tomadas de Internet (Especialmente C. C. Mauthausen-Gusen).

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